Aupados en el aterrizaje por sorpresa de Trump en la Presidencia de los EEUU y por el descubrimiento atónito de que las guerras en otros países acaban afectándonos a todos, muchos grupos que, hasta hace bien poco, se escondían en los zulos de la casi clandestinidad, comienzan su asalto al poder y la conquista de más base social.
No se le escapa a nadie el miedo irracional que produce el extranjero en algunos colectivos, como si los fenómenos migratorios fuesen una cosa nueva y como si la obligación de aceptar refugiados por conflictos armados fuese solo para cuando no haya refugiados que acoger. Esta gente de empatía corta, que ve invasiones en todo lo que suene a musulmán, olvidan que emigrantes somos todos. El que no se ha ido de su país a otro, se ha ido de su pueblo o ciudad a otra. Así que nada nos garantiza que no seamos nosotros los que tengamos que huir en algún momento.
Tampoco se escapa como estos grupos ven democracia sólo cuando responde a sus expectativas. Si la Ley no es como quiero, entonces es una dictadura, no hay libertad de expresión y se me persigue por defender lo mío. Es decir, si la Ley no es como yo quiero, soy una víctima y, por tanto, no estoy obligado a cumplirla.
La receta es clara: una capa de progreso (defienden la libertad y la democracia porque reniegan de una Ley corrupta); le añado nacionalismo chovinista y decimonónico, al estilo de naciones de finales del siglo XIX y principios del XX, porque así soy de aquí, es decir, mejor que el extranjero; lo espolvoreo con una dosis de frustración porque los corruptos del sistema han conseguido robar y yo no; todo ello, pasado por el horno durante diez años de crisis económica para crear odio y miedo a todo lo que no sea como yo, es decir, inmigrante o refugiado (que no son lo mismo). ¿Y qué resultado tengo?: un amargo asado llamado Le Penn, un Hogar social, solo comestible para españoles, un bonito gran muro en México, que pare la droga que viene en avioneta, o un muro en Hungría para detener refugiados, como buen defensor de los principios europeos.
Pues bien, esta es la realidad en nuestro país: La población española tiene saldo migratorio negativo. Ya se van más de los que vienen. En 2023 seremos 44 millones, con gran parte de la población envejecida. La natalidad ha aumentado un poco, pero no suficiente para el relevo generacional. Dentro de una década no habrá suficientes españoles jóvenes en edad de trabajar para cubrir todas las necesidades del mercado ni para pagar las pensiones. Además, nuestra densidad de población es una de las más bajas de Europa: Portugal nos supera y Alemania tiene más o menos el mismo territorio que el nuestro, pero con 80 millones de personas. Así que, de invasión nada. Más bien necesitaremos una buena remesa de inmigrantes, precisamente cuando ya no quieran venir.
La inmigración sostiene la Seguridad Social desde la época del aumento del fondo de reserva y aún la sigue sosteniendo, con 1.7 millones de extranjeros dados de alta, mientras que la edad media de los inmigrantes no supera los 35 años. Es decir, son jóvenes, cotizan y son una mayoría de mujeres (plus positivo si queremos que aumente la natalidad y ser más eficientes). Por tanto, no son un grupo de población en el que predominen las enfermedades crónicas (las que más gasto producen a la Sanidad) y su aportación minimiza el impacto de los recortes que saturan los servicios sanitarios públicos.
Así que, visto lo visto, opino: ante el odio y la victimización, que se cumpla la Ley y no se culpe a quien nos ayuda; ante el miedo a lo distinto, más convivencia, lectura y viajes; ante el asalto al poder, más firmeza y menos remilgos.