Sociedad cristiana y su implicación en la expulsión

 

Sociedad cristiana y su implicación en la expulsión

 

 

 

Veremos por sectores sociales quiénes fueron los que más presión ejerció para forzar de alguna forma la política a seguir:

 

La burguesía se dedicaba preferentemente a las actividades de tipo comercial y artesanal, había un contacto frecuente con los judíos, y ello conducía  a una prueba de fuerza, a una lucha por la supremacía en la esfera de la producción, y sobre todo, de la circulación de bienes. Así, es preciso constatar que hubo problemas de este tipo entre otros en los siguientes lugares: Bilbao, Balmaceda, Burgos, Vitoria, Zaragoza… pero no muchos más. La burguesía había exigido a los Reyes Católicos que tuvieran en cuenta su programa socio-político a cambio de ayuda financiera a la Guerra de Granada.

 

En cuanto a la aristocracia, se había ido abriendo paso la idea de que el reinado de Fernando e Isabel está marcado por un compromiso de los soberanos con la aristocracia. Así es, a diferencia de lo que sucede en esta misma época en otros lugares de Europa, pero no se posee ningún índice de hostilidad particular de la aristocracia en relación con los judíos. Se puede observar incluso todo lo contrario: que los nobles se mostraban siempre dispuestos a acogerlos. Así sucede cuando se decreta la expulsión, por ejemplo. El duque de cardona pidió que se hiciera una excepción con “sus judíos” y que se les autorice a quedarse. Hay constancia también de importantes relaciones de tipo cultural entre aristocracia y judíos, además de las ya conocidas de carácter puramente económico. Hubo pues entre estos dos grupos un continuo y pacífico diálogo, fundado en la estima mutua, mientras que las masas populares estaban impregnadas de prejuicios contra los hebreos.

 

Para Américo Castro “fue el pueblo, el maldito pueblo, la vulgaridad quien extirpó a los que eran, según Arragel, la corona y la diadema de toda la diáspora judía, en nobleza, en riqueza, en ciencia y en libertad”.

Se ha constatado una gran hostilidad contra los judíos, sobre todo en las ciudades más grandes. Por tanto, está claro que la desestabilización viene de abajo, aunque culmine en una expulsión procedente de arriba. 

 

La Inquisición, receptora singular de las quejas populares, fue la que denunció desde el primer momento el “peligro judío”: es la continua convivencia entre conversos y judíos, sus hermanos de raza, la que los lleva a judaizar. Fue ella la que presionó a los Reyes Católicos, logrando paulatinas concesiones hasta la definitiva y ya irreversible de 1492.

                                                                                 

                                                                                                          

La Inquisición denunció continuamente el peligro que para los cristianos “nuevos” y para el cristianismo de la sociedad, en general, representaba la permanencia de judíos y de musulmanes en el suelo peninsular. El 31 de marzo de 1492 se dijo a los primeros: la unidad de la sociedad exige que no haya súbditos sino de una sola clase; debéis iros, a menos que, aceptando el bautismo, os integréis plenamente en ella. La injusticia moral muy grave que este planteamiento entraña, pasó desapercibida a quienes defendían entonces una peculiar forma de totalitarismo del Estado. La iglesia quedaba también supeditada a él. El decreto de 1492 se inscribe en el mismo orden de cosas que la tiranía de Enrique VIII o la afirmación luterana del “cuius regio eius religio”. Algunos hombres realmente religiosos, se dieron cuenta del peligro que esto significaba: la conversión debe ser un acto libre y voluntario, un crecimiento interior del alma y nunca un sometimiento.

 


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