Capítulo del libro “Somos una Comunidad”
de Manuel Blanco
Un grupo de padres con niños que padecen una severa discapacidad lucha contra los elementos para asegurarles unos servicios dignos y un mejor futuro. Ellos envejecerán, enfermarán y faltarán algún día. Sus niños crecerán y quedarán entonces a la intemperie, abandonados y perdidos en un sistema donde el interés espurio prima sobre la justicia.
Como la Administración no les proporciona algo que debiera ser un derecho automático y no graciable –igual que el derecho a la educación universal o a la asistencia sanitaria- tienen que reaccionar. Tienen que buscar ya, inmediatamente, una salida como sea. Sus hijos no pueden aguardar a que el sistema decida un buen día aprobar una norma y, sobre todo, dotar el presupuesto ampliable para que dicha norma se materialice sin obstáculos. Para que esos niños reales, de hoy, de carne y hueso, reciban mejor atención que quienes han sido bendecidos por la necia naturaleza.
La naturaleza es necia, brutal y arbitraria. Será sabia para la evolución de la especie, según la lógica darwinista, pero no lo es para los individuos. El darwinismo es la constitución práctica de las bestias. He aquí el problema. Nosotros, y sobre todo esos niños, como cualquier enfermo o excluido, estamos aquí y ahora. Somos individuos integrantes de una comunidad. Somos humanos y somos personas singulares. Nuestra única defensa frente a la ley de la selva –la bía, que decían los griegos- es la Ley humana –el Nomos-. Comprender la diferencia entre la bía y el Nomos es el primer paso en la senda de la liberación y la dignidad de las personas con discapacidad o excluidas. Por ser humanos debemos rebelarnos contra la tiranía de la mal llamada “ley natural”, cuando en realidad es el “capricho natural” –una alteración genética, un error de diagnóstico, un accidente, …-.
Pero el tiempo pasa y la reparadora Ley humana o Nomos no llega con puntualidad. Así que el grupo de padres busca por todos los resquicios del sistema la mejor manera de ayudar a sus hijos, de que tengan todas las atenciones sociosanitarias, educativas y de capacitación que necesitan. Es ahí donde, a menudo, comienza un segundo calvario, añadido al de por sí gravísimo de la desgracia doméstica padecida.
Comienza el calvario del laberinto burocrático, de la burla, del desprecio y la indiferencia, de la constante pérdida de tiempo yendo de aquí para allá, de la angustia, de la tensión que genera choques y conflictos con los más cercanos e inocentes. Comienza la gestación de una mezcla que podemos denominar “castillo-proceso”, por lo profundamente kafkiana que resulta.
Como no hay servicios públicos auténticamente merecedores de ese título, un día un burócrata -sin duda bientencionado, de los presuntos “servicios sociales”- les sugiere que pidan una subvención para paliar, en cierta medida, su problema. Ahí se inicia su descenso al laberinto administrativo, por el que han de transitar con desigual fortuna y a través de distinto niveles.
Con mucho tesón y algo de suerte consiguen la primera ayuda. Entonces un político al uso intenta rentabilizar la dádiva con la correspondiente fotografía o toma de imágenes para la televisión o la web, aduciendo el “solidario” esfuerzo realizado. El dinero y el esfuerzo ya se sabe que son de los contribuyentes, que interrogados asunto por asunto, en vez de mediante paquetes cerrados cada cuatro años, suelen preferir destinar el fruto de sus impuestos a fines como este, antes que a otros asuntos mucho menos prioritarios y graves.
El político al uso es filmado en un acto organizado al efecto. El acto se suele preparar con gran cuidado por sus ayudantes y asesores personales. Son ellos los que eligen el día, la hora y el lugar atendiendo al impacto mediático, la ubicación de los invitados, su disposición y formato de intervenciones. Es el perverso, cínico y mendaz protocolo. En los casos más extremos de cinismo, incluso tomarán planos deliberados, omitiendo las imágenes de personas que no dan en pantalla, como dicen ellos. Sólo el asco y la náusea ante la indecencia de este trabajo bastaría para avergonzar al más pervertido de los pornógrafos, cuya función es más digna de encomio que la de estos mercenarios de la manipulación.
Por tanto, el político al uso no se limita a remitir la notificación del acto administrativo por el conducto reglamentario, y a ordenar que se transfiera el dinero a la correspondiente cuenta bancaria de la pequeña asociación o grupo de padres. Quiere demostrar ante todo el mundo lo estupendo que es. Si posee la suficiente soberbia, su jefe de prensa o asesor de imagen le hará indicaciones para rodar una toma acariciando a uno de los niños objetivo. Luego se montará y editará a gusto antes de emitirla o distribuirla. Los padres presentes también sonríen, incluso alguno de los niños, pero las suyas son sonrisas limpias, de sano agradecimiento y respeto. Por desgracia, no suelen saber que han sido conducidos como corderos a un terreno cenagoso, donde quedarán sometidos a la sonrisa benevolente y taimada de ese político o de quienes le sucedan.
Durante tres, cuatro, cinco años pueden seguir recibiendo otras subvenciones, las mismas o complementarias, siempre escasas. Por sus limitaciones de tiempo y el enorme peso de sus problemas domésticos, su vida girará en torno a ese maquiavélico juego, donde otro reparte las fichas a su libre e interesado albedrío.
Con cada foto anual, con cada filmación, se legitima el salvaje sistema que excluye a otros padres de otros niños, de otra localidad o con distintas dolencias. Padres preteridos, a quienes los burócratas sociales animan para que emulen a los que han sido beneficiarios de esas dádivas. Pero llega un día en que se dice basta.
Las excusas legitimadoras de ese basta pueden ser consecutivas o conjuntas: falta un certificado, se ha obtenido menos puntuación, la solicitud debe ser reevaluada ante una hipotética repesca o, lo que es más común y mendaz pese a su veracidad formal, se ha agotado el crédito presupuestario. En cualquier caso todo es muy civilizado. Hay una magnífica puesta en escena, con reuniones, aplazamientos, disculpas, consejos y, sobre todo, medias verdades, que transmiten un falso hilo de esperanza que nunca se materializa. Luego, la gran trampa del sistema: como esto es un Estado de Derecho te ofrecen la posibilidad de recurrir ante los tribunales. Es decir, te ofrecen dejar sin asistencia a tus hijos, con más gastos, angustia y zozobra, durante años, que se convierten en lustros y, en ocasiones, hasta en alguna década, sumando la tardanza del procedimiento administrativo previo, el proceso judicial, sus recursos y, finalmente, la tardía ejecución de la sentencia concluyente. Demasiado tiempo para una persona que, durante ese larguísimo paréntesis, ha dejado de ser un niño con discapacidad para convertirse en un adulto con nuevos y más severos problemas.
Naturalmente que el juego de las subvenciones asistenciales debe ser jugado. No podemos renunciar a sus magros y amargos frutos. En modo alguno. Pero este juego jamás debe ser el engaño propiciatorio para ocultar la realidad de la vida. No caigamos en esa trampa estructural tan bien urdida y de enormes proporciones, en esa trama tan sibilina y engañosamente aséptica.
El juego de las subvenciones está diseñado para aparentar mucho e invertir poco. Para que los miembros más activos del movimiento asociativo consuman todas o gran parte de sus energías y entusiasmo. Para dividir y controlar a ese movimiento asociativo, lo que denota la catadura moral de los diseñadores del juego, a los que poco importa que afecte a las personas más indefensas de la comunidad. El juego de las subvenciones se ha ideado para “hacer que se hace”. Para vender favores, abortar derechos y crear reservas clientelares. Y, sobre todo, para demorar sine die, sin plazo alguno, el tratamiento integral del problema de las personas con disfunciones psíquicas, físicas, enfermos crónicos, ancianos y, en general, de todos aquellos excluidos por el sistema a los que, de facto, se les priva de lo más elemental: de sus derechos cívicos efectivos, por trabas e imposibilidad material para ejercitarlos, de voz articulada e individual, de voto y, por último, hasta de su dignidad y su vida.
Hay que jugar al juego de las subvenciones, pero sin pagar el precio de perder de vista la vida real. Hay que jugar, pero hostigando a los perversos diseñadores del juego, formando coaliciones flexibles y dinámicas, hasta arrinconarlos y vencer sin paliativos. Si tenemos claro que la benevolencia y caridad institucional de hoy es el anticipo del “vuelva usted mañana” de más adelante, tenderemos a fomentar espontáneamente la creación de redes solidarias. Redes sin establecimiento de compartimentos estanco, es decir, que no se limiten a la mera, aunque inevitable, agrupación por patologías o enfermedades, por carencias o disfunciones. Estos son los imprescindibles mimbres de una auténtica solidaridad comunitaria. Donde se reciba lo que se necesite, según criterios de prevalencia vital, y no en función de lo que sobre, en un reparto además amañado de los recursos colectivos de la sociedad.
Manuel Blanco es miembro del Foro de Vida Independiente.