LA INVENCIBLE, 1588

¿Por qué fracasó?
A finales de mayo de 1588, una impresionante flota abandonaba el Tajo con rumbo a Inglaterra. Su finalidad era invadir el reino gobernado por Isabel Tudor y, tras derrocar a la hija de Enrique VIII, reimplantar el catolicismo. En apariencia, la empresa no podía fracasar pero al cabo de unos meses se convirtió en un sonoro desastre.

Las causas fueron identificadas por Felipe II con “los elementos” adversos mientras que los ingleses las atribuyeron a su flota supuestamente dotada de una mayor pericia que la ostentada por la española. Tampoco han faltado los que han buscado un elemento sobrenatural que ha ido de la acción de las brujas inglesas a la intervención directa de Dios castigando la posible soberbia española o protegiendo la Reforma. Sin embargo, por encima de consideraciones trascendentes, ¿por qué fracasó la Armada invencible?

A finales de mayo de 1588, una armada española de impresionantes dimensiones descendía por el Tajo. Dos días fueron necesarios para que la flota —que contaba con más de 130 navíos entre los que se hallaban sesenta y cinco galeones— se agrupara en alta mar. El propósito de aquella extraordinaria agrupación que llevaba a bordo treinta mil hombres era atravesar el canal de la Mancha y reunirse en la costa de Flandes con un ejército mandado por el duque de Parma. Una vez realizada la conjunción de ambos ejércitos, la flota se dirigiría hacia el estuario del Támesis con la intención de realizar un desembarco y marchar hacia Londres. De esa manera, las tropas españolas procederían a derrocar a la reina Isabel I Tudor para, acto seguido, reinstaurar el catolicismo. No sólo se asestaría un golpe enorme al protestantismo sino que además Felipe II vería favorecida su situación en los Países Bajos donde una guerra que, aparentemente, iba a durar poco estaba drenando peligrosamente los recursos españoles.

Para el verano de 1588, Inglaterra y España llevaban en un estado de guerra no declarada casi cuatro años. En 1584, precisamente, el duque de Parma, al servicio de Felipe II, había asestado un terrible golpe a los rebeldes holandeses al conseguir que unos agentes a su servicio asesinaran al príncipe de Orange. Por un breve tiempo, pareció que la causa de los flamencos estaba perdida y que el protestantismo podría ser extirpado de los Países Bajos. Sin embargo, justo en esos momentos, Isabel de Inglaterra decidió ayudar a los holandeses con tropas y dinero. La acción de Isabel implicó un notable sacrificio en la medida en que sus recursos eran muy escasos pero a la soberana no se le escapaba que un triunfo católico en Flandes significaría su práctico aislamiento, aislamiento aún más angustioso dada la pena de excomunión que contra ella había fulminado el papa al fracasar los intentos de casarla con un príncipe francés o con el propio Felipe II trayendo así a Inglaterra nuevamente a la obediencia al papa. La ayuda inglesa —a pesar de sus deficiencias— resultó providencial para los flamencos y a este motivo de encono se sumó que en 1587 Isabel ordenara ejecutar a María Estuardo, reina escocesa de la que pendía la posibilidad de una restauración del catolicismo en Inglaterra y sobre la que giraba una conjura católica que pretendía asesinar a la soberana inglesa. A todo lo anterior, se sumaban las acciones de los corsarios ingleses —especialmente Francis Drake—, que en 1586 lograron que no llegara a España ni una sola pieza de plata de las minas de México o Perú precisamente en una época en que las finanzas de Felipe II necesitaban desesperadamente los metales de las Indias.


La reina inglesa fué la mayor beneficiaria del triunfo, ya que su dudosa popularidad y su gobierno se revalorizaron como la espuma tras “frenar” la invasión española.

La posibilidad de que la invasión tuviera éxito no se le escapaba a nadie. De hecho, el papa Sixto V ofreció a Felipe II la suma de un millón de ducados de oro como ayuda para la expedición y, por otra parte, resultaba obvio que el poder inglés era muy menguado si se comparaba con el español. A la sazón, las nunca bien establecidas finanzas de Inglaterra pasaban uno de sus peores momentos y, de hecho, aunque las noticias de la expedición española no tardaron en llegar, no se tomaron medidas frente a ella fundamentalmente porque no había fondos. Por si fuera poco, en los cinco años anteriores no se había gastado ni un penique en mejorar las defensas costeras. Sin embargo, la realidad no era tan sencilla y, desde luego, no se le ocultaba ni a Felipe II ni a sus principales mandos.

Hacia finales de junio, unas cuatro semanas después de que la Armada hubiera dejado el Tajo, el duque de Medina Sidonia, que estaba al mando de la expedición y que acababa de sufrir la primera de las tormentas con que se enfrentaría en los siguientes meses, viéndose obligado a buscar refugio en La Coruña, escribió a Felipe II señalándole que muy pocos de los embarcados tenían el conocimiento o la capacidad suficientes para llevar a cabo los deberes que se les habían encomendado. En su opinión, ni siquiera cuando el duque de Parma se sumara a sus hombres tendrían posibilidades de consumar la empresa. Semejante punto de vista era el que había sostenido el mismo duque de Parma desde hacía varios meses. En marzo, por ejemplo, había comunicado a Felipe II que no podría reunir los 30.000 hombres que le pedía el rey y que incluso si así fuera se quedaría con escasas fuerzas para atender la guerra de Flandes. Dos semanas más tarde, Parma volvió a escribir al rey para indicarle que la empresa se llevaría a cabo ahora con mayor dificultad. No sólo eso. En las primeras semanas de 1588, el duque de Parma había propuesto entablar negociaciones de paz con Isabel I, una posibilidad que la reina había acogido con entusiasmo dados los gastos que la guerra significaba para su reino y que hubiera podido acabar en una solución del conflicto entre ambos permitiendo a Felipe II ahogar la revuelta flamenca. Sin embargo, el monarca español no estaba dispuesto a dejarse desanimar —como no se había desanimado cuando en febrero de 1588 murió el marqués de Santa Cruz, jefe de la expedición, y hubo que sustituirlo deprisa y corriendo por el duque de Medina Sidonia— ni por el pesimismo de sus mandos ni tampoco por las noticias sobre el agua corrompida, la carne podrida y la extensión de la enfermedad entre las tropas. Ni siquiera cuando el embajador ante la Santa Sede le informó de que el papa “amaba el dinero” y no pensaba entregar un solo céntimo antes de que las tropas desembarcaran en Inglaterra, dudó de que la expedición debía continuar su camino. A fin de cuentas, el cardenal Allen había asegurado a España que los católicos ingleses —a los que Isabel, deseosa de reinar sobre todos los ciudadanos y evitar un conflicto religioso como el que Felipe II padecía en Flandes, había concedido una amplia libertad religiosa inexistente para los disidentes en el mundo católico— se sublevarían como un solo hombre para ayudar a derrocar a la reina. Así, en contra de los deseos de Medina Sidonia, Felipe II ordenó que la flota prosiguiera su camino.

El 22 de julio, la armada española se encontró con otra tormenta, esta vez en el golfo de Vizcaya. El 27, la formación comenzó a descomponerse por acción del mar y al amanecer del 28, se habían perdido cuarenta navíos. Durante veinticuatro horas no se tuvo noticia de ellos pero, finalmente, uno consiguió llegar al lugar donde se encontraba el grueso de la flota para indicar dónde se hallaban los restantes barcos. Por desgracia para Medina Sidonia, ese grupo de embarcaciones fue avistado por Thomas Fleming, el capitán del barco inglés Golden Hind, que inmediatamente se dirigió a Plymouth para dar la voz de alarma. Allí llegaría el viernes 29 de julio encontrándose con Francis Drake que, a la sazón, jugaba a los bolos. La leyenda contaría que Drake habría dicho que había tiempo para acabar la partida y luego batir a los españoles. No es seguro pero de lo que cabe poca duda es de que para la flota española fue una desgracia el que la descubrieran tan pronto. Mientras las naves de Medina Sidonia bordeaban la costa de Cornualles, pasaban Falmouth y se encaminaban hacia Fowey, los faros ingleses daban la voz de alarma.
A finales de julio de 1588 mientras las naves de Medina Sidonia bordeaban la costa de Cornualles, pasaban Falmouth y se encaminaban hacia Fowey, los faros ingleses daban la voz de alarma. Para la flota inglesa, la llegada de los españoles significó una desagradable sorpresa.
Habían especulado con la idea de atacar la Armada mientras se hallaba fondeada en La Coruña —una idea defendida por el propio Drake— y ahora los navíos de Medina Sidonia estaban a la vista de la costa cuando distaban mucho de poder considerarse acabados los preparativos de defensa. Ahora, lo quisieran o no, los navíos ingleses no tenían otro remedio que enfrentarse con los españoles e intentar abortar el desembarco. El domingo 31 de julio, hacia las nueve de la mañana, mientras la Armada avanzaba por el canal de la Mancha en formación de combate, un barco inglés llamado Disdain navegó hasta su altura y realizó un único disparo. En el lenguaje de la época aquel gesto equivalía al lanzamiento de un guante previo al inicio del combate. Aquel día, la flota española —la vencedora de Lepanto— iba a descubrir que en tan sólo unos años su táctica se había quedado atrasada.

La Armada española se desplazaba en forma de V invertida. Ese tipo de formación no sólo permitía enfrentarse con ataques lanzados desde ambos flancos sino que además, situando los galeones en las alas, facilitaba entablar combate con las naves enemigas que, finalmente, eran abordadas por los infantes españoles, a la sazón los mejores de Europa. Esa forma de combate naval había dado magníficos resultados en el pasado y de manera muy especial en Lepanto, pero durante los años siguientes los españoles no habían reparado en los avances de la guerra naval. Sus cañones tenían un calibre inferior al de los ingleses, sus proyectiles eran de peor calidad, sus naves —aunque impresionantes— eran más lentas en la maniobra y, sobre todo, su formación implicaba un tipo de maniobra que, en realidad, repetía en el mar la disposición de las fuerzas de tierra. Para sorpresa suya, los barcos ingleses se acercaban en una formación nunca vista, es decir, en una sola fila, lo que llevó a pensar que debía existir otra fila que podía aparecer en cualquier momento. Para colmo, a diferencia de los turcos de Lepanto, los ingleses no se acercaban hasta los barcos enemigos buscando el combate casco contra casco sino que disparaban y, a continuación, se retiraban evitando precisamente que se produjera el abordaje. El enfrentamiento resultó desconcertante pero no puede decir que fuera adverso para los españoles. De hecho, cuando concluyó, la Armada estaba intacta y prácticamente no había recibido ningún daño de importancia. Al final de la jornada, dos navíos españoles se verían fuera de combate pero la razón fue una colisión entre ellos.

Al amanecer del día siguiente, la flota española había llegado hasta Berry Head, el extremo suroriental de la bahía de Tor. A esas alturas, Lord Howard, el almirante inglés, contaba con refuerzos considerables y hubiera podido atacar a la Armada pero sir Francis Drake, al que se había conferido el honor de llevar la luz que indicaba a los otros barcos la ruta que debían seguir, se lo impidió. Drake, corsario más que otra cosa, había previsto la posibilidad de capturar una presa y se había apartado de la flota inglesa sin encender una luz que habría puesto sobre aviso a su potencial captura. El resultado fue que el resto de la flota se mantuvo inmóvil y tan sólo el buque insignia de Lord Howard y un par de barcos más persiguieron a los españoles. Drake, efectivamente, capturó el barco español pero la flota inglesa no se reagrupó antes del mediodía y ni siquiera entonces llegó a hacerlo correctamente. Esa circunstancia fue captada por la flota española y Medina Sidonia decidió junto con la mayoría de sus mandos aprovecharla para asestar un golpe de consideración a los ingleses. Para llevar a cabo el ataque, resultaba esencial la participación de las galeazas que estaban al mando de Hugo de Moncada, el hijo del virrey de Cataluña. Sin embargo, Moncada no estaba dispuesto a colaborar. Tan sólo unas horas antes, Medina Sidonia le había negado permiso para atacar a unos barcos ingleses y ahora Moncada decidió que respondería a lo que consideraba una ofensa con la pasividad. Ni siquiera el ofrecimiento de Medina Sidonia de entregarle una posesión que le produciría 3.000 ducados al año le hizo cambiar de opinión. Se trató, no puede dudarse, de un acto de desobediencia deliberada y de no haber muerto Moncada unos días después seguramente hubiera sido juzgado pero, en cualquier caso, el mal ya estaba hecho. Cuando, finalmente, se produjo la batalla, los ingleses se habían recuperado.

Poco después del amanecer del 2 de agosto de 1588, Lord Howard dirigió su flota hacia la costa de Pórtland Bill en un intento de desbordar el flanco español que daba sobre tierra, pero Medina Sidonia lo captó impidiéndolo. Durante las doce horas que duró la lucha, los españoles hicieron esfuerzos denodados por abordar a los barcos enemigos y en alguna ocasión estuvieron a punto de conseguirlo. No lo lograron pero tampoco pudo la flota inglesa, a pesar de los intentos de Drake, causar daños a la española. Cuando concluyó la batalla, la Armada se reagrupaba con relativa facilidad, no había perdido un solo barco y continuaba su rumbo para encontrarse con el duque de Parma y, ulteriormente, desembarcar en Inglaterra. A decir verdad, esta última parte de la operación era la que seguía mostrándose angustiosamente insegura. La noche antes de la batalla de Pórtland Bill, el duque de Medina Sidonia había despachado otro mensajero hasta el duque de Parma y para cuando se produjo el combate ya eran dos los correos españoles que se habían entrevistado con él. Las noticias no eran, desde luego, alentadoras porque el duque de Parma no tenía a su disposición ni las embarcaciones ni las tropas necesarias.

Sin embargo, los ingleses carecían de esta información y para colmo de males al hecho de no haber causado daño alguno a la Armada se sumaba el agotamiento de sus reservas de pólvora y proyectiles y el pesimismo acerca de la táctica utilizada hasta entonces. Mientras sus navíos se rearmaban, Lord Howard convocó un consejo de guerra para decidir la manera en que proseguiría la lucha contra la Armada. Finalmente, se decidió dividir las fuerzas inglesas en cuatro escuadrones —mandados por Lord Howard, Drake, Hawkins y Frobisher— que atacarían a las fuerzas españolas para romper su formación y así impedir su avance hacia el este. La nueva batalla duró cinco horas —desde el amanecer hasta las diez de la mañana— y los ataques ingleses tuvieron el efecto de empujar a la flota española con un rumbo norte-este —un hecho que muchos han interpretado como una hábil maniobra, ya que hubiera significado empujar a la flota enemiga contra una de las zonas más peligrosas de la costa— pero Medina Sidonia captó rápidamente el peligro y evitó el desastre. Ciertamente, la Armada no había sufrido daños pero se vio desplazada al este del punto donde Medina Sidonia deseaba esperar noticias del duque de Parma y, finalmente, el mando español decidió seguir hacia el este hasta encontrarlo. Ya eran cinco los días que ambas flotas llevaban combatiendo y con sólo un par de barcos españoles fuera de combate y ninguno hundido, la moral de los ingleses estaba comenzando a desmoronarse.

Medina Sidonia se dirigió entonces hacia Calais con la idea de encontrarse posteriormente con el duque de Parma a siete leguas, en Dunkerque y desde allí atacar Inglaterra. Sin embargo, Medina Sidonia seguía abrigando dudas y volvió a enviar un mensajero al duque de Parma con la misión de informarle de que si no podía acudir con tropas, por lo menos enviara las lanchas de desembarco.

El descanso en Calais significó un verdadero respiro para la flota española. Francia, a pesar de ser una potencia católica, mantuvo en relación con la expedición de la Armada una actitud relativamente similar a la adoptada con ocasión de Lepanto. No obstante, en este caso la población tenía muy presente los siglos de lucha contra Inglaterra y simpatizaba con los españoles. El gobernador de Calais —antigua plaza inglesa en suelo francés— no tuvo ningún reparo en permitir que la flota española fondeara y se surtiera de lo necesario. El domingo 7 de agosto, llegó a Calais uno de los mensajeros enviados por Medina Sidonia al encuentro del duque de Parma. Las noticias no por malas resultaban inesperadas. El duque de Parma no estaba en Dunkerque, donde además brillaban por su ausencia los barcos, las municiones y las tropas esperadas. La situación era preocupante y Medina Sidonia decidió enviar en busca del anhelado duque a don Jorge Manrique, inspector general de la Armada.

Advertido por el sobrino del gobernador de Calais de que la Armada se hallaba anclada en una zona de corrientes peligrosas y de que sería conveniente que buscara un abrigo más adecuado, Medina Sidonia volvió a poner en movimiento la flota. La decisión la tomó precisamente cuando la flota inglesa, ya dotada de refuerzos y aprovisionamientos, llegaba a las cercanías de Calais con un plan especialmente concebido para dañar a la hasta entonces invulnerable Armada. Iba a dar comienzo la denominada batalla de Gravelinas, la más importante de toda la campaña.

El domingo 7 de agosto de 1588 llegó a Calais uno de los mensajeros enviados por Medina Sidonia al encuentro del duque de Parma. Las noticias no por malas resultaban inesperadas. El duque de Parma no estaba en Dunkerque, donde además brillaban por su ausencia los barcos, las municiones y las tropas esperadas.
La moral de las fuerzas españolas había comenzado a descender de tal manera que Medina Sidonia hizo correr el rumor de que las tropas del duque de Parma se reunirían con la Armada al día siguiente. Para colmo de males, en torno a la medianoche, se descubrió un grupo de ocho naves en llamas que se dirigían hacia la flota. No se trataba sino de las conocidas embarcaciones incendiarias que podían causar un tremendo daño a una flota y que los ingleses habían enviado contra la Armada. La reacción de Medina Sidonia fue rápida y tendría que haber bastado para contener las embarcaciones. Sin embargo, cuando la primera de las embarcaciones estalló al ser interceptada, los españoles pensaron que se debía a Federico Giambelli, un italiano especializado en este tipo de ingenios, y emprendieron la retirada. Lo cierto, no obstante, es que Giambelli ciertamente se había pasado a los ingleses pero no tenía nada que ver con aquel lance y, de hecho, se encontraba construyendo una defensa en el Támesis que se vino abajo con la primera subida del río. Para remate, un episodio que podría haber concluido con un éxito de la Armada tuvo fatales consecuencias para ésta. Ciertamente, ni uno de sus barcos resultó dañado pero la retirada la alejó del supuesto lugar de encuentro para no regresar nunca a él.


Oficiales de la marina inglesa. Los ingleses demostraron una mayor pericia marinera, lo cual no fué, ni mucho menos, determinante en la victoria. Ilustración de Richard Hook

De hecho, para algunos historiadores a partir de ese momento la campaña cambió totalmente de signo. Posiblemente, este juicio es excesivo pero no cabe duda de que cuando amaneció, la Armada se hallaba en una delicada situación. Con la escuadra inglesa en su persecución y sin capacidad para maniobrar sin arriesgarse a encallar en las playas de Dunkerque, Medina Sidonia tan sólo podía intentar que el choque fuera lo menos dañino posible. Una vez más, el duque —que no contaba con experiencia como marino— dio muestras de una capacidad inesperada. No sólo hizo frente a los audaces ataques de Drake sino que además resistió con una tenacidad extraordinaria que permitió a la Armada reagruparse. Con todo, quizá su mayor logro consistió en evitar lanzarse al ataque de los ingleses descolocando así una formación que se hubiera convertido en una presa fácil. Aunque no le faltaron presiones de otros capitanes que insistían en que aquel comportamiento era una muestra de cobardía, Medina Sidonia lo mantuvo minimizando extraordinariamente las pérdidas españolas.

La denominada batalla de Gravelinas iba a ser la más importante de la campaña y, tal y como narrarían algunos de los españoles que participaron en ella, las luchas artilleras que se presenciaron en el curso de la misma superaron considerablemente el horror de Lepanto. Fue lógico que así sucediera porque, al fin y a la postre, Lepanto había sido la última gran batalla naval en la que sobre las aguas se había reproducido el conjunto de movimientos típicos del ejército de tierra. Lo que sucedió en Gravelinas el lunes 8 de agosto fue muy distinto. Mientras los ingleses hacían gala de una potencia artillera muy superior, incluso incomparable, los españoles evitaron la disgregación de la flota y combatieron con una dureza extraordinaria, el tipo de resistencia feroz que los había hecho terriblemente famosos en todo el mundo. Estas circunstancias explican que cuando concluyó la batalla, la Armada sólo hubiera perdido tres galeones, lo que elevaba sus pérdidas a seis navíos. Mayores fueron las pérdidas humanas alcanzando los seiscientos muertos, los ochocientos heridos y un número difícil de determinar de prisioneros. Los ingleses perdieron unos sesenta hombres y ningún barco. La fuerza de la Armada seguía en gran medida intacta pero sin municiones y sin pertrechos —como, por otro lado, les sucedía a los ingleses que no pudieron perseguirla— la posibilidad de continuar la campaña estaba gravemente comprometida.

Por si fuera poco, el martes 9 de agosto, la Armada tuvo que soportar una tormenta que la colocó en la situación más peligrosa desde que había zarpado de Lisboa, ya que la fue empujando hacia una zona situada al norte de Dunkerque conocida como los bancos de Zelanda. Mientras contemplaban cómo los barcos ingleses se retiraban, las naves españolas tuvieron que soportar impotentes un viento que las lanzaba contra la costa amenazándolas con el naufragio. La situación llegó a ser tan desesperada que Medina Sidonia y sus oficiales recibieron la absolución a la espera de que sus naves se estrellaran. Entonces sucedió el milagro. De manera inesperada, el viento viró hacia el suroeste y los barcos pudieron maniobrar alejándose de la costa. Posiblemente, el desastre no sucedió tan sólo por unos minutos.

Aquella misma tarde, Medina Sidonia celebró consejo de guerra con sus capitanes para decidir cuál debía ser el nuevo rumbo de la flota. Se llegó así al acuerdo de regresar al Canal de la Mancha si el tiempo lo permitía, pero si tal eventualidad se revelaba imposible, las naves pondrían rumbo a casa bordeando Escocia.

No se cruzaría ya un solo disparo entre las flotas española e inglesa y la expedición podía darse por fracasada pero en el resto de Europa la impresión de lo sucedido era bien distinta. En Francia, por ejemplo, se difundió el rumor de que los españoles habían dado una buena paliza a los ingleses en Gravelinas y los panfletos que ordenó imprimir el embajador de la reina Isabel en París desmintiendo esa versión de los hechos no sirvieron para causar una impresión contraria. El único que no pareció dispuesto a creer en la victoria española fue el papa, que se negó a desembolsar siquiera una porción simbólica del dinero que había prometido a Felipe II y que jamás le entregaría.


La infantería española era y seguría siendo, pese a este revés, la máquina militar más temida de Europa. Otra habría sido la suerte de Inglaterra de llegar a desembarcar Farnesio con sus veteranos de Flandes. Ilustración de Richard Hook

Durante las semanas siguientes, la situación de la Armada no haría sino empeorar. Apenas dejada atrás la flota inglesa, los españoles arrojaron al mar todos los caballos y mulas, ya que no disponían de agua, y Medina Sidonia ajustició a un capitán como ejemplo para las tripulaciones. Durante los cinco primeros días de travesía hacia el norte, la lluvia fue tan fuerte que era imposible ver los barcos cercanos. No era eso lo peor. El número de enfermos, que crecía cada día, superaba los tres mil hombres, el agua se corrompió en varios barcos y el frío dejó de manifiesto la falta de equipo. Para colmo, no tardó en quedar de manifiesto que buen número de las embarcaciones no estaban diseñadas para navegar por el mar del Norte. A 3 de septiembre, el número de barcos perdidos se elevaba ya a diecisiete y a mediados de mes la cifra podía alcanzar las dos decenas. Entonces se produjo un desastre sin precedentes.

Las instrucciones de Medina Sidonia habían sido las de navegar mar adentro para evitar no sólo nuevos enfrentamientos con la flota inglesa sino también la posibilidad de naufragios en las costas. De esa manera, se bordeó las islas Shetland, el norte de Escocia y a continuación Irlanda. Fue precisamente entonces cuando algo más de cuarenta naves se vieron arrojadas por el mal tiempo contra la costa occidental de Irlanda. De ellas se perdieron veintiséis a la vez que morían seis mil hombres. De manera un tanto ingenua habían esperado no pocos españoles que los católicos irlandeses se sublevarían contra los ingleses para ayudarlos o que, al menos, les brindarían apoyo. La realidad fue que los irlandeses realizaron, por su cuenta o por orden de los ingleses, escalofriantes matanzas de españoles. Hubo excepciones como la representada por el capitán Christopher Carlisle, yerno de sir Francis Walsingham, el secretario de la reina Isabel, que se portó con humanidad con los prisioneros, solicitó que se les tratara con humanidad y, finalmente, temiendo que fueran ejecutados, les proporcionó dinero y ropa enviándolos acto seguido a Escocia. También se produjeron fugas novelescas como la del capitán de Cuellar. Sin embargo, en términos generales, el destino de los españoles en Irlanda fue aciago muriendo allí seis séptimas partes de los que perdieron la vida en la campaña. No fue mejor en Escocia. Allí también esperaban recibir la ayuda y solidaridad del católico rey Jacobo. No recibieron ni un penique. Mientras tanto, más de la mitad de la flota llegaba a España. Era la hora de buscar las responsabilidades.

En términos objetivos, el comportamiento de Isabel I y Felipe II con sus tropas fue bien diferente. Mientras que Isabel se desentendió de su suerte posterior a la batalla alegando dificultades financieras —una excusa tan sólo a medias convincente— el monarca español manifestó una enorme preocupación por los soldados. Sin embargo, no pocos de éstos se sintieron abrumados por la culpa. Miguel de Oquendo, que demostró un valor extraordinario durante la expedición, se negó a ver a sus familiares en San Sebastián, se volvió cara a la pared y murió de pena. Juan de Recalde, que aún tuvo un papel más destacado, falleció nada más llegar a puerto. Sin embargo, Felipe II no culpó a nadie —desde luego no a Medina Sidonia o al duque de Parma— y aunque mantuvo en prisión durante quince meses a Diego Flores de Valdés, asesor naval del jefe de la escuadra, finalmente lo puso en libertad sin cargos.

Fue en realidad la opinión pública la que estableció responsabilidades culpando del desastre al mal tiempo y a un Medina Sidonia inexperto e incluso cobarde. La tesis del mal tiempo pareció hallar una confirmación directa cuando en 1596 una nueva flota española partió hacia Irlanda para sublevar a los católicos contra Inglaterra y fue deshecha por la tempestad antes de salir de aguas españolas y, al año siguiente, otra escuadra que debía apoderarse de Falmouth y establecerse en Cornualles fue destrozada por el mal tiempo. La verdad, sin embargo, como hemos visto, es que el tiempo sólo tuvo una parte muy reducida en la incapacidad de la Armada para desembarcar en Inglaterra. Ciertamente, las condiciones climatológicas causaron un daño enorme a la flota pero ya cuando regresaba a España y bordeaba la costa occidental de Irlanda.

Menos culpa tuvo Medina Sidonia del desastre. A decir verdad, si algo llama la atención de su comportamiento no es la impericia sino lo dignamente que estuvo a la altura de las circunstancias. La misma batalla de Gravelinas podía haber resultado un verdadero desastre si hubiera perdido los nervios y cedido a las presiones de sus subordinados. Ciertamente era pesimista pero, si hemos de ser sinceros, hay que reconocer que no le faltaban razones.

Papel más importante que todos los aspectos citados anteriormente tuvo, sin duda, la inferioridad técnica de los españoles. Fiados en sus éxitos terrestres y en la jornada de Lepanto, se habían quedado atrás en lo que a empleo de artillería, disposición de fuerzas y formas de ataque se refiere. Lo realmente sorprendente no es que no ganaran batallas como la de Gravelinas sino que ésta no concluyera en un verdadero desastre. Dada su superioridad técnica —y también la de su servicio de inteligencia— lo extraño verdaderamente es que los ingleses no ocasionaran mayores daños a los españoles y tal hecho hay que atribuirlo a factores como la extraordinaria valentía de los combatientes de la Armada y a la competencia de Medina Sidonia.

Aunque el duque de Parma tuvo un papel mucho menos airoso en la campaña —y se apresuró a defenderse para no convertirse en el chivo expiatorio de la derrota— tampoco puede acusársele de ser el responsable del desastre. En repetidas ocasiones avisó a Felipe II de la imposibilidad de la empresa y, al fin y a la postre, no se le puede achacar que no lograra lo irrealizable. En realidad, las responsabilidades del fracaso de la campaña deben hallarse en lugares más elevados y más concretamente en el propio Felipe II. A diferencia de otras campañas de su reinado, la empresa contra Inglaterra no se sustentaba en intereses reales de España sino más bien en los de la religión católica tal y como él personalmente los entendía. En 1588, Isabel I estaba bien desengañada de su intervención en los Países Bajos y más que bien dispuesta a llegar a la paz con España. Semejante solución hubiera convenido a los intereses españoles e incluso hubiera liberado recursos para acabar con el foco rebelde en Flandes. Sin embargo, Felipe II consideraba que era más importante derrocar a Isabel I y así recuperar las islas británicas para el catolicismo. Con una Escocia gobernada por el católico Jacobo y una Inglaterra sometida de nuevo a Roma, sería cuestión de tiempo que el catolicismo volviera a imperar en Irlanda.

¿Cómo abandonar semejante plan a favor de los intereses de España? Vista la cuestión desde esa perspectiva, el papa Sixto V, en teoría al menos, tenía que ver con placer semejante empresa e incluso bendecirla. Aquí Felipe II cometió un nuevo y craso error. El denominado “pontífice de hierro” era considerablemente corrupto y avaricioso hasta el punto de no dudar en vender oficios eclesiásticos para conseguir fondos y, de hecho, su comportamiento era tan aborrecido que, años después, nada más conocerse la noticia de su muerte, el pueblo de Roma destrozó su estatua. Aunque prometió un millón de ducados de oro a Felipe II si emprendía la campaña contra Inglaterra, lo cierto es que no llegó a desembolsar una blanca.

Tampoco fue mejor la disposición del resto de los países católicos. Francia no quiso ayudar a España y lo mismo sucedió con Escocia e incluso con la población irlandesa. De esa manera, se repetía en versión aún más grave lo sucedido años atrás con Lepanto. España ponía nuevamente a disposición de la iglesia católica los hombres, el dinero y los recursos pero en esta ocasión ni siquiera recibió un apoyo real de la Santa Sede que, por añadidura, vio con agrado la derrota de un monarca como el español al que consideraba excesivamente peligroso.

Fue la convicción católica de Felipe II la que le hizo iniciar la empresa en contra de los intereses nacionales de España —algo muy distinto de lo sucedido en Lepanto— y también la que le impidió ver que, sin el apoyo de Parma, la misma era irrealizable. En todo momento —y así lo revela la correspondencia— pensó que cualquier tipo de deficiencia, por grave que fuera, sería suplida por la Providencia no teniendo en cuenta, como señalaría medio siglo después Oliver Cromwell, que en las batallas hay que “elevar oraciones al Señor y mantener seca la pólvora”. No faltaron voces entonces y después que clamaron en España contra esa manera de concebir la religión que ni siquiera compartía la Santa Sede. En los cuadernos de cortes de la época se halla el testimonio de quienes se preguntaban si el hecho de que Castilla se empobreciera haría buenas a naciones malas como Inglaterra o clamaban que “si los herejes se querían condenar, que se condenasen”.

El desastre de 1588 costó a España sesenta navíos, veinte mil hombres —incluyendo cinco de sus doce comandantes más veteranos— y junto con enormes gastos materiales, un notable daño en su prestigio en una época especialmente difícil. El principal responsable de semejante calamidad no fueron los elementos, ni la pericia militar inglesa, ni siquiera la incompetencia —falsa, por otra parte— de Medina Sidonia. Lo fue un monarca imbuido de un peculiar sentimiento religioso que, ausente en las demás potencias de la época sin excluir a la Santa Sede, acabaría provocando el colapso del imperio español.

Breves consideraciones personales sobre el desastre de la Armada. Por el General Targul.
Escéptico por naturaleza y sabedor del mucho mal que la historiografía británica nos hizo y, aún hoy, hace, basando sus postulados desde una perspectiva introspectiva, casi mezquina, y ensalzadora de grandiosos triunfos, que solo en contadas ocasiones lo fueron, nunca me he creído del todo que la armada fracasara por el potencial inglés. Los británicos tienen la extraña pero sorprendente capacidad de dejar correr sin sentimiento de culpa alguno sus numerosas derrotas, barnizándolas o tapándolas en base a lo meramente anecdótico, y aprovechar sus glorias militares en una especie de enaltización patria en base a la historia que, en nuestra España medio dividida y mezquina, manejada por políticos de dudosa responsabilidad y más dudoso patriotismo, se nos antoja patrioterismo barato, chovinismo, que diría un francés.

Así, de creer a los libros de historia que leen y aprenden los mozalbetes de la pérfida albión (pese a lo que su compatriota Henry Kamen ha demostrado de forma rigurosa y casi científica), Isabel I, su “gran reina” (que esa es otra, en la bajeza y el maquiavelismo los británicos saben ver algo bueno), gracias a sus grandes marinos-piratas-corsarios-ladrones (o héroes cuais románticos contra el opresivo y genocida imperio español, según la historiografía inglesa), su poderosa y moderna flota y su valiente almirante Drake, vencieron a una enorme flota española, salvando la isla de una destrucción que, por otra parte y según aseguran (pese a que la española era la mejor infantería del mundo y Farnesio, con diferencia, el general más veterano y mejor estratega del entonces) les habría costado lo indecible realizar a los españoles, gracias a un paupérrimo y desentrenado núcleo de ejército (varias veces vatido en Flandes por Farnesio) y unas muy aguerridas pero mal armadas “bandas entrenadas” de Londres y otras ciudades (cuyo grueso estaba formado por mosqueteros y piqueros con peto o vistiendo solo sus ropas).

Creo que esto constituye parte de la mentalidad del vencedor, y además de un vencedor cuasi ocasional que supo beneficiarse del declive del imperio sin apenas mojarse los pies. Es muy fácil conjeturar, pues, en base a la victoria naval, una victoria terrestre. Si bien es cierto que, sabedores de los saqueos y matanzas de rebeldes holandeses en Flandes, los ingleses no se iban a dejar conquistar por las bravas, no es menos cierto que, como se vió durante la campaña, un par de victorias debilitando el poder de Londres hubieran supuesto un oportunista cambio de bando de Escocia e Irlanda. Otro gallo hubiera cantado.

Por otra parte, descargar las culpas sobre Felipe II parece la teoría más novedosa. Para un hombre que pasó media vida entre legajos, lúcido escribano y sosegado político, no fiándose ni de su secretario real (que al cabo le terminó intrigando y tuvo que huir a uña de caballo hacia Francia sublevando Aragón por el camino) y cuya educación y consejos paternos pasaban por la intransigencia religiosa para todo aquello que oliera a protestantismo, los continuos desafios y la perfidia de la reina Isabel (llegando sus embajadores a negar el apoyo a los flamencos habiéndose tomado fortalezas con guarnición inglesa), la piratería, y, no olvidemos, su experiencia inglesa con María Tudor (la hermana de Isabel), viaje a Londres y boda inclusive, a punto de convertirse en rey legítimo de Inglaterra, le impulsaron sin duda, junto a saberse el monarca más grande de, quizás, todos los tiempos, al mando de poderosas y casi imbatibles tropas y con un imperio donde no se ponía el sol, a hacerle pagar a la reina de Inglaterra su perfidia de forma muy cara.

La mala mar, la falta de pericia marinera y el oportunismo de unos aliados que creía firmes hizo el resto. Luego vino la derrota y la propaganda británica, que, según atestiguan los numerosos trabajos publicados sobre la Armada (Invencible según un francés, posteriormente, pues nosotros nunca le pusimos tal adjetivo), perdura en cierta manera hasta nuestros días.

Los historiadores ingleses han elevado al deficiente y anticuado ejército inglés hasta el extremo de ser capaz de derrotar a las veteranas tropas españolas al mando de Alejandro Farnesio, que ya se habían batido contra holandeses, alemanes, turcos, flamencos e incluso la expedición inglesa mandada por Robert Dudley, conde de Leicester. Ilustración de Richard Hook.

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