“La Ley de Dependencia es una buena Ley, pero apenas se ha avanzado nada en la práctica. Una de las causas del fracaso es que el actual Gobierno no se ha atrevido a aprobar un Reglamento nacional y ha dejado en manos de las Comunidades Autónomas la implantación de los beneficios para los mayores dependientes”: quien así se expresa es uno de los primeros expertos mundiales en la materia, ex alto cargo en los gobiernos de Felipe González.
Sólo Andalucía se ha tomado en serio la puesta en marcha de las prestaciones, por lo que a día de hoy no llegan a 200.000 los beneficiarios en toda España, cuando –según los cálculos más pesimistas- el universo de ciudadanos dentro del nuevo sistema tendría que superar en 2008 el medio millón.
El ministro Jesús Caldera –impulsor y alma mater de la Ley- es consciente del fracaso, y, como coordinador del programa electoral de su partido, ha escrito en las propuestas para el 9-M que el PSOE reclamará la colaboración del sector privado y un gran acuerdo con las Comunidades Autónomas para que en la próxima Legislatura la Ley de Dependencia alcance a la mayoría de las personas dependientes.
Con la Ley de Dependencia, el Estado Autonómico ha vuelto a mostrar sus debilidades, con una Administración Central de convidada de piedra después de haber puesto el impulso político, el marco jurídico y parte de los recursos, demostrándose que –al menos para este tipo de cuestiones- la política del laissez faire es ineficaz, asimétrica, y –sobre todo- discrecional, al permitir el descuelgue unilateral autonómico por intereses puramente electoralistas.
En otro servicio esencial como es la Sanidad, las administraciones autonómicas también están poniendo en evidencia la fragilidad de un Estado incapaz de armonizar la gestión de las políticas sectoriales para beneficio del conjunto de los ciudadanos.
Y precisamente la deficiente gestión de algunos servicios públicos –con el paradigma de las cercanías de Barcelona- podría fijarse en la opinión pública como uno de los aspectos más negativos de la trayectoria del Gobierno actual, más allá de sus iniciativas de revisión estatutaria o del malogrado proceso de negociación con ETA.
La agenda de alto voltaje político de José Luis Rodríguez Zapatero no se ha acompasado con una puesta a punto de mecanismos de gestión adecuados, como se ha puesto en evidencia en el desarrollo de la Ley de Dependencia: ¿por qué la responsable de su puesta a punto, la secretaria de Estado Amparo Valcarce, no fue capaz de implementar una gestión eficaz, en paralelo al debate parlamentario?
La propia Valcarce –política leonesa de la confianza personal de Zapatero– sustituyó a su “mano derecha”, Ángel Rodríguez Castedo (director general del Imserso), justo en el tramo final de la tramitación de la ley; fue cesado meses después. La obsesión de Castedo no era otra que concertar con las Comunidades Autónomas, agentes sociales y organizaciones de mayores la aplicación práctica de la Ley, pero el desencuentro y la desconfianza hacia su subordinado pusieron en jaque a uno de los pocos altos cargos –funcionario, además- con capacidad y experiencia acreditadas para gestionar la Dependencia en España.
La experiencia reciente del Gobierno chileno tiene cierto paralelismo, en cuanto a problemas de gestión, con el español, lo que ha provocado que la presidenta Michelle Bachelet se haya visto obligada a cambios radicales en su Ejecutivo, incorporando técnicos acreditados y gestores de experiencia probada para reconducir el proyecto emblemático de su mandato -el “Transantiago”-, cuyo fracaso la está arrastrado a niveles de impopularidad sin precedentes en un país que puede enorgullecerse de sus progresos.
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