La “Iglesia invisible” esbozada por Lutero

En contraposición con la Iglesia romana, Lutero concibió con el paso de los años otro tipo de Iglesia. Para explicarla, recurría a la distinción entre “Iglesia visible” e “Iglesia invisible”. La primera aludía claramente a la Iglesia de Roma caracterizada por el lujo, el ceremonial, el culto barroco y efectista, y la religiosidad externa. En frente se hallaba la Iglesia que propugnaba Lutero. Una “Iglesia invisible” que estuviera compuesta, según Febvre, por todos los cristianos que tuvieran una fe verdadera, que estuvieran unidos no por lazos externos de obediencia al Papa, sino por lazos íntimos y sentimentales surgidos del hecho de compartir unos mismos valores, preocupaciones y creencias. En realidad, para el reformador, toda Iglesia tenía una cara visible y otra invisible. La Santa Sede había permitido que la Iglesia se centrara demasiado en asuntos superficiales que no servían para ayudar a los fieles sino que su única virtualidad era aumentar el poder del clero romano. Por ello, la Iglesia luterana debería asemejarse y potenciar más su vertiente “invisible”, esa parte espiritual, sencilla y no discriminatoria cuya razón de ser sería el auxilio del creyente.

En esta Iglesia no existiría la doctrina del “sacerdocio ministerial”, por la cual los sacerdotes desempeñaban un papel sagrado fundamental de intermediarios entre el fiel y Dios, ampliando la división jerárquica entre ambos colectivos. Lutero proponía su doctrina del sacerdocio universal, que propugnaba que todos los creyentes eran iguales por el bautismo, la fe y el Evangelio. Evidentemente habría sacerdotes, pero éstos tendrían un papel meramente funcional como expertos de la predicación, de la administración de los sacramentos y de las tareas del servicio divino y, además, su autoridad sería únicamente temporal, por lo que serían designados o cesados por los poderes seculares y no religiosos. No debía haber disputas sobre privilegios o prebendas y los obispos y doctores deberían estar entregados al servicio de los fieles y no a su dominio. Es decir, la “Iglesia visible” estaría sujeta a la autoridad del Estado, que se ocuparía de administrar sus bienes, contratar y vigilar la acción de los profesionales y cuidar de las propiedades dedicadas al culto. Además, como explica Oberman, Lutero reconocía que la “Iglesia visible” nunca sería “pura” sino que sería un cuerpo mixto de santos e hipócritas, pero serviría como marco secular de la “Iglesia invisible” de los auténticos fieles. Hacia 1525, el doctor consideraba que cada iglesia debía ser libre para elegir el modelo y los usos particulares que quisiera, siempre y cuando se mantuviera siempre la unidad espiritual: la Fe y la Palabra. Las cuestiones debatidas con otros movimientos más radicales, como la iconoclastia o el modo de celebrar el sacramento de la eucaristía, eran “minucias” o detalles secundarios propios de la “Iglesia visible”. Él consideraba que los auténticos creyentes hacían en espíritu el servicio divino. Lutero se preocupaba especialmente de esa “Iglesia invisible” en la cual los asuntos más importantes eran cuestiones interiores y personales de los creyentes. Aún así, exhortado por las autoridades seculares que le apoyaban, Lutero hizo algunas aportaciones y matizaciones respecto a los aspectos externos que iban destinados especialmente a los ignorantes y a los humildes. Como bien dice Febvre, la “Iglesia visible”, la que los “ceremonistas” quieren que Lutero precise, delimite y administre, no era asunto del reformador sino del Estado.

Por otro lado, en su obra Sobre los concilios y la Iglesia (1539), Lutero realizó una síntesis de las ideas que durante años había madurado sobre la Iglesia. En su exposición final, el reformador apuntaba sus seis características básicas: el bautismo, la cena, la absolución, la ordenación y el servicio divino, a las que añadiría el rasgo decisivo: la Iglesia formada por los mártires. Según Oberman, Lutero recuperaba el ideal del cristianismo originario y entendía que la auténtica Iglesia, la “invisible”, debía estar compuesta por el pueblo de Dios que sufriera una persecución constante y estuviera permanentemente atormentado por el Demonio, el mundo y la carne. El sufrimiento del cristiano debía ser constante para así poder parecerse a Cristo. Evidentemente, esta idea se oponía radicalmente a esa Iglesia acomodaticia, enriquecida y fastuosa defendida en el medievo. Lutero se basaba en su teoría de los dos reinos para explicar esta idea. El reformador afirmó, textualmente, que los cristianos “deben ser piadosos, callados, obedientes, dispuestos a servir a la autoridad con su cuerpo y sus bienes y ninguno ha de hacer daño a nadie”. Esta sumisión y opresión constantes del creyente suponían que se instituyera en soporte de la autoridad temporal, del Estado. La Iglesia de verdad, la perseguida, no debería tener ambiciones políticas y no se sentiría autorizada a poner en juego la paz del mundo para imponerse a las autoridades seculares. Si no había una persecución evidente, como ocurrió antes de la Reforma, era aún peor para Lutero porque quería decir que el peligro del Demonio era mayor, ya que venía de dentro de la Iglesia: significaba que el Diablo se había infiltrado en Roma y había ocupado el trono del pontífice.

Por último, esta Iglesia no debía tener el monopolio de la interpretación de las Sagradas Escrituras ni tampoco poseer el poder para utilizar a los poderes seculares para imponer sus dogmas por la fuerza. El propio Lutero escribió: “La fe es cosa absolutamente libre. No se puede forzar a los corazones, ni siquiera con sacrificios. Se logrará cuando más constreñir a los débiles a mentir, a hablar de otra manera que como piensan en el fondo de sí mismos”. Lutero consideraba el uso de la fuerza como algo inútil y por ello la Iglesia no debía valerse de dicho recurso. Y ello era motivado por la enorme confianza que el reformador tenía depositada en la predicación de la Palabra de Dios. En este sentido dejó escrito Lutero: “Si ella no obtiene nada, la Fuerza obtendrá todavía mucho menos, aun cuando sumerja al mundo en esos baños de sangre. La herejía es una fuerza espiritual. No se la puede herir con el hierro, quemar con el fuego, ahogar en el agua. Peso está la Palabra de Dios: Ella es la que triunfará”. Aún así, según Febvre, para Lutero ni siquiera la Palabra estaba por encima de la fe. La Palabra no debía erigirse como una nueva autoridad papal que coartara la libertad del cristiano. La fe era una fuente de certidumbre que no requería de intermediarios como los sacerdotes o la jerarquía eclesiástica de Roma. La fe se refiere directamente a la Palabra de Dios y no a las Escrituras. Como afirma Febvre, la fe era “algo vivo, actuante, inmaterial, un espíritu, una voz que llena el Universo. Es el mensaje de gracia, la promesa de salvación, la revelación de nuestra redención”. Por ello, la nueva Iglesia debería cuidarse mucho de interponerse entre el vínculo más importante que existía entre el creyente y su Creador.

Imagen: Blog La Iglesia en la modernidad: http://iglesiamoderna1.blogspot.com/2010/04/como-reacciono-la-iglesia-con-lutero.html


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