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Marx contra el contractualismo

En la Introducción a la crítica de la economía política, justo en el punto en que es analizada la producción material, Marx abre fuego contra la tesis nuclear del contractualismo. En su concepto, los economistas clásicos invierten el punto de partida de la producción material, creen en la existencia del cazador y del pescador individuales y aislados, cuando el verdadero punto de partida es la existencia de individuos produciendo en sociedad, «por tanto, una producción de individuos socialmente determinada». Así, el contrato social de Rousseau es un «regreso a un estado de naturaleza mal comprendido», no pasa de una apariencia puramente estética. Lo que ocurre, en realidad, es una anticipación de la sociedad burguesa que se venía preparando desde el siglo XVI y que en el siglo XVIII estaba próxima a su madurez. La economía política clásica cae en la fe ciega de los «profetas del siglo XVIII» (los filósofos contractualistas), ya que cree en la existencia pasada del individuo, cuando, en verdad, éste es algo propio de la sociedad donde reina la libre competencia y producto de la descomposición de las formas feudales de vida. De este modo, piensa Marx, el contractualismo vende la idea de que el individuo, libre y racional, es un dato de la naturaleza y no un producto de la propia historia humana.

Marx afirma que cuanto más se adentra en el estudio de la historia, menos encuentra individuos aislados produciendo, los encuentra en la forma natural de la familia, en la tribu y las formas comunitarias procedentes de las fusiones de tribus.

Pero la época que da origen a este punto de vista, el del individuo aislado, es justo aquella en que las relaciones sociales alcanzaron su máximo grado de desarrollo. El hombre no sólo es un animal sociable, sino un animal que sólo en sociedad puede aislarse. La producción realizada al margen de la sociedad por el individuo aislado es una cosa tan absurda como seria el desarrollo del lenguaje sin la presencia de individuos viviendo y hablando en conjunto.

De este modo, vemos cómo la idea contractualista de un supuesto paso del “estado de naturaleza” para “el estado civil” se revela a los ojos de Marx como una falacia que hace derivar la totalidad social a partir de la suma de las partes. En este sentido, el holismo epistemológico de Marx, herencia de la tradición idealista hegeliana, no le permite aceptar la forma de argumentar del pensamiento contractual. Para quien entiende lo real como un proceso dialéctico de superación, el conjunto social, y sus relaciones, no puede ser explicado por el acuerdo entre los individuos. Marx piensa que “la totalidad social antecede lógica y existencialmente a eso que llama el individuo”. Sobre esta premisa, se puede entender por qué sólo la sociedad burguesa, basada en la propiedad privada y en la explotación del trabajo abstracto, pudo desarrollar la representación colectiva de individuos libres y racionales.*

*[Fuente: El Catoblepas]

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Los contractualistas

Como en la entrada anterior he comentado, los principales autores clásicos del contractualismo son Hobbes, Rousseau y Locke.

Aquí haré una comparativa entre Rousseau y sus predecesores en la teoría contractualista.

Primero compararé la idea del “estado de naturaleza” en estos tres autores:

  Hobbes
Asociabilidad por la fuerza de las pasiones
Locke
Sociabilidad por la fuerza de la razón
Rousseau
Sociabilidad aleatoria por la fuerza de las circunstancias
Estado de Naturaleza • El derecho natural es la libertad, en el sentido de no tener restricciones, para que todos busquen autoconservarse.
• La ley natural es el imperativo de buscar la autoconservación, por tanto su primera consigna es la búsqueda de la paz.
• El estado natural es una disposición de envidia, agresividad y codicia constante que conduce a la guerra. El miedo es la pasión que disuade la guerra y persuade la búsqueda de la paz.
• El estado de naturaleza es un estado de libertad dentro de los límites de la ley natural, la cual prohibe la destrucción de la persona y sus posesiones (una y otras conforman la propiedad en sentido amplio). Todo acontece en ausencia de un juez común.
• Todos tienen el poder ejecutivo de la ley natural para castigar al transgresor, exigirle que repare los daños y prevenir, así, daños futuros. «Puede ser destruido como un animal salvaje».
• La piedad y la autoconservación son virtudes naturales que se equilibran de forma mutua.
• Los seres humanos no son naturalmente enemigos, viviendo en su primitiva independencia, no mantienen, entre sí, una relación suficientemente constante para constituir un estado de paz o guerra.
• La guerra es una relación que se predica de los Estados. La guerra es generada por el poder de atracción que tienen las cosas (ambición) y no por relaciones propiamente humanas.

 

Las divergencias en torno al “contrato social”, núcleo de la argumentación contractualista, son las siguientes:

  Hobbes
Perspectiva de monarquía absoluta
Locke
Perspectiva de monarquía moderada o parlamentarista
Rousseau
Perspectiva de gobierno republicano
Contrato Social • La institución de la civitas intenta poner fin al estado de naturaleza. Se trata de una ruptura radical para superarlo.
• El pacto funda una persona (Estado) que puede usar la fuerza y los recursos de todos para asegurar la paz y la defensa común. El soberano, portador de la persona política, concentra plenos poderes sobre los súbditos.
• El estado civil es correctivo de la insostenible guerra de todos contra todos. Hobbes iguala estado de naturaleza y estado de guerra.
• Es un remedio para los inconvenientes del estado de naturaleza: ignorancia, ausencia de un juez conocido e imparcial.
• El pacto funda el cuerpo político sin que los asociados pierdan sus derechos propios del estado de naturaleza. Por eso, pueden reaccionar legítimamente contra los poderes despóticos. El legislativo y el ejecutivo no pueden ser arbitrarios con la vida y la fortuna de las personas.
• El estado civil es preventivo del estado de guerra. Locke no iguala estado de naturaleza y estado de guerra.
• El contrato social es la única alternativa que tiene el género humano para superar los obstáculos crecientes que le impiden mantenerse en el estado de naturaleza.
• Por el contrato entre todos los asociados (pueblo) nace el cuerpo moral (república). Así, el soberano es el pueblo y no el rey. Todo gobernante recibe su autoridad del acto primario que originó la voluntad general (interés común), por tanto está sometido a los límites de la ley.
• El estado civil perfecciona la libertad natural, basada en la fuerza, convirtiéndola en libertad civil, basada en la obediencia a la ley.
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El contractualismo

El contractualismo es una doctrina filosófico-jurídica que sostiene que la sociedad y el Estado nacen de un pacto. Ese pacto lo establecen los individuos que comienzan a ser parte de esa sociedad, dirigida por el Estado. Esta doctrina se opone a la idea de que la sociedad o el Estado son algo natural o preexistentes a la voluntad de los individuos.

En la antigüedad hubo algunas posturas que pueden considerarse cercanas a la idea del contractualismo, como la de los sofistas o Epicuro. Sin embargo, el contractualismo tal como se entiende normalmente es una corriente filosófica que se desarrolla en los siglos XVII y XVIII.

En general, el contractualismo considera que puede pensarse un estado previo a la institución de la sociedad civil o el Estado. Ese estado se denomina “estado de naturaleza” donde los hombres llevan una existencia peculiarmente individual y no tienen ninguna conciencia de grupo. Por alguna razón, se da un “contrato social”, es decir, un pacto de unión entre los hombres que forma la “sociedad civil”.

Quizá el primer autor que habla de forma expresa del contrato social sea Grocio, en su obra, escrita en 1620, De iure belli ac pacis. Grocio da una definición novedosa del concepto de derecho y habla del contrato social y del derecho a la resistencia, no obstante, para algunos críticos no puede considerarse un moderno, sino que sigue la tradición medieval.

Los nombres más conocidos, sin embargo, de la tradición contractualista son los de Hobbes, Locke y Rousseau, probablemente por la profundidad de sus pensamientos y por la influencia posterior de sus obras.

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¿Deísmo?

Como he señalado en una entrada anterior, Rousseau era deísta. Para conocer un poco más este concepto me serviré de la definición que de él nos ofrece la enciclopedia filosófica Symploké, a saber:

“Doctrina teológica que reconoce la existencia de un Dios único, pero le niega el gobierno y la providencia de los asuntos del Mundo. Según esta definición, Aristóteles, el fundador de la teología natural metafísica, debería ser clasificado retrospectivamente como deísta, al igual que Voltaire, Rousseau, Volney y otros muchos ilustrados del siglo XVIII (que no eran ni ateos, ni agnósticos, aunque generalmente eran anticlericales). El deísmo se mantiene al margen de las religiones positivas y, a lo sumo, admite una religión natural, sin dogmas, sin templos, sin sacramentos o sin sacerdotes.

Fue término acuñado en el siglo XVI por los socinianos para distinguirse de los ateos, y que Blas Pascal opone al ateísmo y al cristianismo. Kant lo identifica con el teísmo. En general se considera que el término designa a todas las doctrinas que niegan la religión revelada, considerada como mera superstición, y aceptan una religión natural en la que existe un Dios concebido como Arquitecto Supremo del Universo. Esta doctrina fue aceptada por ilustrados como Voltaire y Dionisio Diderot”.*

*Obtenido de “http://symploke.trujaman.org/index.php?title=De%EDsmo

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Libertad y alienación en Rousseau

“El hombre ha nacido libre y, sin embargo, vive en todas partes encadenado. Incluso el que se considera amo no deja de ser menos esclavo por ello que los demás”.

Con esta frase lapidaria comienza Rousseau el capítulo I de El Contrato Social. Estas palabras plantean de lleno el tema de la alienación. En efecto, si el hombre es por naturaleza libre, y no vive en libertad, es que la ha enajenado, reconociendo el propio Rousseau su ignorancia sobre la manera en que ha podido operarse esta transformación.

Se pregunta Rousseau qué puede imprimir a lo anterior el sello de legitimidad, diciendo que si no consideramos más que la fuerza, un pueblo que por aquella recobra su libertad, con el mismo derecho con que le fue arrebatada, prueba que fue creado para disfrutar de ella. No obstante, parece que hay algo contradictorio: el orden social que debe existir, derecho sagrado que sirve de base a todos los demás, si bien su fundamento no es natural, sino convencional, es decir, está basado en convenciones.

Cabe preguntarse si tal “derecho sagrado” —el orden social— es o no compatible con el derecho innato al hombre: la libertad. He aquí planteada la cuestión fundamental que Rousseau trata de contestar en las  páginas El Contrato social.

En el vídeo que aquí os presento se trata el concepto de alienación y libertad en Rousseau.

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Rousseau: ¿reaccionario?

El filósofo francés Michel Onfray en su último libro llamado Los ultras de las Luces (Anagrama, 2010), perteneciente a la serie Contrahistoria de la filosofía, hace una revisión desde una óptica heterodoxa y, por lo tanto libre de convencionalismos, al denominado Siglo de las Luces. En esta obra se rescatan pensadores apartados de la historia “oficial” de la filosofía, como son los filósofos materialistas Meslier o La Mettrie, o los utilitaristas, entre quienes nos encontramos a Maupertius, Helvecio y D’Holbach. Además muestra el lado más reaccionario de filósofos elevados a los altares por la academia como pueden ser Voltaire, Kant o Rousseau.

Puesto que estoy tratando la figura de Rousseau, me centraré en lo que Michel Onfray nos dice sobre el lado menos conocido del filósofo ginebrino. Para empezar, Onfray critica posturas adoptadas por Rousseau en su Discurso sobre la ciencia y las artes, donde expresa ideas tan poco ilustradas como el desprestigio de la invención de la imprenta, ya que, según Rousseau, era culpable de haber hecho posible la edición de tantos libros peligrosos; el odio al teatro, que reblandece la conciencia y el cuerpo; el elogio de la ignorancia; el interés por mantener al pueblo en la obediencia; la alerta contra todo deseo revolucionario; la defensa de la pena de muerte; la celebración de la rusticidad, el trabajo manual, la fe, la religión y la disciplina militar; “y todo eso acompañado de una crítica a los trabajos intelectuales, la filosofía y la metafísica. Un auténtico breviario de oscurantismo…” (pp. 23-24). Otro momento donde Rousseau, según el autor de Los ultras de las Luces, se retrata como un filósofo intolerante es cuando tilda de peligrosa la obra Del espíritu de Helvecio, en la que éste condena el fanatismo, la superstición y el despotismo. Rousseau en sus escritos siempre se mostró escéptico con las ideas materialistas o ateas, pero el caso de Helvecio es excepcional, pues no critica la religión en sí, ya que es deísta como el propio Rousseau.

En resumen vemos como el autor de El Contrato Social no era tan condescendiente con todo lo que representara el progreso de la sociedad. Aun así y respondiendo a la pregunta del título de esta entrada, pienso que aunque desarrolle ideas que no están muy en consonancia con “las Luces”, sino, como dice Onfray, con “las Luces pálidas”, no se puede tachar a Rousseau en su conjunto como un reaccionario, pues sería demasiado simplificador y no se estaría valorando realmente el resto de ideas que expresa en su obra.

Para finalizar, recomiendo encarecidamente la lectura de Los ultras de las Luces. En ella encontraréis a pensadores muy interesantes, los cuales fueron arrojados al vertedero de la historia por no adaptarse a los “cánones oficiales”.

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La educación. El “Emilio”

Rousseau en el Emilio construye todo un itinerario pedagógico para moldear al nuevo hombre del pacto social. El principio que guía esta novela pedagógica no es la libertad caprichosa y desordenada, sino una “libertad bien dirigida”. Para este objetivo, “no hay que criar un niño cuando no se le sabe conducir adonde se quiera, mediante las únicas leyes de lo posible y lo imposible, cuyas esferas –que le resultan igualmente desconocidas- pueden ensancharse o estrecharse en torno a él, como se prefiera. Se le puede encadenar, empujar o retener sin que se queje, sólo a través de la voz de la necesidad; y se le puede volver manso y dócil sólo por fuerza de las cosas, sin que ningún vicio tenga ocasión de germinar en su corazón, porque jamás se encienden las pasiones cuando sus efectos resultan vanos”.

Esta serie de criterios y de artificios sirven a Rousseau, a través del preceptor de la novela, para facilitar el ordenado desarrollo de todas las potencialidades humanas. El amor de sí mismo tiene que transformarse en amor a la comunidad y convertirse en amor a los otros; las pasiones, que “son los instrumentos de nuestra conservación”, deben transformarse en estrategias de defensa de la comunidad; los instintos deben madurar hasta el punto de ofrecer densidad y espesor a la razón, a la que le corresponde guiar la vida comunitaria. Para ello, el itinerario educativo tiene que ser gradual y respetar las fases de desarrollo.

Antes que nada, el preceptor no debe considerar al niño como un adulto en miniatura. “La infancia posee modos de ver, de pensar y de sentir que son especiales; nada resulta mas necio que querer substituirlos por los nuestros”. Respetando esta fase (que va desde el nacimiento hasta los doce años) es preciso atender al ejercicio inteligente de los sentidos. Rousseau escribe: “Las primeras facultades que se forman y se perfeccionan en nosotros son los sentidos, que deberían ser los primeros en cultivarse y que en cambio son olvidados o relegados de todo. Ejercitar los sentidos no sólo quiere decir usarlos, sino aprender a juzgar correctamente a través de ellos, aprendiendo a sentir, para que sólo sepamos tocar, ver y oír del modo que hayamos aprendido”. Esto justifica la exigencia de educar al niño a desarrollar libremente la necesidad de moverse, jugar y tomar posesión del propio cuerpo.

Desde los doce hasta los quince años hay que desarrollar una educación intelectual, orientando la atención del muchacho hacia las ciencias, desde la física hasta la geometría y la astronomía, pero a través de un contacto directo con las cosas, con el fin de que se capten las regularidades de la naturaleza, y por lo tanto su necesidad. Más que enseñar la ciencia, hay que educar para crearla, respetando los ritmos a los que se ajusta la vida, y sin perturbarla.

Desde los quince hasta los veintidós años la atención debe centrarse en la dimensión moral, en el amor al prójimo, en la necesidad de compadecerse ante los sufrimientos del prójimo y de esforzarse en aliviarlos, en el sentido de la justicia y por tanto en la dimensión social y comunitaria de la vida individual, con la que comienza el ingreso efectivo en el mundo de los deberes sociales.

Es cierto que “los primeros movimientos de la naturaleza siempre son honrados, y en el corazón humano no se da una perversidad original”, pero también es cierto que el mal se introduce en el corazón del hombre por obra de la sociedad. A esto se deben las distintas modalidades del itinerario pedagógico, que debe preparar para la vida social y sustraer al educando de las actitudes negativas, egoístas y conflictivas, que es preciso ir eliminando gradualmente en el marco del nuevo Contrato Social. La educación constituye el camino hacia la sociedad renovada, con todo su rigor y toda su expansión social, impidiendo de raíz toda forma de egoísmo y toda forma de ansiedad ante el futuro.

La pedagogía de Rousseau recibe nueva luz en el marco del Contrato Social, dentro de una renovada vida política como la que encarna el preceptor del Emilio.

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El hombre en “estado de naturaleza”. El mito del “buen salvaje”

Rousseau se mostró como un crítico radical de la sociedad de su época, a la que consideraba viciada por la maldad. De ahí que en su obra se refleje una nostalgia por un tipo de relaciones sociales mediante las cuales se pudieran recuperar los sentimientos más profundos del ser humano. El producto más evidente de esta nostalgia de Rousseau es la formulación de la hipótesis del hombre natural, el cual era originariamente íntegro, biológicamente sano y moralmente recto; por lo tanto, no malvado, no opresor, justo. El hombre no era malvado e injusto, sino que se convertía en tal, y su desequilibrio no era algo originario sino algo derivado, de carácter social. El mal es un elemento fortuito dentro de la historia. En el Discurso sobre la desigualdad, Rousseau afirma que estas circunstancias fortuitas son las “que perfeccionaron la razón humana deteriorando la especie, convirtiendo al hombre en malo al hacerlo sociable, y acabando por lleva al hombre y al mundo al punto en que lo vemos”.

 Rousseau amaba y odiaba a los hombres. Los odiaba por aquello en que se habían convertido, los amaba por lo que son en los más profundo. La pureza moral, el sentido de la justicia y el amor forman parte de la pureza del hombre, mientras que la mentira y la tupida red de relaciones alienantes son resultado de aquella superestructura que se ha ido formando a lo largo de una serie de alejamientos de las necesidades y las inclinaciones originarias. El estado de naturaleza, más que una realidad que se pueda fechar históricamente, es una hipótesis de trabajo a la que llega Rousseau ahondando sobre todo dentro de sí mismo, y que utiliza para captar, según él, lo que el caminar a lo largo de la historia ha ido oscureciendo y reprimiendo.

El tema del retorno a la naturaleza impregna todos los escritos del filósofo ginebrino. Sobre este pensamiento ejerció un influjo evidente el mito del “buen salvaje”, que se había difundido en la literatura a partir del siglo XVI, cuando comienza la idealización de los pueblos primitivos y la apología de la vida salvaje, como consecuencia de los grandes descubrimientos geográficos. En el siglo XVIII, cuando la vida social y sus “corrompidas costumbres” se ven sometidas a la crítica de la razón, el gusto por las costumbres exóticas y la fascinación ante todo lo que se presentaba como ajeno a la civilización europea se fueron acentuando y difundiendo. Rousseau estudio con pasión estos pueblos “primitivos” y sus análisis fueron de un enorme interés. En el Discurso sobre las ciencias afirma: “Los salvajes no son malos porque no saben que son buenos: no es el aumento de las luces ni el freno de la ley lo que les impide hacer el mal, sino la calma natural de sus pasiones y la ignorancia del vicio”. Por lo tanto, se trata de un estado más acá del bien y del mal. Si se la deja desarrollarse libremente, la naturaleza conduce al triunfo de los sentimientos, no de la razón, y del instinto, no de la reflexión, de la autoconservación o de la superchería.

Aunque Rousseau mira con nostalgia hacia ese pasado, su atención se dirige hacia el hombre actual, corrompido e inhumano. No se puede hablar de primitivismo o de culto a la barbarie, porque Rousseau conoce cuáles son las fronteras de dicho estado vital.

El mito del “buen salvaje” es, sobre todo, una especie de categoría filosófica, una norma evaluadora que sirve para condenar el aparato histórico-social que ha amortiguado la riqueza pasional del hombre, al igual que la espontaneidad de sus sentimientos más profundo.