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Felipe II

 

1. Semblanza de Felipe II

Felipe II fue considerado en su tiempo como el monarca más poderoso de la Cristiandad. Owen Feltham escribía sobre él, en 1652, en su obra Brief character of the Low-Countries: “tiene en sus manos las riendas de la guerra [el dinero] y tiene un mando tan amplio que en sus dominios el sol ni se levanta ni se pone”.

Felipe II nació en Valladolid, el 21 de mayo de 1527. Pasó muchos años de su infancia separado de su padre e Isabel de Portugal murió en 1539, cuando solo tenía 12 años. Sus primeros años fueron muy despreocupados, ya que con 7 años aún no sabía leer. Tuvo diversos maestros: Juan Martínez de Silíceo, Juan de Zúñiga, Cristóbal Calvete de Estrella, Honorato Juan y Juan Ginés de Sepúlveda.

Felipe mostró cierta obsesión por la salud y la higiene personal. A lo largo de su vida, sufrió de hemorroides, dolor de estómago, asma, artritis, vista cansada, cálculos biliares, malaria y gota. Su dieta era muy monótona. Hacía dos comidas al día; solía alimentarse a base de mucha carne, poca fruta y apenas verduras, por lo que sufría continuamente estreñimiento.

Tuvo múltiples aficiones. En su infancia, mostró interés por los libros, la música, la tapicería, la costura, la caza y la naturaleza. Una vez coronado, amplió sus hobbies. Demostró gusto por los jardines, la pesca, la construcción, la numismática o la decoración de interiores. Se convirtió en un gran coleccionista de pintura (le encantaban los flamencos, pero no los italianos, salvo Tiziano), joyas, monedas, medallas, relojes, astrolabios, instrumentos musicales, estatuas, armas y armaduras… Formó la mayor biblioteca privada del mundo occidental, convirtiendo El Escorial en un centro de investigación. Fascinado por la magia y la alquimia, allí mismo creó un laboratorio, lleno de alambiques y destiladoras. Felipe fue, además, un gran mecenas de eruditos –especialmente, de los más humildes-. No sintió ningún interés ni por la astrología ni por el teatro popular.

En calidad de monarca, Felipe II asumió el principio de confundir y gobernar, y fue un trabajador incansable. Prefería leer y escribir antes que hablar, por lo que dedicaba todos los días 8 o 9 horas a despachar papeles en su escritorio. El ocio había de ajustarse a su ritmo de trabajo; incluso las visitas a sus mujeres.

Felipe II estuvo casado cuatro veces. No obstante, no le interesaban las mujeres, ni por su compañía, ni por sus encantos sexuales. Nunca pareció sentirse a gusto con las mujeres. Quizá siguiera el consejo que le dio Carlos V en sus Instrucciones; en ellas, le indicó que no se casaba para gozar del sexo, sino para engendrar herederos… Las esposas de Felipe II fueron las siguientes:

  • A los 16 años, en 1543, se desposó con su prima hermana María Manuela de Portugal, nacida también en 1527. Pero dos años después, enviudó tras la muerte de María en el parto de su primer hijo, el Infante Don Carlos, que tantos problemas le ocasionaría.
  • En 1554 se casó con la reina de Inglaterra, María I Tudor (hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, nacida en 1516). Solo pasó con ella 15 meses en sus 4 años de matrimonio. Enviudó en 1558 y al no tener descendencia, la corona inglesa pasó a Isabel I.
  • En 1560, como consecuencia del Tratado de Cateau-Cambrésis, se desposó con la nieta de Francisco I de Francia, Isabel de Valois (nacida en 1546). Felipe tuvo con ella dos hijas, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela. Murió en 1568 durante el parto de un niño que no sobrevivió. Ese mismo año murió el Infante Don Carlos.
  • Movido por la necesidad de tener un heredero varón, en 1570 Felipe se casó con su sobrina Ana de Austria (nieta del emperador Fernando, hermano de Carlos V, nacida en 1549). Ana le dio cinco hijos:
    • Cuatro varones: Fernando (1571-1578), Carlos Lorenzo (1573-1575), Diego Félix (1575-1582) y Felipe (1578-1621).
    • Y una niña: María (1580-1583).

De todos ellos, solo uno sobrevivió el Infante Felipe, su último hijo varón, que acabaría siendo Felipe III. Ana murió en 1580, pocos días después del parto de su hija María.

El Rey Prudente fue un hombre profundamente religioso. Sentía una fe tan profunda y sincera que le proporcionaba más consuelo la devoción que las actividades de ocio y placer. Oía misa a diario y hacía retiros espirituales en Cuaresma y en momentos de extremo agotamiento nervioso. Tenía una concepción providencialista del poder, por lo que siempre trataba de obtener y retener el favor de Dios. Por ello, prestaba una especial atención a la rectitud moral de sus ministros, trataba de ser justo en todas sus decisiones y solía ser piadoso y clemente.

Su ejercicio en el arte de reinar comenzó en 1543, cuando su padre le encomendó la regencia de la Monarquía Hispánica, con el apoyo de un selecto grupo de consejeros (el Cardenal Tavera, Francisco de los Cobos, Juan de Zúñiga o el Duque de Alba) y de las llamadas Instrucciones de Palamós. En 1546 recibió el título de Duque de Milán. En 1549 emprendió un viaje que le llevaría a Italia, los Países Bajos y Alemania (donde sería propuesto sin éxito por su padre como futuro emperador). En 1551 volvió a España, comenzando a compartir con el rey las responsabilidades del gobierno. En 1554 se casó con María I Tudor, convirtiéndose en rey consorte de Inglaterra. De allí se trasladó a Flandes, donde en 1555 recibió de su padre la soberanía de los Países Bajos y en 1556 la de los reinos de la Monarquía Hispánica. En 1558 quedó solo al frente del gobierno de la corona española, tras el fallecimiento de su padre, y dejó también la corona inglesa tras la muerte de su segunda mujer, María Tudor. En septiembre de 1559, Felipe II volvió a la Península Ibérica, de la que ya no volvería a salir.

Ningún personaje de la Historia de España ha sido descrito de maneras tan opuestas como Felipe II. Guillermo de Orange (con su Apología) y Antonio Pérez (con sus Relaciones) alimentaron la Leyenda Negra en vida del monarca. Con el paso de los años, fue desarrollándose un culto historiográfico sobre Felipe II. En la actualidad, gracias al estudio de la abundante documentación disponible sobre su reinado, se han desechado tanto la crítica feroz como la “tesis heroica”, y contamos con biografías muy interesantes como las de Geoffrey Parker y Manuel Fernández Álvarez.

Felipe II murió en El Escorial el 13 de septiembre de 1598. Fue sucedido por su hijo Felipe III.

2. La España de Felipe II.

2.1. Los problemas financieros.

Siendo príncipe regente, Felipe II mostró cierto interés por intentar adecuar los gastos a los ingresos disponibles. No obstante, al acceder al trono, y pese a que heredó de Carlos I una deuda de unos 25 millones de ducados, cambió por completo de planteamiento hacendístico: al igual que su padre, consideró imprescindibles los gastos e intentó conseguir los recursos necesarios para poder afrontarlos.

A comienzos de su reinado, los gastos de la Hacienda real ascendían anualmente, en tiempos de paz, a unos 3.125.000 ducados. Se repartían de la siguiente forma:

  • Casas reales (personal al servicio de cada miembro de la familia real: rey, reina, Juana la Loca, la princesa Juana, D. Juan de Austria): unos 420.000 ducados.
  • Gobierno central, administración de justicia y administración municipal: 180.000 ducados.
  • Diplomacia (embajadores, sobornos y propinas): 60.000 ducados.
  • Ejército de tierra (guardia real, guarniciones permanentes, artillería, fortificaciones): 510.000 ducados.
  • Armada naval (galeras del Mediterráneo y flota de Indias): 455.000 ducados.
  • Intereses de préstamos: 1.500.000 ducados.

En tiempos de guerra, los gastos podían crecer considerablemente, ya que organizar un ejército con 45.000 soldados y artillería podía costar unos 3.000.000 ducados.

Para hacer frente a estos gastos, Felipe II contaba con ingresos anuales de distintas procedencias. A principios de su reinado, eran los siguientes:

  • Rentas ordinarias (alcabala, tercias reales, aduanas y otros impuestos menores): 1.365.000 ducados.
  • Servicios votados por las Cortes: 400.000 ducados.
  • Rentas de gracia pontificia: 750.000 (cruzada: 325.000; subsidio: 145.000; órdenes militares: 280.000).
  • Remesas indianas (minas de plata y, en menor medida, trata de esclavos): 360.000 ducados.

Todas las partidas sumaban 2.875.000 ducados, insuficientes para afrontar los gastos medios anuales de 3.125.000 ducados.

Felipe II se encontró con distintos obstáculos, que dificultaron la obtención de rentas:

  • La ineficacia del sistema de recaudación, basado en el arrendamiento y el cobro por particulares.
  • Los privilegios legales de los reinos orientales.
  • La escasa aportación de los estados dependientes.
  • La inexistencia de un banco estatal y la dependencia de banqueros privados.

Ante el desequilibro hacendístico, Felipe II utilizó distintas medidas para incrementar los ingresos reales:

  • Subir los impuestos ordinarios.
  • Vender juros (títulos de deuda pública).
  • Vender propiedades de las órdenes militares (con autorización pontificia).
  • Y solicitar préstamos a particulares.

Las medidas hicieron efecto, ya que al final del reinado, los ingresos anuales habían crecido considerablemente:

  • Rentas ordinarias (alcabalas, tercias, maestrazgos y aduanas): 3.895.000 ducados.
  • Licencias de esclavos y minas: 400.000 ducados.
  • Servicios votados en Cortes: 400.000 ducados.
  • Servicio de millones (impuesto sobre compra-venta de alimentos): 1.600.000 ducados.
  • Ayudas de gracia pontificia (cruzada, subsidio, excusado): 1.005.000 ducados.
  • Remesas de Indias: 2.400.000 ducados.

Un total anual de 9.700.000 ducados, que tampoco servía para poder afrontar los gastos de la Corona.

Como podemos apreciar, los ingresos de las Indias crecieron considerablemente durante el reinado de Felipe II. No obstante, estaban muy por debajo de las rentas conseguidas de los sufridos pecheros castellanos. Pese a ello, fueron ingresos inesperados y su volumen otorgó a la Monarquía Hispánica el poder suplementario de que gozó durante el siglo XVI.

Por otra parte, hemos de señalar que Castilla fue la principal fuente de ingresos para Felipe II. En los estados dependientes (Países Bajos, Milán, Nápoles y Sicilia) los ingresos generados eran absorbidos en su práctica totalidad por sus propias necesidades.

Las consecuencias de las medidas adoptadas por Felipe II fueron negativas para la economía de sus reinos hispánicos:

  • Devaluación de la moneda.
  • Inflación.
  • Incremento de la trata negrera.
  • Incremento de la explotación de los indios en las minas.
  • Miseria del campesinado castellano.
  • Endeudamiento progresivo de la Hacienda Real.

Felipe II tuvo que declarar tres bancarrotas a lo largo de su reinado: en 1557, 1575 y 1596. Incapaz de hacer frente a los intereses de los préstamos, hubo de suspender pagos y se comprometió a devolver el dinero a largo plazo, otorgando a los acreedores títulos de deuda pública llamados “juros”, que obligaban al Estado a pagar anualmente a su titular, a modo de intereses, un 5% del total de la deuda contraída. Las tres quiebras perjudicaron notoriamente a muchos banqueros (alemanes, genoveses y españoles, respectivamente), ya que pasaron de tener liquidez para sus múltiples negocios a convertirse en rentistas.

Felipe II acabó dejando a su hijo y sucesor, Felipe III, una deuda final de unos 100 millones de ducados.

2.2. Los problemas administrativos.

Felipe II heredó de su padre una maquinaria administrativa que buscaba el equilibro entre una cierta autonomía regional y la mayor centralización posible del poder en la figura del emperador. No obstante, se alejó de la idea imperial para forjar un gobierno de carácter nacional ultra-castellano, en el que Castilla era la metrópoli, Madrid la sede de la administración y el papel de las Cortes quedó prácticamente reducido a la aprobación de servicios.

Felipe II desarrolló un sistema de gobierno peculiar, en el que la figura del rey era la base del gobierno. El objetivo principal del monarca era conocer todos los asuntos y tomar todas las decisiones. No compartía la información con nadie. Cada funcionario trabajaba en su propio departamento y no tenía idea de los asuntos de los demás consejos. Fiel a su principio de confundir y gobernar, solía contradecir a menudo las decisiones propuestas por sus consejos y presentadas en consulta, sin informarles de ello. Esta actitud hacía imposible que los consejos desarrollasen una política consecuente.

El gobierno de Felipe II se encontró con distintos problemas de tipo administrativo:

  • La extensión de sus dominios y la dificultad de las comunicaciones.
  • La lentitud de las decisiones, provocada por la acumulación de papeles. (Felipe II no supo discernir bien la urgencia y la importancia de los temas, y trataba de ocuparse de todo).
  • El afán por ser el único poseedor de la información.
  • La falta de coherencia de las recomendaciones de los Consejos.

Pese a todas estas dificultades, Felipe II desarrolló muchos cambios en el sistema de gobierno.

En relación con los territorios dependientes (Italia, Portugal, Flandes, Aragón y las Indias), continuó la línea de su padre, responsabilizando de la administración a representantes de la alta nobleza o a miembros cercanos a la familia real. No obstante, fiel a su estilo de gobierno, controló hasta las decisiones y acciones más insignificantes de los virreyes y los gobernadores. Mantuvo con ellos contacto diario por correo y les exigió constantes informes.

Aunque la “monarquía personal” fue el principal órgano de gobierno, ni siquiera Felipe II pudo prescindir de las instituciones. El Rey Prudente mantuvo y trató de mejorar el sistema polisinodial.

El Consejo de Estado siguió perdiendo importancia. Felipe II controló directamente las decisiones de política exterior, por lo que solo le realizó encargos de poca importancia. No asistía a sus sesiones y solía comunicarse con sus integrantes por escrito y por medio del secretario de Estado. Los consejeros se dedicaban simplemente a debatir los temas planteados y a comentar sus opiniones en las “consultas”.

Felipe II contaba con un selecto grupo de consejeros de confianza, especializados en los temas de los distintos territorios componentes de la Monarquía:

No obstante, prefirió darles distintos cargos a reunirlos en un único Consejo.

Por otra parte, Felipe II profesionalizó plenamente los consejos regionales (Castilla, Aragón, Italia, Portugal, los Países Bajos y las Indias); y los utilizó para imponer un control centralizado sobre todos sus dominios. Desempeñaron funciones ejecutivas, legislativas y judiciales.

Casi todos los cargos de los consejos fueron ocupados por juristas profesionales, con titulación universitaria. Los nobles fueron promovidos a virreinatos, gobernaciones y embajadas extranjeras. También ocuparon cargos en la administración interior y ocasionalmente en los consejos (aparte del Consejo de Estado).

Por último, cabe destacar la importancia que adquirieron los secretarios reales. Los secretarios eran el nexo entre el rey y los consejos. Cada Consejo tenía adscrito uno. Tuvieron menor independencia que con Carlos I, ya que Felipe II controlaba toda la correspondencia y supervisaba su trabajo. Dado el crecimiento de las gestiones administrativas, los secretarios ganaron en importancia ya que de ellos dependía el tráfico de la documentación en ambas direcciones. El secretario de Estado (del Consejo de Estado) era el más importante (pero no tuvo la importancia de Granvelle o Cobos, durante el reinado de Carlos I). El primer secretario de Estado fue Gonzalo Pérez. A su muerte, fue sucedido por su hijo, Antonio Pérez, que se ocupó de los asuntos del norte: Francia, Inglaterra, Países Bajos y Alemania. Los del sur fueron encargados a Diego de Vargas y, al morir este, a Gabriel de Zayas. Posteriormente, Felipe II nombró también a Mateo Vázquez de Leca como apoyo en los asuntos españoles. Al caer en desgracia Antonio Pérez en 1579, Vázquez pasó a ser el secretario principal, apoyándose en un comité formado por Juan de Idiáquez, el Cardenal Granvelle, el Conde de Chinchón y Christóbâo de Moura.

2.3. El control de la ortodoxia religiosa.

En su Historia de los heterodoxos españoles, Marcelino Menéndez Pelayo definía a la España de la época de Felipe II como “martillo de los herejes, luz de Trento, espada de Roma y cuna de San Ignacio”. No obstante, esta visión hagiográfica no coincidía con la realidad religiosa española:

  • Tras la Paz de Augsburgo y la renuncia de Carlos V a arbitrar entre los príncipes protestantes y Roma, se veía muy difícil la conciliación de las diferencias religiosas entre los cristianos.
  • Las relaciones con el Papado eran (o seguían siendo), cuando menos, accidentadas.
  • El espíritu de cruzada contra los protestantes o contra el Islam había perdido fuerza respecto al reinado anterior.
  • La vieja generación de humanistas españoles (considerados cripto-luteranos) había desaparecido.
  • La Inquisición española, comandada entre 1547 y 1566 por Fernando de Valdés, con el apoyo teológico del dominico Melchor Cano, incrementó su vigilancia en defensa de la ortodoxia de la fe, para evitar cualquier contagio de las ideas luteranas o calvinistas.

En Europa, el protestantismo había alcanzado posiciones inexpugnables:

  • En Alemania e Inglaterra se iba organizando en iglesias nacionales.
  • En Francia, su poder iba en aumento.
  • Y desde Ginebra, el calvinismo empezó a enviar misioneros y propaganda.

Esta situación marcó los años comprendidos entre el acceso al trono de Felipe II (1556) y la clausura del Concilio de Trento (1563).

Las autoridades hispanas conocieron pronto el peligro de la evangelización calvinista, por la llegada de textos impresos tanto a los Países Bajos como a la Península Ibérica. Ello movió a la Inquisición a iniciar investigaciones para evitar los contactos. Felipe II optó por reforzar las defensas religiosas.

  • En 1558 prohibió, bajo pena de muerte y de confiscación de bienes, la importación de textos impresos que figuraran en un Índice de libros prohibidos, elaborado por la Inquisición. En dicho catálogo, no solo aparecían escritos de autores protestantes, sino también los de reputados católicos, incluso santos, cuya lectura podía prestarse a interpretaciones equívocas, como Tomás Moro, Juan de Ávila o fray Luis de Granada.
  • La extensión progresiva de la censura fue acompañada de otras medidas encaminadas a reforzar las barreras intelectuales entre España y el protestantismo. En 1559, ordenó el retorno de todos los universitarios españoles que estaban cursando estudios en la Universidad de Lovaina y les conminó a comparecer ante la Inquisición a su llegada a la Península. Y ese mismo año prohibió la salida de estudiantes españoles a universidades extranjeras.

Estas medidas represoras tenían sentido en la mente de los gobernantes no solo por la fuerza que estaba adquiriendo la reforma en Europa, sino también porque en 1557 y 1558 fueron descubiertas en Sevilla y Valladolid dos “comunidades protestantes”, que más que Iglesias organizadas parecían reuniones de iluminados. (Los iluminados o alumbrados eran cristianos que creían que mediante la oración podían llegar a un estado tan perfecto, que no necesitaban practicar los sacramentos ni las buenas obras, y se sentían libres de pecado independientemente de sus actos). Sus doctrinas tenían fuertes afinidades con las del protestantismo: justificación por la fe, negación del purgatorio y del valor de los sacramentos y las buenas obras, rechazo de la confesión y de la autoridad pontificia. Y sin la actuación de la Inquisición, quizá podrían haberse convertido en auténticas sectas, ya que sus adictos eran personas de cierta talla dentro de la sociedad civil y eclesiástica.

El inspirador del grupo de Valladolid fue Carlos de Seso, un seglar italiano, llegado a España hacia 1550. No obstante, el miembro más destacado fue el doctor Agustín de Cazalla, canónigo de Salamanca, que había acompañado a Carlos V en sus viajes por Alemania y los Países Bajos. Cazalla era un predicador conocido, que no tenía recato a la hora de discutir públicamente sus puntos de vista reformadores. Cuando la Inquisición intervino, el movimiento ya tenía conexiones en Zamora, Palencia, Toro y Logroño. Valdés logró el permiso pontificio para poder enjuiciar a los mitrados y para condenar a muerte a los herejes, aunque se arrepintiesen y pidiesen misericordia, y terminó con ellos organizando dos autos de fe en 1559. Cazalla, Seso y otros 13 acusados fueron relajados al poder secular y ejecutados. Los que se retractaron fueron agarrotados y quemados muertos. El abogado Antonio de Herrezuela fue el único que no se retractó y fue quemado vivo. Felipe II asistió personalmente al segundo auto de fe.

Prácticamente al mismo tiempo, fue descubierto otro brote protestante en Sevilla. Sus inspiradores fueron dos canónigos de la catedral hispalense, los doctores Juan Gil y Constantino Ponce de la Fuente. El primero fue perseguido desde 1550 y recibió un trato relativamente suave. El segundo acompañó a Felipe en su viaje por los Países Bajos y Alemania entre 1549 y 1551. Fue atacado tanto por sus doctrinas luteranas como por su origen judío. Fue encarcelado en 1558; murió en la cárcel y fue quemado en efigie por luterano. El grupo sevillano se extendió en torno a dos focos de actividad: el monasterio jerónimo de San Isidro y la casa de Juan Ponce de León, hijo del conde de Bailén. Fueron juzgadas por la Inquisición más de 800 personas. Mediante dos autos de fe, celebrados en 1559 y 1560, fueron relajadas al poder secular más de 30 víctimas con pena de muerte. Las retractaciones fueron más raras, por lo que hubo más hogueras directas.

La acción represiva de Valdés no terminó con estas dos acciones. Su mayor objetivo fue el arzobispo de Toledo y primado de la Iglesia española, Bartolomé de Carranza. Diversos historiadores se han interesado a lo largo de los años por el proceso del mitrado: Gregorio Marañón, Marcelino Menéndez Pelayo o José Ignacio Tellechea pueden ser los más destacados. El interés suscitado se fundamenta en varios motivos convergentes:

  • La envidia personal del inquisidor Valdés ante la promoción de Carranza al arzobispado toledano.
  • La enemistad del teólogo Melchor Cano, rival académico de Carranza en la Universidad de Valladolid.
  • La oposición de las altas familias toledanas, a las que no gustaba el origen humilde del dominico.
  • La falta de apoyo entre los prelados españoles, molestos por las acusaciones de Carranza en relación con el elevado absentismo episcopal.
  • Y, a más alto nivel, los problemas surgidos entre Felipe II y el papa Pío IV. Tras la muerte de Paulo IV en 1559, Felipe II intentó influir en el cónclave de forma que se eligiera a un pontífice manejable y proclive a los intereses de España. Resultó elegido otro candidato, Pío IV, y pronto las relaciones entre ambos fueron empeorando en el contexto del “asunto Carranza”.

Carranza era un fraile dominico, que estudió teología en la Universidad de Valladolid, donde llegó a impartir docencia. En 1545 participó en el Concilio de Trento, donde se manifestó inequívocamente en contra del protestantismo. En 1550 fue nombrado confesor de Felipe II. Acompañó al monarca durante su estancia en Inglaterra, donde estuvo durante tres años. Allí comenzó recomendando moderación en las relaciones con los protestantes ingleses. No obstante, acusado de protestantismo, se esforzó por apartar cualquier duda sobre la pureza de su fe participando en el proceso que concluyó con la ejecución por hereje del arzobispo de Canterbury, Thomas Cramner.

En 1557 fue nombrado arzobispo de Toledo y de forma casi inmediata fue acusado de herejía por el contenido del libro Comentarios sobre el catecismo cristiano. Melchor Cano interpretó que en dicha obra apoyaba la justificación por la fe, motivo por el que acabó siendo arrestado en 1559. Carranza permaneció en la cárcel, en Valladolid, durante 7 años. El caso acabó convirtiéndose en un conflicto jurisdiccional entre Felipe II y la Inquisición española, por una parte, y Pío IV, por otra, quedando en segundo plano el origen del proceso. El pontífice reclamó el envío a Roma del arzobispo, para ser juzgado allí. Finalmente, se consintió su salida para la Ciudad Eterna en 1566, en tiempos ya de Pío V. Carranza fue juzgado en Roma y en 1576 fue absuelto por Gregorio XIII del cargo de herejía tras abjurar de 16 proposiciones altamente sospechosas sacadas de sus libros. Fue sentenciado a cinco años de reclusión y suspendido en el ejercicio de sus funciones episcopales. Dos meses después de pronunciada la sentencia, murió en Roma.

2.4. El problema morisco y la revuelta de la Alpujarra.

El problema morisco

Durante el siglo XVI, la Monarquía Hispánica tuvo que defenderse del avance circundante del Islam por el este de Europa, el norte de África y el Mediterráneo. La creciente amenaza de los turcos y los berberiscos influyó directamente en la convivencia entre los cristianos y los musulmanes en los reinos hispánicos, ya que estos fueron los primeros en sufrir las consecuencias de los conflictos internacionales. Como minoría aislada, fueron tolerados; pero como aliados potenciales del principal enemigo del Estado, fueron considerados como un riesgo intolerable para la seguridad.

Antes el reinado de Felipe II, los distintos monarcas intentaron promover la asimilación, pero ninguno de ellos tuvo un éxito definitivo:

  • En 1502, los Reyes Católicos obligaron a los musulmanes de Castilla a convertirse o exiliarse.
  • Y en 1526, Carlos I aplicó la misma medida a los musulmanes de la Corona de Aragón.

No obstante, las conversiones masivas y forzadas no eliminaron el culto islámico. Los moriscos siguieron constituyendo una comunidad aparte, fiel a su antigua religión, lengua, vestido y tradiciones. Felipe II también intentó solucionar el problema, especialmente tras la rebelión de la Alpujarra, pero le fue imposible.

Los repetidos fracasos en la conversión y asimilación no solo se debieron a motivos religiosos y culturales. También influyeron causas políticas. Felipe II tenía constancia de que los moriscos mantenían contactos con los enemigos turcos y berberiscos, para quienes podían ser muy útiles como soldados, espías o intérpretes. No obstante, no podía mantener un servicio permanente de patrullaje por las costas levantinas y meridionales, y ello le impedía detener la salida de los moriscos al norte de África, prevenir la entrada de armas y municiones, o evitar los ataques berberiscos, que solían conllevar el secuestro de cristianos.

En los reinos hispanos de Felipe II había varias comunidades moriscas:

  • En el Reino de Aragón, los moriscos se concentraban en el valle del Ebro, especialmente en los alrededores de Zaragoza. Se dedicaban fundamentalmente a la agricultura y la ganadería, y contaban con la protección de los señores cristianos. Para Felipe II eran un problema de seguridad, por la posibilidad de que entablasen contacto con los hugonotes franceses, que infestaban la frontera pirenaica.
  • En el Reino de Valencia, los moriscos vivían en las zonas rurales y eran mayoría en la parte montañosa. Se dedicaban principalmente a la agricultura. Servían a la nobleza terrateniente, que los defendía contra el resentimiento popular y la sospecha estatal.
  • En las dos Castillas eran una pequeña minoría dispersa entre la población cristiana, que vivía en las morerías de las ciudades.
  • En Granada era una población conquistada que mantenía sus propios líderes y el recuerdo de una independencia recientemente perdida.

La revuelta de la Alpujarra

Tras la conquista del Reino Nazarí en 1492 y, especialmente, tras el decreto de 1502, la mayoría de la población musulmana optó por convertirse oficialmente al cristianismo, pero mantuvo sus costumbres musulmanas. En la época de Felipe II, los moriscos formaban un grupo social compacto, próspero y creciente en número; contaban con su propia clase dirigente; y su economía se basaba en el comercio sedero con Italia.

La corona conseguía de ellos una buena cantidad de ingresos, gracias a los impuestos que gravaban el comercio. En su afán por incrementar las percepciones, en 1559 Felipe II ordenó una revisión de los títulos de propiedad de las tierras de realengo granadinas. Los moriscos que no pudieron probar sus derechos de propiedad tuvieron que aceptar pagar una tasa a la corona, para que esta no confiscase y vendiese sus tierras.

Junto a la presión fiscal, la situación política también influyó en las relaciones entre el Estado y los moriscos de Granada. En los 60, Argel declaró la guerra al Estado hispánico, lo que dificultó aún más el tráfico naval e incrementó la amenaza sobre la costa. Y en 1565 los turcos sitiaron Malta, con el objetivo de lograr un punto de gran importancia estratégica ya que les permitiría controlar el acceso al Mediterráneo occidental. Ese mismo año 1565, los ataques corsarios se intensificaron sobre la costa granadina, destacando especialmente el que sufrió Órgiva, al pie de la Alpujarra.

A medida que la campaña musulmana fue creciendo de intensidad, los moriscos fueron tomando parte activa en ella, entablando contactos con los enemigos. Se trataba de pequeños incidentes, pero ante la fuerza del enemigo y la inadecuación de las defensas, las autoridades creyeron que los moriscos de Granada iban a ser el puente para una nueva invasión musulmana de España.

Aunque el problema morisco tenía raíces profundas y de diverso origen, como el mayor crecimiento de la población, la prosperidad de los artesanos y los comerciantes, la práctica de la fe islámica, el mantenimiento de su lengua y sus costumbres o la opresión fiscal, la preocupación oficial por la seguridad fue el motivo que acabó propiciando la ruptura.

Entre 1566 y 1567 Felipe II promulgó y ordenó la ejecución de una nueva ley que imponía a los moriscos las siguientes condiciones:

  • El aprendizaje del castellano en un plazo máximo de tres años.
  • La prohibición a partir de ese momento de hablar, leer o escribir en árabe pública y privadamente.
  • La prohibición de utilizar vestimenta al estilo morisco.
  • El cambio de apellidos moros por apellidos cristianos.
  • El abandono de sus costumbres y ceremonias.
  • La prohibición del uso de baños y de la realización de las abluciones rituales musulmanas.

Los moriscos hicieron llegar sus protestas a Felipe II, pero el monarca fue inflexible. Agotada la vía negociadora, en 1568 la población morisca se rebeló en el Albaicín y el movimiento se extendió por la Alpujarra, donde la orografía favorecía la resistencia de los rebeldes. El cabecilla fue Fernando de Córdoba y Válor, de viejo linaje árabe, descendiente de los califas de Córdoba, que recuperó su nombre árabe de Abén Humeya y fue coronado rey. En marzo de 1569, la revuelta se extendió de las montañas a los llanos. El número de insurgentes ascendía a 150.000, de los que 45.000 estaban armados. Pronto establecieron contacto con el norte de África y recibieron desde Argel voluntarios, municiones y abastecimientos, pagados con los rescates de cautivos cristianos. Entre tanto, los argelinos atacaron Túnez y los turcos Chipre.

La rebelión pilló por sorpresa a Felipe II, quién, además de disponer de muy pocos recursos económicos, había ordenado la salida de las tropas regulares del sur de España para reforzar los tercios del Duque de Alba en los Países Bajos, donde se avecinaba una revuelta de mayores dimensiones.

Realizando un gran esfuerzo económico, en 1570, Felipe II encargó la represión a D. Juan de Austria, encomendándole tropas procedentes de Italia y España oriental. Los moriscos fueron expulsados de las tierras bajas para aislar a los rebeldes en las montañas, que poco a poco fueron vencidos.

Sofocada la rebelión ese mismo año 1570, Felipe II ordenó la marcha de todos los moriscos del Reino de Granada, unos 150.000, hacia las regiones interiores de la Península (Extremadura, La Mancha y Castilla la Vieja) o, incluso, a las lejanas tierras de Galicia. Para llenar el vacío, las tierras vacías fueron confiscadas y ofrecidas en condiciones muy favorables a colonos reclutados en Galicia, Asturias, León y Burgos. Pese a que llegaron pobladores de dichas regiones, la zona de la Alpujarra y la costa sur de Granada quedaron despobladas por el temor a los ataques corsarios y siguieron constituyendo un problema de seguridad para el gobierno filipino. Por otra parte, la política de deportación terminó agravando el problema de los moriscos, ya que no fueron bien recibidos en sus nuevos asentamientos y la actitud de los cristianos viejos hacia ellos fue cada vez más hostil.

La solución definitiva al problema no llegaría hasta 1609, fecha en que Felipe III decretó la expulsión de los moriscos de la Monarquía Hispánica.

2.5. Las luchas entre banderías nobiliarias.

En la sociedad del Antiguo Régimen fue una característica común la existencia de facciones nobiliarias enfrentadas. Con el fin de controlar a la nobleza, Felipe II utilizó dos medios:

  • Siguió la práctica de su padre de situar a la alta nobleza al frente de virreinatos, capitanías generales o embajadas, lejos del gobierno central.
  • Y reunió en el Consejo de Estado a nobles de dos partidos aristocráticos opuestos, formados sobre las bases del parentesco y el clientelismo, para que discutiesen allí sus diferencias y estuviesen ocupados en ganar el favor regio en busca de nuevos cargos y privilegios.

El Consejo de Estado se convirtió hasta los años 70 en el escenario de la lucha dialéctica de dos facciones que pugnaban por obtener la influencia exclusiva sobre el rey, pero sin cuestionar nunca su autoridad. Los bandos tenían distintos enfoques de la política exterior y, en menor medida, de la interior. Los describimos a continuación:

  • El partido encabezado por el Príncipe de Éboli.
    • Componentes: el Marqués de los Vélez, el Duque de Sessa, la familia Mendoza y el cardenal Quiroga; también formaba parte del grupo cierto número de funcionarios, de los que el más destacado fue Antonio Pérez, que pasó a dirigir el partido en su propio beneficio a la muerte de Éboli en 1573.
    • Líneas políticas:
      • Arreglo pacífico en los Países Bajos.
      • Invasión de Inglaterra a través del Canal.
  • El partido encabezado por el Duque de Alba.
    • Componentes: los condes de Barajas y Chinchón, el confesor real Fray Diego de Chaves, los secretarios Mateo Vázquez y Gabriel de Zayas, y los consejeros Juan de Idiáquez y Christóbâo de Moura.
    • Líneas políticas:
      • Guerra hasta la rendición incondicional de los Países Bajos.
      • Firma de compromisos diplomáticos con Inglaterra.

Como Felipe II tomaba las decisiones según su propia voluntad, los grupos no tenían líneas bien definidas y cambiaban en busca del apoyo del rey. Su auténtico objetivo no era imponer sus puntos de vista políticos, sino alcanzar poder y riqueza por medio de la gracia y el favor reales.

2.6. El príncipe Don Carlos y el problema sucesorio.

El caso del príncipe Don Carlos tuvo una repercusión tan grande dentro y fuera de nuestras fronteras, que además de ser una de las piezas clave de la leyenda negra antifilipina promovida por Guillermo de Orange, tuvo incluso eco en el teatro (Schiller) y en la ópera (Verdi).

Orange inventó una historia apasionada y terrible en su Apologie. Según él, aunque Felipe II estaba casado con Isabel de Valois, estaba realmente enamorado de su sobrina carnal, Ana de Austria, y quería desposarse con ella, para lo que necesitaba la autorización del papa. Felipe descubrió los amores entre su hijo Carlos y su esposa Isabel de Valois, y trazó un plan. Planeó la muerte de su mujer y su hijo con el doble fin de enviudar y de conseguir de la Santa Sede el permiso para casarse con su sobrina alegando la falta de un sucesor para el trono.

Las obras de Schiller y Verdi se basan en la historia de Orange. Describen a Don Carlos como a un joven gallardo, enamorado y valiente, partidario de defender las libertades de los Países Bajos, frente a la opresión de un rey Felipe caduco, viejo, cruel, sombrío, fanático y celoso.

En la actualidad, los historiadores ofrecen una versión muy diferente del conflicto entre Felipe II y su hijo Carlos. Para ello se remontan hasta los mismos orígenes del príncipe.

Don Carlos fue fruto del matrimonio entre Felipe II y su primera esposa, María Manuela de Portugal. El acuerdo fue promovido por Carlos I, quien buscaba conseguir una dote cuantiosa (habitual en las princesas portuguesas), la estabilidad política en las relaciones hispano-lusas y la posibilidad de que en el futuro las coronas ibéricas se uniesen en la figura del hijo de los contrayentes. El enlace, no obstante, fue un error genético, ya que Felipe y María Manuela eran primos hermanos en grado doble. Juana la Loca era abuela de ambos:

  • Felipe II era hijo de Isabel de Portugal y Carlos I; y este era hijo de Juana la Loca.
  • María Manuela era hija de Juan III de Portugal y Catalina; y esta era hija de Juana la Loca.

Don Carlos nació el 8 de julio de 1545 y cuatro días después falleció su madre. No pasó tampoco mucho tiempo, durante su infancia, en compañía de su padre, ya que Felipe II estuvo fuera de España entre 1548 y 1551 (de los 3 a los 6 años del príncipe) y entre 1554 y 1559 (de los 9 a los 14 años). Durante algún tiempo, se crió junto a sus tías María y Juana, hasta que ambas contrajeron matrimonio: María, en 1548, con el emperador Maximiliano II de Austria.; y Juana, en 1552, con el príncipe Juan Manuel de Portugal. En 1551, Don Carlos se quejaba de la soledad de una extraña forma, en tercera persona: “¿Qué va a ser del niño, aquí solo, sin padre ni madre?”.

Durante sus primeros años, Don Carlos dio repetidas muestras de inestabilidad emocional, protagonizando grandes rabietas en las que, en ocasiones, llegaba a autolesionarse. Además, su condición de zurdo no agradó a sus educadores, quienes intentaron cambiarle esa tendencia, incluso atándole la mano hábil.

En 1560, a los 14 años, conoció a su “madrastra”, Isabel de Valois (que tenía su misma edad), a quien le unió una relación de cierta amistad, pero no de amor. Ese mismo año fue reconocido como heredero por las Cortes.

Aquejado de fiebres continuas, en 1562, Felipe II decidió enviarlo a estudiar a la Universidad de Alcalá de Henares, en compañía de D. Juan de Austria y de Alejandro Farnesio. Allí, el 19 de abril de 1562, acudiendo a una “cita galante”, se cayó en una escalera y se dio un golpe tremendo en la cabeza con el quicio de una puerta. Los tratamientos médicos no dieron resultado y empezó a temerse por la vida del príncipe. Se acudió a los remedios mágicos de un curandero morisco llamado Pinterete. Y no dando resultado alguno, llegaron a meterle en la cama la momia de Diego de Alcalá, un fraile franciscano que se tenía por santo y que años más tarde sería canonizado. Finalmente, el médico más prestigioso de la época, Andreas Vesalius, le realizó una trepanación y le salvó la vida. Pese a ello, tras su recuperación, Don Carlos se hizo más excéntrico, crecieron sus gestos de crueldad y se hicieron más temibles sus estallidos de cólera. Además, su salud empeoró, fundamentalmente debido a sus excesos de glotonería.

Su desarrollo físico tampoco era el deseado. Era persona de baja estatura y voz chillona. Tartamudeaba ligeramente y le costaba mucho hilar las frases. En ocasiones daba muestras de lucidez y en otras no demostraba tener más inteligencia que un niño. Tenía un hombro más alto que el otro, el pecho hundido y la pierna derecha más corta que la izquierda.

Carlos tenía poca paciencia y se desesperaba al sentir que su padre no le hacía mucho caso ni le concedía autoridad o responsabilidades políticas. Felipe II fue muy reticente a la hora de incorporar al príncipe al poder. Así mismo, trató con sumo cuidado un tema de gran importancia estratégica: la boda de Don Carlos.

La primera candidata a ser esposa del príncipe fue María Estuardo. Tras enviudar de Francisco II de Francia en 1560, la reina de Escocia planteó la posibilidad de casarse con el heredero al trono hispánico. En 1563, Felipe II envió a la corte escocesa a un hombre de confianza a negociar el matrimonio de forma secreta. Asaltado por las dudas, el monarca le pidió consejo al Duque de Alba, quien le manifestó sus dudas sobre la idoneidad del enlace. Felipe II decidió posponer su respuesta hasta que en 1564 abandonó la idea. No obstante, no le comunicó nada a María Estuardo, quien, tras dos años de espera, acabó casándose con su primo, Lord Darnley.

Conocedor de las intenciones iniciales de María Estuardo, Don Carlos entendió que la boda no pudo celebrarse por la oposición de su padre y el antagonismo entre ambos se convirtió en inquina, ante la sensación de apartamiento progresivo del poder.

Felipe II decidió poner a prueba a su hijo y le nombró presidente del Consejo de Estado. Además, nombró al Príncipe de Éboli mayordomo mayor de la casa del príncipe. Y así, pudo comprobar la incapacidad de Don Carlos.

Por su parte, el príncipe comenzó a pensar que la mejor solución a sus problemas era la fuga de la corte y la rebelión.

En 1566, los desórdenes de los Países Bajos incrementaron su voluntad de protagonismo político. Don Carlos anhelaba la vida heroica y, en consecuencia admiraba a su abuelo, el emperador, al tiempo que menospreciaba a su padre. Se burlaba en público de los “viajes” de Felipe II y le tenía por cobarde en las cosas de la guerra, porque siempre se quedaba en la retaguardia. El príncipe creía que su padre había de ir a los Países Bajos a sofocar la rebelión y que si no iba, él había de ser elegido para llevar a cabo tal misión.

Felipe II no convocó a su hijo al Consejo de Estado que había de tratar el tema de la rebelión de los Países Bajos. Enterado del asunto de la sesión, Don Carlos se acercó a la sala, comenzó a espiar desde el otro lado de la puerta y fue descubierto…

En 1567, los signos de violencia y desequilibro del príncipe se hicieron más frecuentes. Incluso llegó a intentar agredir al Duque de Alba, tras conocer que era el elegido por el rey para tratar de sofocar la rebelión de los Países Bajos. Don Carlos estuvo constantemente aquejado de fiebres y dolencias, en gran medida, provocadas por su glotonería.

Por otra parte, tampoco fructificó su ansiado proyecto de boda con su prima, la archiduquesa Ana de Austria (futura cuarta mujer de Felipe II), pese a las solicitudes de la corte vienesa.

Felipe II ya estaba valorando la posibilidad de declarar la incapacidad de su hijo como heredero a la corona. Incluso llegó a plantearse casarlo con su hermana Juana, para tener cierta seguridad de que el poder siguiese en buenas manos a su muerte, ya que Juana había gobernado los Estados hispánicos entre 1554 y 1559. A Don Carlos le repugnaba la idea de casarse con su tía por el parentesco, porque era 10 años mayor que él y porque no era virgen.

El monarca fue aplazando su decisión hasta que los motivos le convencieron de que había de actuar. Don Carlos le declaró al prior del convento de Atocha que deseaba la muerte de su padre. Llegó incluso a contactar con los rebeldes flamencos. Empezó a pedir dinero a los grandes del reino. Y le ofreció a Don Juan de Austria el trono de Nápoles si le ayudaba.

Finalmente, el 18 de enero de 1568 llegó a amenazar, espada en mano, a Don Juan de Austria por no darle información sobre las intenciones del rey. Felipe II decidió actuar. Acompañado por el Consejo de Estado y su guardia armada, se personó en la cámara de Don Carlos y ordenó su detención y “encarcelamiento” en su propia habitación. El príncipe le dijo a su padre que si no le mataba él, se acabaría suicidando por pura desesperación, que no locura.

Para minimizar el escándalo, Felipe II informó a los Consejos y a las Cortes, y escribió cartas autógrafas a las personalidades más destacadas de la Cristiandad, como el emperador Maximiliano II y el papa Pío V, justificando su decisión como un deber real, por respeto a Dios y a sus súbditos. No obstante, no quiso dar más explicaciones, lo que permitió a sus enemigos aprovecharse del suceso.

Don Carlos fue trasladado a un torreón del alcázar, donde permaneció incomunicado. Felipe II decidió incapacitarle para el gobierno e inició un proceso legal. Mientras tanto, el príncipe, desesperado por la falta de libertad, cometió múltiples excesos, pasando de realizar una huelga de hambre a comer hasta límites insufribles. Su salud fue empeorando y finalmente logró su propósito de abreviar sus días en prisión. Don Carlos murió el 24 de julio de 1568. Su fallecimiento eliminó el problema de la incapacitación legal, pero abrió otro nuevo: la sucesión al trono.

Durante el verano de 1568, los monarcas anunciaron el embarazo de Isabel de Valois. No obstante, la frágil salud de la reina se resintió durante la gestación y el 3 de octubre murió tras un aborto. 1568 quedaría marcado como el annus horribilis del reinado de Felipe II.

El monarca se casó en 1570 con Ana de Austria, que anteriormente había sido pretendida por su hijo. Con ella, tuvo cuatro hijos varones, de los que solo le sobrevivió el último, Felipe, que acabaría siendo su sucesor en el trono de la Monarquía Hispánica.

2.7. La anexión de Portugal y la unidad peninsular.

Desde finales del siglo XV, las relaciones entre España y Portugal fluctuaron entre la rivalidad y la colaboración. No obstante, tras los tratados de Alcaçovas y Tordesillas, que definieron los ámbitos de expansión de ambas coronas, la Monarquía Hispánica concentró sus intereses imperiales en América y la Portuguesa en el Océano Índico. Y las economías de ambos estados empezaron a complementarse:

  • El Reino de Portugal necesitaba el oro y la plata americanas para pagar sus importaciones.
  • La Monarquía Hispánica necesitaba pimienta, especias y sedas de las Indias Orientales portuguesas.

Por ello, ambas coronas tuvieron un interés común en la conservación del monopolio colonial contra las intromisiones de las potencias del norte de Europa.

Las buenas relaciones entre ambos Estados fueron consolidadas con diversos acuerdos matrimoniales. No obstante, Felipe II prefería la soberanía a las alianzas. Y mientras Portugal fuese independiente, una parte esencial de la Península y un rico Imperio ultramarino podrían escapar a su influencia y caer bajo la de una potencia rival. Por eso, Felipe II estaba dispuesto a hacer valer sus pretensiones dinásticas tan pronto como tuviese opción.

Esta oportunidad le llegó a finales de la década de los 70. En 1578, el rey de Portugal, Sebastián I el Deseado, trató de conquistar el Reino de Marruecos. El ejército luso, mal dirigido por el inepto rey, mal abastecido y agotado, sufrió una dura derrota en Alcazarquivir (Ksar el-Kabir), que terminó con la “desaparición” del monarca y la muerte o captura de gran parte de la nobleza portuguesa.

Don Sebastián no dejó ningún heredero directo. Por ello, fue sucedido por su tío-abuelo, el cardenal Enrique I, el último hijo superviviente de Manuel I el Afortunado.

Tras el desastre de Alcazarquivir, Portugal hubo de afrontar una grave crisis:

  • Crisis económica. Para poder pagar los rescates exigidos por liberar a los nobles presos, los portugueses tuvieron que desprenderse del dinero que necesitaban para el comercio con el Extremo Oriente.
  • Crisis militar. El fracaso de la expedición debilitó considerablemente el poder militar del reino.
  • Crisis política. El acceso al trono del cardenal Enrique, un anciano epiléptico que no podía tener hijos por su condición eclesiástica, fue únicamente un aplazamiento del problema sucesorio.

Revisemos brevemente la trayectoria de la corona portuguesa para comprender mejor este problema dinástico:

  • Manuel I el Afortunado sucedió en 1495 a Juan II. Durante su reinado se produjeron las grandes exploraciones. Casado con la primogénita de los Reyes Católicos, Isabel, tuvo con ella un hijo, llamado Miguel de la Paz, que durante poco tiempo fue heredero de las tres coronas ibéricas (murió a los 2 años). Muerta Isabel, se casó con otra hija de los Reyes Católicos, María, que le dio 10 hijos: Juan III, la emperatriz Isabel, Beatriz, Luis, Fernando, Alfonso, María, el cardenal Enrique, Eduardo y Antonio. Al morir su segunda esposa, se casó con Leonor de Austria, hija de Juana la Loca, de quien tuvo dos hijos más: Carlos y María.
  • Juan III el Piadoso sucedió a Manuel I a su muerte en 1521. Se casó con Catalina de Austria, hija de Juana la Loca. Tuvo 9 hijos, pero casi todos ellos murieron en la infancia. Los más destacados fueron María Manuela (2.ª en orden, esposa de Felipe II) y Juan Manuel (heredero al trono; casado con la infanta Juana, hija de Carlos I, murió poco antes del nacimiento de su primer hijo, Sebastián).
  • Sebastián I el Deseado sucedió a su abuelo Juan III en 1557, con solo tres años de edad. No tuvo descendencia. Desapareció en 1578, durante la batalla de Alcazarquivir.
  • Enrique I. A Sebastián I le sucedió el cardenal Enrique, único hijo varón superviviente de Manuel I, que tenía 66 años. No consiguió del papa Gregorio XIII (aliado de los Habsburgo) que le liberase de sus votos clericales, por lo que no pudo intentar tener descendencia.

Ante la perspectiva de la más o menos inminente muerte del viejo rey portugués, los aspirantes al trono comenzaron a tomar posiciones. Tres fueron los principales pretendientes:

  • Felipe II, en calidad de primogénito de la emperatriz Isabel, (tercera) hija de Manuel I.
  • Antonio, Prior de Crato. Hijo ilegítimo reconocido del infante Luis, segundo hijo varón de Manuel I (y quinto en el orden de nacimientos).
  • Catalina de Avis, Duquesa de Braganza, hija del infante Eduardo, décimo hijo de Manuel I (y séptimo entre los varones).

Felipe II empezó a trabajar para hacer valer sus pretensiones al trono. La posesión de la corona lusa tenía gran importancia estratégica para el Prudente, ya que le permitía incrementar su poder en el Atlántico, frente en el que estaban sus mayores preocupaciones en aquel momento (Inglaterra y los Países Bajos).

Para reforzar su posición, Felipe II realizó varias acciones:

  • Inició una campaña de propaganda y diplomacia ante la nobleza y los procuradores de las ciudades con representación en la Cortes lusas.
  • Envió a Lisboa a su especialista en temas portugueses, Christóbâo de Moura, quien consiguió crear un partido hispanófilo.
  • Se aprovechó de la colaboración de los jesuitas, que ejercían gran influencia en Portugal.
  • Y empezó a inspeccionar las defensas fronterizas portuguesas, por si era necesaria la invasión.

Pese a esta campaña, no logró ser declarado sucesor legítimo. Encontró detractores y aliados:

  • La masa del pueblo, en especial, la población urbana, y las capas bajas del clero secular se opusieron claramente a la dominación española.
  • En cambio, los terratenientes, los nobles y los mercaderes se mostraron dispuestos a aceptar como rey a Felipe II, ya que necesitaban del tesoro americano para su comercio ultramarino y con la anexión conseguirían una mayor protección frente a los ataques de los corsarios y los enemigos.

El cardenal Enrique murió en 1580. Felipe II comenzó a formar un ejército y puso a su frente al Duque de Alba. A mediados de año, invadió Portugal desde Badajoz y avanzó rápidamente hasta Lisboa. Al mismo tiempo, la flota hispánica, dirigida por el Marqués de Santa Cruz, fue estacionada en la desembocadura del Tajo. Lisboa cayó en agosto. Apenas en cuatro meses, todo Portugal fue ocupado.

En 1581, Felipe II fue reconocido oficialmente como rey en las Cortes de Thomar. Para evitar la oposición, realizó una serie de concesiones que difícilmente podría conseguir un reino conquistado:

  • Respeto y mantenimiento de la legislación portuguesa.
  • Compromiso de no celebrar Cortes fuera de Portugal.
  • Compromiso de nombrar como virreyes a portugueses o a miembros de la familia real.
  • Compromiso de nombrar exclusivamente a portugueses para los cargos administrativos, militares, navales y eclesiásticos.
  • Creación de un Consejo de Portugal, formado por juristas de origen luso, para la consulta de los asuntos portugueses.
  • Existencia de un ejército portugués para la defensa del Reino.
  • Compromiso de que el comercio colonial siguiese siendo realizado y administrado por portugueses.
  • Supresión de aduanas fronterizas entre Castilla y Portugal.
  • Compromiso de no implantar en Portugal los impuestos castellanos.

Tras la anexión de Portugal, Felipe II quedó como gobernante de una Península Ibérica unificada y como el señor de los dos mayores imperios coloniales. Así mismo, incrementó considerablemente su poder naval en el Atlántico y este engrandecimiento repentino provocó a sus enemigos, especialmente a Inglaterra.

Felipe II residió en Lisboa desde 1581 hasta 1583. Desde allí, viró el centro de su política hacia el Atlántico.

2.8. La revuelta de Aragón.

La autoridad de Felipe II en el Reino de Aragón fue débil desde el inicio de su reinado:

  • Respecto al poder ejecutivo, hubo de gobernar por medio de un virrey autóctono y con el apoyo del Consejo de Aragón, integrado por valencianos, aragoneses y catalanes.
  • En el plano legislativo, hubo de respetar sus fueros y privilegios, que eran defendidos celosamente por las Cortes y un comité permanente: la Diputación.
  • En el terreno judicial, si bien la justicia real era administrada por la Audiencia de Zaragoza, existía otro organismo competente, el Tribunal del Justicia, presidido por un magistrado vitalicio, el Justicia de Aragón, nombrado por la corona, y compuesto por 21 jueces (5 de designación real y 16 nombrados por las Cortes), que tenía potestad para intervenir en los procesos que afectaban a los nobles y a los funcionarios reales.

En 1588, Felipe II decidió afirmar su autoridad nombrando a un virrey no aragonés, el Marqués de Almenara. El nombramiento del virrey “extranjero” fue considerado un ataque contra los fueros y libertades del Reino, y acabó siendo recurrido ante el Tribunal del Justicia.

La situación se agravó considerablemente tras la llegada a Zaragoza de Antonio Pérez, huido de Castilla.

Veamos con más detalle el caso de Antonio Pérez, remontándonos a la década anterior.

Con la intención de hacerse indispensable para el monarca, el secretario de Estado quiso aprovecharse de las tensiones entre el rey y su hermanastro D. Juan de Austria. Pérez presentó como subversiva la actitud de D. Juan, gobernador de los Países Bajos, que estaba negociando de forma independiente con el papa y con el partido católico francés con el fin de ganar aliados para invadir Inglaterra.

D. Juan de Austria envió a la corte a su secretario personal, Juan de Escobedo, con el fin de aclararle al monarca sus planes y sus necesidades en los Países Bajos. Pérez temió que sus intrigas fuesen descubiertas y consiguió que Felipe II aprobase su propuesta de eliminar a Escobedo.

Tras el asesinato, el rumor popular le atribuyó el crimen a Pérez y la familia de Escobedo le denunció, con el apoyo del secretario Mateo Vázquez. En primera instancia, Felipe II se abstuvo de perseguir a Pérez.

No obstante, tras la muerte de D. Juan de Austria, el monarca pudo acceder a su documentación y conocer la licitud de sus intenciones. Así, comprendió el engaño de Pérez y en 1579 ordenó su arresto. No obstante, al tener documentación que comprometía al monarca en el asesinato de Escobedo, Pérez pudo moverse con libertad por los alrededores de Madrid.

En 1585, tras la confesión de uno de los asesinos, las acusaciones de los Escobedo y del secretario Vázquez se reforzaron, y Felipe II decretó un segundo arresto. Pérez fue acusado de traficar con cargos y secretos de Estado, y fue sentenciado a dos años de prisión y al pago de una inmensa multa. Aún así, Felipe II no pudo conseguir los documentos que le implicaban.

Años más tarde, en 1590, Felpe II volvió a juzgar a Pérez. Sometido a tortura, acabó confesando la autoría intelectual del asesinato. Pérez se dio cuenta de lo desesperada que era su situación y decidió escapar. Con la ayuda de su mujer, huyó de la prisión, se dirigió a Aragón con documentación comprometedora y solicitó la custodia de la cárcel del Tribunal del Justicia.

La coyuntura política favoreció a Pérez, ya que en Aragón la defensa de los fueros era un tema candente y el sentimiento nacionalista estaba dispuesto a enfrentarse a la corona con cualquier pretexto.

Pérez fue condenado a muerte en Madrid y en Aragón, el monarca le acusó ante el Tribunal del Justicia. Ante la lentitud del proceso judicial, Felipe II decidió retirar los cargos y acudió al único tribunal contra el que no podían prevalecer los fueros de Aragón o la autoridad del Justicia: la Inquisición. Pérez no era sospechoso de herejía, pero en 1591 el confesor real, Diego de Chaves, le acusó y fue llevado a la prisión del Santo Oficio en Zaragoza. Sus partidarios organizaron un tumulto, atacaron al virrey Almenara (que murió a consecuencia de las heridas), asaltaron la cárcel de la Inquisición y liberaron a Pérez, retornándole a la prisión del Justicia. Desde allí, Pérez urgió al pueblo a defender sus libertades con las armas y demostró un extraordinario talento en la organización de la resistencia a la autoridad real.

Felipe II ordenó la devolución de Pérez a la prisión del Santo Oficio. No obstante, en el intento, sus partidarios derrotaron a la guardia regia y pusieron en libertad al antiguo secretario de Estado. Entonces, los rebeldes se apoderaron de la ciudad, convenciendo al Justicia y a la Diputación del Reino para que apoyasen oficialmente la revuelta.

Fuera de Zaragoza, la nobleza y la mayoría de las ciudades apoyaron la causa real. Felipe II reunió un ejército que apenas halló oposición. Pérez y sus colaboradores huyeron al Béarn. El Justicia fue apresado y ejecutado. En 1592 finalizó la resistencia.

Sofocada la rebelión, en las Cortes de Tarazona de 1592, Felipe II logró las siguientes concesiones:

  • La facultad de nombrar virreyes “extranjeros”.
  • La disminución del poder de la Diputación del Reino.
  • La facultad de destituir al Justicia.
  • El control de los nombramientos de los miembros del Tribunal del Justicia.
  • El afianzamiento del poder de la Inquisición.

3. La política europea de Felipe II.

La política exterior de Felipe II tuvo tres frentes de acción principales:

  • La lucha contra el Islam en el Mediterráneo.
  • La revuelta de los Países Bajos.
  • El enfrentamiento con Inglaterra por el control del Atlántico.

3.1. La lucha contra el Islam en el Mediterráneo.

Felipe II heredó de su padre diversas obligaciones relacionadas con las posesiones bañadas por el Mediterráneo y el poder combinado del Imperio Otomano y de sus aliados norteafricanos:

  • Defender las posesiones del norte de África, Italia y España.
  • Proteger el comercio.
  • Proteger la armada naval.
  • Facilitar el abastecimiento de grano siciliano.
  • Detener la expansión turca hacia el Mediterráneo occidental.

Durante los primeros veinte años de su reinado, la principal preocupación de su política exterior fue la defensa y el contraataque frente al Islam en el Mediterráneo. La principal fuente del poder islámico era el Imperio Otomano, a cuya cabeza seguía Solimán el Magnífico. También constituían serias amenazas los estados norteafricanos, como Argel o Trípoli, pues sus corsarios infestaban el Mediterráneo occidental.

Tras la firma de la paz de Cateau-Cambrésis con Francia, ese mismo año 1559 Felipe II intentó tomar Trípoli, pero la campaña naval terminó con la derrota de Djerba. El desastre hizo comprender al monarca que su poder naval era insuficiente para asumir los compromisos anteriormente citados. Por ello, Felipe II inició un programa de largo alcance de reforma militar y naval, que tuvo dos líneas principales de actuación:

  • El rearme naval en los puertos y muelles de Sicilia, Nápoles y Catalunya.
  • El refuerzo de las fortalezas norteafricanas (como Orán) para disminuir la frecuencia de las expediciones de socorro y sus correspondientes costes.

Durante los años 60, la armada naval hispánica creció y fue logrando pequeños triunfos contra el Islam.

  • En 1563, las nuevas fuerzas navales de Felipe II fueron probadas con éxito repeliendo la ofensiva de Argel sobre Orán.
  • En 1565, la flota turca intentó tomar Malta. La reacción hispánica fue lenta pero eficaz, ya que la flota comandada por García Álvarez de Toledo (Marqués de Vilafranca del Bierzo) acabó rechazando a los otomanos.

A partir de 1565, el programa de construcción naval en Barcelona, Nápoles y Sicilia se intensificó y Felipe II empezó a sentirse preparado para pasar a la ofensiva en el Mediterráneo occidental (aunque no para enfrentarse directamente con los turcos).

En 1566 murió Solimán y fue sucedido por un sultán algo más débil, Selim II. Y ese mismo año, los Países Bajos empezaron a reclamar la atención de Felipe II, quien decidió reprimir por la fuerza el desafío a su autoridad. El desvío de fondos hacia Flandes le obligó a actuar con prudencia en el Mediterráneo.

Durante los años 1566, 1567 y 1568 el Mediterráneo se convirtió en un escenario secundario de guerra:

  • En 1566 Selim II sufrió fuertes pérdidas en el frente del Danubio y en 1568 firmó una tregua con el emperador para centrar su atención en un ataque contra Chipre y Venecia.
  • Y Felipe II, además del problema de los Países Bajos, se encontró en la Península con la revuelta de la Alpujarra. Por ello, durante 1569 y 1570, Felipe II no pudo ocuparse de la política mediterránea.

La acción volvió al Mediterráneo en 1570, cuando los turcos atacaron la posesión veneciana de Chipre. A instancias de Venecia, el papa Pío V promovió la formación de una Liga general contra el turco. Y Felipe II accedió a su petición, una vez que los Países Bajos quedaron sometidos bajo la mano de hierro del Duque de Alba y la revuelta de la Alpujarra fue sofocada por D. Juan de Austria.

La alianza militar definitiva entre la Santa Sede, Venecia y la Monarquía Hispánica fue firmada en 1571. D. Juan de Austria fue designado comandante en jefe de las fuerzas de la Liga y este optó por reunir toda la flota para ir a la búsqueda del enemigo y destruirle.

Las flotas turca y cristiana se encontraron el 7 de octubre de 1571 a la entrada del Golfo de Lepanto (hoy Golfo de Patras). 230 galeras turcas se enfrentaron a 208 cristianas. Pese a la desventaja numérica, la victoria de la Liga fue total gracias a una serie de factores:

  • La dirección de D. Juan de Austria.
  • El consejo de Luis de Requesens.
  • La potencia de los cañones de los galeones venecianos.
  • La excelencia de la infantería hispánica.
  • La adopción de mejores decisiones tácticas navales.

La victoria de Lepanto rompió el mito del poder naval turco y señaló el final del período de su supremacía en el Mediterráneo. No obstante, las consecuencias de la batalla no fueron decisivas.

Selim II se recuperó pronto de la derrota. En menos de un año logró reunir una flota de 220 embarcaciones y afianzar el apoyo de los corsarios norteafricanos.

Por el bando cristiano, la Liga acabó disolviéndose en 1573 por tres motivos:

  • La muerte de Pío V en 1572.
  • La falta de acuerdo en relación con los objetivos de la alianza entre la Monarquía Hispánica y Venecia.
  • Y la defección de Venecia, que negoció por su cuenta con los turcos.

Liberado del compromiso, Felipe II atacó y tomó Túnez en 1573. No obstante, los turcos la recuperaron en 1574. Y tras esta derrota, Felipe II abandonó la ofensiva y se marcó un objetivo menos costoso, la defensa de las posesiones mediterráneas, en un momento en que la situación de los Países Bajos y la vigilancia de Inglaterra aparecían como tareas más importantes.

Por su parte, la toma de Túnez fue la última gran victoria turca antes de la decadencia. En adelante, el sultán dirigió su atención hacia Persia. Y durante la década de los ‘80 ambas potencias firmaron sucesivas treguas.

3.2. La revuelta de los Países Bajos.

Desde su nombramiento por Carlos V como soberano de los Países Bajos, Felipe II defendió con tenacidad su autoridad sobre ellos fundamentalmente por dos motivos:

  • Por formar parte de su patrimonio, por herencia de sus antecesores
  • Por su gran valor económico:
    • Los Países Bajos eran el principal mercado de venta para muchos productos castellanos: lana y, en menor medida, sal, aceite, vino, frutas, azafrán y productos coloniales, como las especias, el azúcar, la cochinilla y el cuero.
    • También eran el lugar de procedencia de muchos de los productos que Castilla había de importar: telas, metales y productos metalúrgicos agrícolas o industriales, armas, mercurio para las minas de plata y, sobre todo, cereales y bastimentos navales.
    • Amberes era el mayor centro comercial y financiero de Europa.
    • Y aparte de su utilidad comercial y financiera, los Países Bajos eran una buena fuente de ingresos tributarios.

Las causas principales de sus problemas de gobierno fueron las siguientes:

  • El uso de métodos absolutos e intolerantes de gobierno.
  • La creciente presión fiscal.
  • La extensión del calvinismo.

A lo largo de su reinado, Felipe II colocó al frente de los Países Bajos a diferentes gobernadores. A continuación, analizaremos la trayectoria de los principales.

Gobierno de Margarita de Parma (1559-1567).

Tras la marcha de Felipe II de los Países Bajos en 1559, el monarca nombró regente a su hermanastra, Margarita de Parma, hija extramatrimonial de Carlos V, de madre flamenca y educada en los Países Bajos.

Su gobierno quedó muy mediatizado por las continuas órdenes de Felipe II y por las opiniones de tres consejeros (el cardenal Granvelle, el Conde de Berlaymont y el jurista Vigliers). La labor de estos hombres de confianza privó a los miembros del Consejo de Estado de los Países Bajos de cualquier responsabilidad de gobierno. Ante tal situación, diversos componentes de dicho Consejo, como Guillermo de Orange o los condes de Egmont y Horn, mostraron su disconformidad y encabezaron la oposición al gobierno de Felipe II.

Conocedora de su resentimiento, Margarita solicitó a Felipe II que le ordenase la adopción de medidas para suavizar la situación. El monarca atendió las súplicas de forma que en 1561 retiró los tercios y en 1564 destituyó al odiado Granvelle. Las concesiones llevaron a mayores exigencias y la resistencia a la autoridad real se extendió.

En 1566, la regente suavizó el cumplimiento de las leyes contra los herejes y limitó las actuaciones de la Inquisición, favoreciendo así el progreso del calvinismo. Ese mismo año sobrevino una crisis de subsistencia que, sumada a la moderación de la aplicación de las leyes antiheréticas, tuvo como consecuencia el surgimiento de desórdenes urbanos, en los que el furor calvinista se tradujo en el saqueo de iglesias y monasterios, y en la destrucción a gran escala de la iconografía católica.

No obstante, el movimiento de oposición frenó su ritmo de extensión por dos motivos:

  • La nobleza católica reaccionó en favor de la autoridad real y del catolicismo.
  • El apoyo popular cesó al terminar la crisis de subsistencia.

Los calvinistas se quedaron solos en la oposición, por lo que Margarita le recomendó al monarca la realización de concesiones religiosas para restaurar el orden. No obstante, Felipe II decidió imponer su autoridad y erradicar la herejía por medio de una política de represión total.

Gobierno del Duque de Alba (1566-1573).

A finales de 1566, Felipe II le encargó al Duque de Alba que formase un ejército con las tropas veteranas de Italia con el fin de desplazarse a los Países Bajos y asumir el gobierno. En el verano de 1567 entró en Bruselas y relevó en el cargo a Margarita.

Para cumplir con los dos objetivos reales, Alba creó un nuevo organismo, con poder e independencia respecto al Consejo de Estado y a otras instituciones autóctonas: el llamado Tribunal de los Tumultos (también conocido como Consejo de las Aflicciones o Tribunal de la Sangre).

Una vez iniciada la represión, Guillermo de Orange hubo de huir a Alemania, al tiempo que otros dignatarios nativos, como los condes de Egmont y Horn, eran arrestados. Orange reclutó un ejército y en 1568 atacó las fuerzas españolas, esperando despertar el apoyo de la nobleza y el pueblo. Alba reaccionó ejecutando a Egmont y Horn en Bruselas y derrotando a las tropas de Orange.

Tras asegurar así su posición, prosiguió su programa de represión política y religiosa sin misericordia alguna, siguiendo puntualmente las órdenes de Felipe II. Entre 1567 y 1573, el Tribunal de los Tumultos condenó a 12.000 personas, ejecutando o desterrando a más de 1.000. Pese a cumplir con los objetivos reales, su actuación fue generando un descontento aún mayor al existente antes de su llegaba a los Países Bajos.

Alba aprovechó su posición de fuerza para intentar incrementar los ingresos reales introduciendo nuevos impuestos sobre las ventas y las propiedades inmuebles, sin exenciones para las clases privilegiadas. Las nuevas medidas fiscales incrementaron el resentimiento contra su régimen y llevaron a la oposición a muchos que hasta entonces no habían sido partidarios de la autonomía política y religiosa.

La poderosa presencia del Duque de Alba tenía, no obstante, un talón de Aquiles. Las fuerzas reales no tenían ninguna cobertura naval. Y en 1572, los llamados “Mendigos del Mar” (marinos y pescadores de Zelanda, Holanda y Frisia, las provincias costeras del norte, convertidos en piratas, con bases en Inglaterra) capturaron las ciudades de Brielle (Den Briel) y Flessingue (Vlissingen) y en poco tiempo extendieron su dominio por las provincias septentrionales (Zelanda, Holanda, Utrecht, Güeldres y Frisia). Alba trató de aplastar la rebelión pero la falta de dinero para pagar a las tropas se lo impidió.

Gobierno de Luis de Requesens (1573-1576).

A finales de 1573, Felipe II decidió cambiar la orientación represiva del gobierno de los Países Bajos por una línea más conciliadora. El Duque de Alba fue destituido y reemplazado por Luis de Requesens. Tras analizar la situación, el nuevo gobernador le recomendó a Felipe II la adopción de las siguientes medidas:

  • El decreto de un perdón general.
  • La supresión del Tribunal de los Tumultos.
  • La abolición de los impuestos sobre las ventas.
  • Y la negociación con los rebeldes a través de los Estados Generales.

Felipe II aceptó las recomendaciones del gobernador, de forma que Requesens publicó un perdón general en 1574 y se ofreció a suprimir los impuestos sobre las ventas. Su oferta fue ignorada en el norte, por lo que acabó viéndose obligado a utilizar la fuerza para tomar los territorios dominados por los rebeldes. No obstante, de nuevo los problemas de pago provocaron motines y dificultaron, en gran medida, las actuaciones militares. En 1575, Felipe II tuvo que afrontar su segunda bancarrota…

En mayo de 1576 murió Requesens y la falta coyuntural de un gobernador favoreció la extensión de la rebelión. En noviembre de 1576 fue proclamada la Pacificación de Gante, que puso en pie de guerra a todos los Países Bajos contra el absolutismo extranjero. La rebelión se generalizó, al tiempo que los Estados Generales asumían la soberanía y la administración.

Gobierno de D. Juan de Austria (1576-1578).

Felipe II nombró gobernador de los Países Bajos a D. Juan de Austria, pese a su resistencia, ya que soñaba con un reino propio y los Países Bajos tenían fama de ser el cementerio de muchas carreras administrativas y militares. No obstante, finalmente accedió al creer que el nuevo destino podría servirle de trampolín para nuevos logros, como la conquista de Inglaterra y el acceso a su trono por medio de una boda con María Estuardo.

Felipe II le encomendó a D. Juan que restaurase la autoridad real y la religión católica, y que después, consolidase la paz realizando concesiones tales como retirar las tropas españolas o deshispanizar la administración.

D. Juan llegó a los Países Bajos a finales de 1576. Negoció con los rebeldes y firmó a principios de 1577 el Edicto Perpetuo, en el que para conseguir ser reconocido como gobernador y que los rebeldes respetasen la fe católica, se comprometía a licenciar sus tropas y a observar las libertades flamencas. D. Juan pretendía sacar las tropas por vía marítima en dirección a Inglaterra. Pero tanto Felipe II como los dirigentes de las provincias costeras de Holanda y Zelanda se negaron. Finalmente, las tropas reales salieron por el sur en dirección a Italia y D. Juan se quedó sin poder atacar Inglaterra y sin fuerza para imponer su autoridad en los Países Bajos.

De todas formas, la paz duró poco. A mediados de 1577, D. Juan ocupó la ciudad de Namur y solicitó a Felipe II la vuelta de los tercios. A principios de 1578, las tropas reales lograron la victoria de Gembloux, pero la falta de medios económicos y militares impidió a D. Juan proseguir su campaña.

Finalmente, D. Juan murió de tifus el 1 de octubre de 1578, a los 33 años.

Entonces, las diferencias internas escindieron a los partidarios de la rebelión en dos bandos:

  • Los burgueses, el pueblo llano y los calvinistas, encabezados por Guillermo de Orange, se hicieron fuertes en las provincias septentrionales.
  • La nobleza católica de las provincias meridionales retiró su apoyo al gobierno de los Estados Generales.

Gobierno de Alejandro Farnesio (1578-1592).

Tras la muerte de D. Juan de Austria, Felipe II nombró gobernador de los Países Bajos al duque de Parma, Alejandro Farnesio, y le dio el apoyo financiero y militar que le había faltado a su antecesor, gracias, sobre todo, al crecimiento de las remesas indianas.

En 1579, Farnesio acordó con los nobles católicos descontentos (que habían formado la Unión de Arrás) su vuelta a la obediencia real. Y por medio del Tratado de Arrás (17-5-1579), las provincias de Henao y Artois se reconciliaron con Felipe II, a cambio de la retirada de los tercios, el respeto de sus privilegios autóctonos y la exclusión de extranjeros en su gobierno.

Farnesio prometió retirar las fuerzas reales de las provincias que aceptasen el Tratado de Arrás, manteniéndolas en las que prosiguiesen la resistencia contra la Monarquía Hispánica (como el Brabante y Flandes). Así, gracias a sus habilidades diplomáticas y también, en ocasiones, a la fuerza militar, fue ganando aliados nobiliarios y reduciendo progresivamente los focos de resistencia en el sudoeste.

Por su parte, ese mismo año 1579, las siete provincias más septentrionales de los Países Bajos (Holanda, Zelanda, Utrecht, Geldern, Frisia, Groninga y Overijssel) formaron una coalición paralela: la Unión de Utrecht. Y en 1581 declararon formalmente su independencia de Felipe II mediante el Acta de abjuración.

Asegurado el sur, Farnesio dirigió las tropas reales hacia el norte y entre 1582 y 1587 tomó Brabante y Flandes. Particular importancia tuvo la rendición de Amberes en 1585. En cambio, no pudo consolidar avances en las provincias del noroeste (Holanda, Zelanda y Utrecht).

Farnesio murió en 1592 y sus sucesores no pudieron seguir con la conquista de las tierras bajas septentrionales.

Gobernadores posteriores.

Entre 1595 y 1598, la guerra con Francia dividió los esfuerzos de Felipe II. Este último año quiso asegurar la posición del sur de los Países Bajos, por lo que cedió el gobierno a su hija Isabel Clara Eugenia y a su yerno el archiduque Alberto de Austria.

La independencia de las Provincias Unidas sería reconocida oficialmente por la corona española en el Tratado de Münster, en 1648.

3.3. El enfrentamiento con Inglaterra por el control del Atlántico.

Las relaciones entre Inglaterra y la Monarquía Hispánica fueron deteriorándose de forma progresiva a lo largo del reinado de Felipe II por tres motivos principales:

  • Los ataques de los piratas ingleses tanto en el Canal de la Mancha como en las Indias Occidentales.
  • El apoyo inglés a los rebeldes de los Países Bajos.
  • La extensión de la herejía anglicana.

La piratería fue una de las formas que adquirió la guerra fría entre Inglaterra y la Monarquía Hispánica. Además, constituyó una fuente de grandes ganancias para las poblaciones marítimas inglesas (y también para las francesas y las holandesas), que supieron aprovecharse de la debilidad española en las aguas septentrionales.

Desde los años 60, las actividades piráticas en el Canal de la Mancha cortaron las comunicaciones entre la Península Ibérica y los Países Bajos, lo que dificultó en gran medida la llegada de dinero para pagar las campañas militares. En lugar de adoptar medidas defensivas, Felipe II prefirió hacer llegar sus quejas a Isabel I por la vía diplomática. Al no obtener respuestas satisfactorias, en ocasiones llegó a embargar los bienes de los barcos ingleses anclados en las costas hispánicas, pero la Reina Virgen le respondió confiscando los de los barcos españoles estacionados en puertos ingleses.

Años más tarde, la piratería inglesa se extendió también a las Indias Occidentales. La corona inglesa no aceptó las bulas alejandrinas ni se vio influida por el Tratado de Tordesillas, por lo que trató de conseguir beneficios de las Indias, rompiendo el monopolio hispánico. Las primeras aproximaciones comerciales fueron pacíficas. No obstante, la oposición hispánica propició que a partir de la década de los 70 la piratería fuese apoyada por la propia Isabel I. La frecuencia de los ataques ingleses fue creciendo progresivamente, destacando dos figuras: John Hawkins y Francis Drake. Este último realizó una gran expedición corsaria entre 1577 y 1580. Aprovechándose de la debilidad de las defensas y del factor sorpresa (provocado por las grandes distancias), fue atacando diversas plazas hispánicas en las costas atlántica y pacífica. Volvió a Inglaterra por Oriente (dando la segunda vuelta al mundo) e Isabel I le premió armándole caballero. La piratería generó un sentimiento de inseguridad entre los comerciantes hispánicos, que perdieron la confianza en la protección del gobierno.

Por otra parte, en relación con los Países Bajos, la corona inglesa tenía dos objetivos: evitar que cayesen en poder de Francia y eliminar o, al menos, limitar la fuerza el ejército español para prevenir una posible invasión de Inglaterra. Por ello, especialmente a partir de la década de los 70, Isabel I trató de fortalecer las posiciones rebeldes, ofreciendo a los “Mendigos del Mar” bases militares en la costa inglesa, asegurando los puertos más importantes con efectivos ingleses, o enviando dinero o tropas a las provincias septentrionales.

En tercer lugar, la extensión de la herejía en Inglaterra molestaba profundamente a Felipe II. No obstante, esta hostilidad religiosa no era causa suficiente para declarar la guerra al inglés. Felipe II prefirió utilizar otros medios para luchar contra el anglicanismo:

  • Mantener contacto con los católicos ingleses y promover su oposición a Isabel I.
  • Patrocinar seminarios en España y en los Países Bajos para la formación de sacerdotes católicos, preparados para trabajar en la “nueva evangelización” de Inglaterra.

Tras la anexión de Portugal, Felipe II empezó a pensar en atacar Inglaterra. Pese a la dificultad de la empresa, le animó la esperanza de contar con el apoyo de los católicos ingleses. En 1583 empezó a gestar la idea de la Armada Invencible. Recibió dos propuestas para invadir Inglaterra:

  • El Marqués de Santa Cruz le recomendó la formación en la Península de una flota de 150 embarcaciones, con 60.000 soldados, que permitiese una invasión naval directa, bajo su mando.
  • Alejandro Farnesio le aconsejó organizar un gran ejército (con 34.000 soldados) en los Países Bajos. Dicho contingente podría tomar primero las posiciones rebeldes, para facilitar la salida marítima. Y posteriormente, aprovechando el factor sorpresa, podría ser trasladado a Inglaterra en barcazas escoltadas por una escuadra de guerra.

En los años siguientes, los ataques ingleses en los Países Bajos y en las Indias crecieron. Las relaciones diplomáticas quedaron rotas a raíz de la expulsión del embajador español en Londres, Bernardino de Mendoza. E Isabel firmó un tratado de colaboración militar con las Provincias Unidas a cambio de poder colocar tropas en Brielle y Flessingue (los puertos más aptos para una posible invasión).

Tras la toma de Amberes en 1585, Felipe II volvió a ocuparse de la empresa de Inglaterra.

Teniendo en cuenta las propuestas de Santa Cruz y Farnesio, Felipe II diseñó el plan de ataque “mixto”. Farnesio concentraría el ejército en la costa flamenca, listo para embarcar en lanchones. Santa Cruz prepararía una flota de combate en Lisboa, que se enfrentaría con la marina inglesa y, además, transportaría infantería española. La armada se uniría con el ejército de Farnesio y lo escoltaría hasta el punto de invasión, cerca de la boca del Támesis. Una vez tomara tierra, Santa Cruz aseguraría sus comunicaciones por mar y podría hostigar a la flota inglesa.

El proyecto tenía varios puntos débiles:

  • La necesidad de entendimiento y sincronización entre el almirante y el general.
  • La falta en los Países Bajos dominados de un puerto de aguas profundas, capaz de albergar los galeones españoles, para proteger y escoltar los lanchones.
  • La calidad de las defensas terrestres y navales inglesas.

Con el apoyo de las remesas indianas (muy cuantiosas los años previos al ataque), de los impuestos castellanos y de los ingresos de origen eclesiástico (cruzada), Felipe II comenzó a preparar una “Gran Armada”, bajo la supervisión del Marqués de Santa Cruz y el gobernador general de Andalucía, el Duque de Medina Sidonia. Los preparativos se demoraron hasta 1588, año en que falleció el almirante Santa Cruz. El monarca decidió poner al frente del proyecto a Medina Sidonia (que no era marino, pero sí un buen gestor). Este terminó de organizar la Armada: 130 embarcaciones, 2.450 piezas de artillería y 22.000 soldados.

La escuadra partió finalmente de Lisboa en mayo de 1588. La flota inglesa recibió a la española en el estuario de Plymouth, pero no consiguió detener su avance por el Canal de la Mancha hacia los Países Bajos. Farnesio esperaba la llegada de la Armada en Dunkerque y Niewpoort para poder salir al mar con sus lanchas de transporte. No obstante, la profundidad del puerto de Dunkerque impidió a los galeones acercarse a la costa. Y las barcas holandesas bloquearon la salida de las lanchas de Farnesio. Los vientos y la flota inglesa presionaron a la española, que no pudo mantenerse frente a Dunkerque. Farnesio desembarcó sus tropas y regresó a Brujas. La Gran Armada navegó hacia el noreste y Medina Sidonia tuvo que ordenar el regreso a la Península Ibérica rodeando las Islas Británicas. Bordeando Irlanda perdió miles de hombres. Por fin, consiguió llegar a Santander el 23 de septiembre con la mitad de los buques y las tripulaciones muy mermadas.

El responsable del fracaso de la Armada fue el propio Felipe II, que dejó sin resolver el tema de la reunión de las fuerzas.

Pese a todo, el desastre no fue decisivo. La situación en el Atlántico no experimentó grandes cambios. Los ingleses y los holandeses siguieron dominando el Canal de la Mancha, y la Monarquía Ibérica siguió controlando la travesía transatlántica, pese al incremento de los ataques ingleses. Felipe II reconstruyó las flotas de las Indias, las protegió con más buques de guerra y reforzó las fortificaciones en las plazas americanas. La eficacia de las nuevas defensas quedó demostrada en 1595. Hawkins y Drake realizaron una expedición al Caribe. Fueron repelidos de Puerto Rico y Panamá y durante estas operaciones ambos líderes murieron enfermos de disentería. Si bien la estrategia de derrotar a Inglaterra había fracasado, al menos las comunicaciones y las defensas ultramarinas fueron más seguras en los diez últimos años del reinado.


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