La tortura.

Torturas.

La tortura, se practicaba al finalizar de la fase probatoria del proceso, el reo era merecedor de tortura cuando entraba en contradicciones o era incongruente con su declaración, cuando reconocía haber hecho algo inadecuado pero negaba su intención herética, y cuando realizaba sólo una confesión parcial. Los medios utilizados fueron los habituales en otros tribunales, básicamente consistentes en proporcionar al reo dolor físico. Los medios de los que se valió la Inquisición para infringir dolor fueron básicamente tres: la garrucha, la toca y el potro.

La garrucha consistía en sujetar a la víctima los brazos detrás de la espalda, alzándole desde el suelo con una soga atada a las muñecas, mientras colgaban de sus pies pesados lastres. En tal posición era mantenido durante un tiempo, agravándose a veces el tormento soltando bruscamente la soga -que colgaba de una polea- y dejándole caer, con el consiguiente peligro de descoyuntar las extremidades.

Más sofisticada era la tortura del agua, en la que el reo era subido a una especie de escalera, para luego doblarle sobre sí mismo con la cabeza más baja que los pies. Situado así, se le inmovilizaba la cabeza para introducirle por la boca una toca o venda de lino, a la que fluía agua de una jarra con capacidad para algo más de un litro. La víctima sufría la consiguiente sensación de ahogo, mientras de vez en cuando le era retirada la toca para conminarle a confesar. La severidad del castigo se medía por el número de jarras consumidas, a veces hasta seis u ocho.

Estas dos formas de tortura, las más primitivas, cayeron luego en desuso y fueron reemplazadas por el potro, instrumento al que era atada la víctima. Con la cuerda alrededor de su cuerpo y en las extremidades, el verdugo daba vueltas a una manivela que progresivamente la ceñía, mientras el reo era advertido de que, de no decir la verdad, proseguiría el tormento dando otra o varias vueltas más.

Parece irónico que mientras se llevaban a cabo estas atroces prácticas el tormento era controlado por un médico, que a veces lo impedía al reconocer previamente a la víctima; otras, aconsejaba posponerlo, y otras, en fin, lo limitaba -en el seno del potro- a una parte del cuerpo que él consideraba sana y no a la que diagnosticaba como enferma. La presencia y el control del médico parecería un proceder muy deseable, aunque el sutil distingo que acabamos de mencionar resultara a veces un sarcasmo cuando sucedía que la parte del cuerpo considerada sana, y a la que se aplicaba el tormento, quedaba tras él en iguales o peores condiciones que la que antes había sido protegida por enferma.

Instrumento de tortura: la Virgen de hierro.

El tormento se practicó sin distinciones, se aplicó sin excesivas concesiones a edad ni sexo. Según Llorente, las personas ancianas debían ser puestas a la vista del tormento (in conspectu tormentorum) sin ser sometidas a él, aunque se han encontrado algunos testimonios de septuagenarios que hubieron de afrontar ese trance. En el otro extremo, se sabe que los niños no se libraron del todo, y así se conoce el caso de Isabel Magdalena, adolescente de trece años, que en Valencia resistió la tortura y luego fue penitenciada con cien azotes.

 Las confesiones obtenidas durante el tormento no eran válidas por sí mismas y debían ser ratificadas, fuera de él, en las veinticuatro horas siguientes. El desarrollo de la tortura era registrado escrupulosamente por los secretarios, incluyendo los quejidos y exclamaciones proferidas por las víctimas. Al leer estos documentos, lo más impresionante no son los aparatosos relatos de las víctimas ni los tremendistas comentarios de los autores, sino la sobria e implacable descripción del escribano que recoge estas dolorosas escenas sin el menor comentario, con absoluta frialdad y asepsia. Y no perdamos de vista, pese a lo dicho, que en comparación con los excesos, la arbitrariedad, las mutilaciones y muertes que tanto abundaron en el tormento practicado por otros tribunales, el inquisitorial mantuvo unos límites de mayor ponderación y control. Dentro, naturalmente, de las detestables características inherentes al procedimiento mismo.


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