Los sacramentos: el bautismo y la eucaristía

El tema de los sacramentos es tratado en numerosas obras aunque, entre todas ellas, hay una en la que conforma la clave central: el Preludio sobre la cautividad babilónica de la Iglesia (1520). Según Conde, Lutero no negaba la existencia de determinados sacramentos sino que, tan solo, reconocía que era imposible demostrarlos a partir de las Sagradas Escrituras. De los siete, negaba la validez como sacramentos de cinco: confirmación, matrimonio, penitencia, orden sacerdotal y extremaunción. Como bien dice Atkinson, lo fundamental de la obra era que cortaba con la raíz central del romanismo: el sistema sacramental por el que Roma controlaba las vidas de los fieles bajo el poder del sacerdote. Lutero pretendía romper con el clericalismo que subyacía bajo el sacramentalismo romano, con la excesiva injerencia del clero en la vida material y espiritual de los fieles, usurpando incluso una función que sólo Dios podía ocupar. Los sacramentos eran una parte vital en la doctrina luterana porque garantizaban la presencia de Dios en el mundo y su apoyo para luchar contra el Diablo. Ahí radica, según Oberman, la intransigencia de Lutero respecto a los cambios que otros teólogos reformistas querían introducir respecto a los sacramentos. Si se convertían el bautismo y la eucaristía en una simple obra humana, se destruiría el cimiento de la vida del cristiano, pues hace depender la verdad y la realidad de Dios de la capacidad de convicción de la conciencia subjetiva de los seres humanos.

Lutero contemplaba, por tanto, la existencia de dos sacramentos únicamente. El primero de ellos era el bautismo, el cual era mantenido por el reformador porque pensaba que había permanecido prácticamente inalterable desde que fue registrado en la Biblia. No obstante, el reformador prefería el rito de la inmersión en el agua en vez del tradicional vertido sobre la cabeza del creyente porque, a su juicio, representaba mejor la resurrección del fiel. Además, consideraba el bautismo más importante respecto al perdón de los pecados que la penitencia, que era sobreestimada por la Iglesia de Roma en opinión del doctor. En palabras de Atkinson, el fiel debía confiar más en la remisión de los pecados intrínseca en el bautismo que en la absolución que pudiera ofrecer un sacerdote. Sin embargo, para el reformador, el bautismo era algo más que un medio para obtener el perdón por los pecados. Como indica Oberman, era el signo visible de la justificación inmerecida del creyente por la gracia de Dios. Este sacramento completaba el “cambio gozoso” por el cual, el pecador recibía la justicia de Cristo y éste cargaba con todos los pecados del fiel. Precisamente, en el momento en que Lutero comparó la gratuita gracia divina con la costosa gracia de las indulgencias, la ruptura con Roma se hizo patente. Además, al distribuir entre todos, sin distinciones ni privilegios, la justicia de Jesús, elevaba a todos los fieles al estado del sacerdocio, por lo que el sacramento establecido por la Jerarquía católica carecía de sentido para el reformador.

Por otro lado, una de las supuestas contradicciones del pensamiento luterano respecto al bautismo es que afirmaba que éste sólo tenía validez si el creyente tenía fe en Dios. No obstante, a diferencia de otros reformistas más radicales, Lutero seguía aceptando el bautismo infantil defendiendo que la fe de los padrinos tenía que suplir la falta de razón del lactante, que le impedía creer en Dios. En realidad, si se considera que el creyente tenía que ser adulto para poder realizar el bautismo en condiciones, se estaba dando por sentado que el sacramento dependía de la voluntad de los seres humanos. Pero esto era falso para Lutero dado que el bautismo era una gracia de Dios en la cual el hombre no aportaba nada. En opinión de Oberman, en el bautismo de los niños se evidenciaba qué era la fe evangélica: confiar exclusivamente en la justificación “ajena” impuesta por Dios, es decir, actuar con una conciencia nueva y ajena, y vivir por la intercesión de los demás. Si en algún momento vacilaba la propia fe, ahí estaba la fe ajena. Por tanto, la fe de los padrinos bien podía suplir la falta de fe de los bebés. Porque las bondades del bautismo eran tales que sería inhumano y antievangélico negar a los niños dicha bendición. El bautismo no sólo preparaba el camino de la salvación sino que confería al creyente la certeza de ser salvado y, por tanto, eliminaba el temor a la condenación.

El segundo sacramento, sin duda el más importante, era la eucaristía. Según Atkinson, Lutero realizó una triple crítica en su obra sobre la comunión tal como la entendía la Santa Sede. En primer lugar, se oponía a la prohibición de beber directamente del cáliz para los laicos ya que las Sagradas Escrituras estipulaban que todos los fieles debían beber la sangre de Cristo. Segundo, rechazaba la doctrina de la transustanciación a favor de la consustanciación, también denominada como “impanación”. La primera afirmaba que el pan y el vino transformaban su esencia en carne y sangre de Cristo durante la celebración del rito. Lutero consideraba que la sustancia de los alimentos no se alteraba sino que permanecían ambas especies: la carne y sangre de Cristo coexistían con el pan y el vino ofrecidos en la santa misa, por lo que la presencia de Cristo era real. Por último, la comunión fue establecida por Jesús para que los fieles recordaran constantemente que su muerte les redimía de todos sus pecados y que no tenían por qué temer por su alma si tenían fe en el Señor. Esta promesa de perdón y de fe es el Evangelio entero y, el sacramento, su Palabra realizada. Lutero condenaba a los romanistas por haber convertido un acto divino en una simple obra buena que el hombre realizaba por propia voluntad para agradar a Dios, es decir, una opus operatum. El hombre no podía pretender obtener su salvación por sus propios méritos. En opinión de Lutero, era Dios el único que podía ofrecer algo en el sacramento por su divina Gracia, mientras que el creyente sólo podía limitarse a sentirse agradecido con su fe por el regalo recibido. Por último, estos sacramentos, así como el resto de los servicios religiosos que conforman la santa misa, debían ser oficiados en lengua vernácula para que la Palabra de Dios llegase a todos.

Esta cuestión de la eucaristía fue fundamental por las disensiones que provocó en el movimiento reformista europeo. Las disputas teológicas referentes a la cena se hicieron especialmente evidentes en el debate de Marburgo de 1529. Como explica Atkinson, Lutero, Zwinglio y Calvino tenían algunos puntos en común. Los tres rechazaban la doctrina de la transustanciación, la noción de sacrificio en la misa tal como la entendían en el Vaticano y la prohibición del cáliz para los laicos. También estaban de acuerdo en la aceptación de la institución divina de la cena, en la presencia de Cristo, en la conmemoración del sacrificio del Redentor y en la gracia de Dios conferida al participante. No obstante, los tres teólogos diferían en tres aspectos fundamentales que hacían inviable cualquier posibilidad de unión entre sus doctrinas y, consecuentemente, entre los distintos movimientos reformistas. En primer lugar, la forma en que Cristo se hacía presente en la eucaristía: si dicha presencia era corporal o espiritual. Segundo, de qué forma participaba el creyente del cuerpo y sangre de Jesús, es decir, si se lo comía físicamente o si únicamente lo recibía de corazón mediante la fe. Y tercero, si todo el que recibiese el sacramento compartía el cuerpo y sangre de Cristo o tan solo las almas que tuvieran fe.

Lutero predicaba una presencia real y corporal de Cristo y consideraba que, tanto creyentes como no creyentes, participaban de la realidad de las dos sustancias. Esta noción la sustentaba en tres ideas: el significado literal de las palabras pronunciadas por Jesús en la Última Cena, su creencia en la ubicuidad del cuerpo de Cristo y en la tradición católica. Por su parte, Zwinglio rechazaba la presencia real defendida por Lutero o el dogma romano de la transustanciación. Para el reformador suizo, la presencia de Cristo era únicamente espiritual, por lo que negaba la presencia real del cuerpo y sangre del Redentor. Entendía el sacramento como la alimentación espiritual de los fieles que, compartiendo la misma fe, escuchaban la Palabra de Dios y recibían el Espíritu Santo. Si Lutero resaltaba las palabras “Este es mi cuerpo”, Zwinglio le respondía que, en realidad, la palabra “es” quería decir “representa”. Por último, Calvino aceptaba la opinión de Zwinglio sobre el simbolismo de las palabras de la Eucaristía. También rechazaba la presencia corporal de Cristo, así como la idea luterana de su ubicuidad, pero defendía la presencia real y la participación espiritual del cuerpo y sangre de Cristo por medio de la fe, y con ellos el beneficio de su muerte expiatoria y el valor de su vida inmortal. Para Calvino, la Comunión unía a Cristo con el corazón del creyente y le otorgaba a éste la acción redentora de Cristo.

Imagen: Blog Rincón de la esperanza: http://magdacespedesmel.blogspot.com/2011/01/la-eucaristia-es-una-llamada-la-entrega.html


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