El filósofo peruano de la superación
SI PIENSA QUE EL MUNDO LE CAYÓ ENCIMA Y NO SABE cómo levantarse, en esta edición le traemos una bella historia de superación. Es la que nos cuenta Serapio Cazana Canchis, un profesor de filosofía de 37 años que se abrió paso por la vida con la fuerza de la voluntad, a pesar de que desde los 8 años había quedado lisiado por una artritis reumatoide que, al atrofiar sus articulaciones, impidió que crecieran sus brazos y piernas.
Con todo en contra, campesino analfabeto en Cabana (Áncash), Serapio Cazana descubrió a los 14 años, con la curiosidad del autodidacta, la lógica de las letras, a los 21 dio su primer examen con el que aprobó el sexto de primaria y luego siguió por correo la secundaria. A los 26 vino a Lima y el 20 de nota en su primer parcial de Filosofía le dio la confianza universitaria. Egresado de la Facultad de Teología, ha enseñado Filosofía en la Universidad Cayetano Heredia y cursa su maestría en la Universidad Católica. ¿Cuál es su secreto?: Enfrentar la vida con fantasía e imaginación.
Contracorriente
La filosofía de las agallas
ADMIRACIÓN. De niño, en Áncash, Serapio Cazana sufrió una artritis que le deformó las articulaciones y no pudo caminar más. Muy pobre, a los 14 años aprendió a leer, amó los libros y a los 26 acabó el colegio por correo. Hoy en Lima es un filósofo y poeta que encandila con su cultura.
Por Miguel Ángel Cárdenas
Los libros lo libraron. El primero que vio en su vida le brilló como una yema de sol en sus claras manos y motivó que Serapio Cazana se entercara en entenderlo. Era un libro de cuentos infantiles, pero Serapio tenía 13 años y el asombro y las sombras se correspondieron: nadie había considerado necesario que aprendiera a leer aquel muchachito que vivía entre la resignación y la melancolía en un empobrecido pueblito de Áncash, y que parecía yacer inutilizado debido a una enfermedad que lo lisió.
Hoy nadie podría imaginar que el ahora culto y refinado filósofo y poeta, que también escribe en latín y griego antiguo, aprendió a leer sin profesores recién a los 14 años y terminó el colegio por correspondencia a los 26. Ya en Lima empezó –cargado o en silla de ruedas– una carrera intelectual, maravillado por su amor incontenible a la lectura, que hasta hoy no conoce límite.
Nació en la misma tierra de Alejandro Toledo.
En Cabana. Yo vivía en La Florida, que queda en una zona boscosa de eucaliptos. Éramos cinco hermanos, yo soy el último. Mis padres se dedican todavía a la agricultura.
Su vida cambió para siempre a los 8 años.
Yo trepaba los árboles, nadaba en la laguna, cabalgaba en los caballos. Era el típico niño inquieto, pero a los 8 me dio artritis reumatoide, con fiebres. Solo había una posta médica en Cabana, me dieron algunos antibióticos y recomendaron que me trajeran a Lima, pero mis padres no tenían los medios. Y eso dejó secuelas, se me atrofiaron las articulaciones, las piernas, los brazos no crecieron y nunca más pude volver a caminar.
Y vinieron años de estar encerrado en su casa.
Sí. La silla de ruedas era una cosa muy extraña para nosotros. Mi infancia fue traumática, pero ahí empieza mi vocación por la filosofía, porque fui viendo ese choque entre la realidad y el deseo. Tenía una inquietud por experimentar la vida desde cierta precariedad. Y la filosofía nace por el asombro de la crisis o de la incertidumbre. Lo mío era más frustración, pero esa incomprensión me llevó a preguntarme muchas cosas.
¿Pero no había el riesgo de quedar preso de sus pensamientos?
No, porque aunque parezca paradójico tenía una pelota, yo seguía pensando en volver a caminar. Hasta antes de que empiece la artritis, era bastante extrovertido, aunque me gustaba ir completamente solo al campo, que la lluvia me mojara el cuerpo, ver las nubes, cómo formaban diferentes figuras, de conejos, camellos… Cuando me sucedió esto, más bien temía quedarme solo, tenía miedo, porque yo dependía de todos. Tenía momentos de soledad, de ira, de tristeza…
La ira suele ser el sentimiento más arraigado y contaminante.
Ya no tengo hacia el mundo ni ira ni resentimiento. Los tuve, pero los superé en la adolescencia, porque me gustó leer. Fue a los 14 años, no fui al colegio por mi discapacidad.
¿Antes de saber leer, a esa tardía edad, qué hacía?
Dibujaba y escuchaba las historias de mi mamá. Ahora me he dado cuenta de que eran los cuentos clásicos de los hermanos Grimm, pero en su versión andina, el mestizaje también tiene que ver con eso. Mi manera de enfrentar la vida fue con la fantasía, la imaginación. Mi madre era analfabeta, pero en la sierra hay personas que te pueden contar una historia de tres mil palabras sin cambiar una. Eso fue algo que me impulsó a leer, porque el primer libro que me llevaron fue de cuentos con ilustraciones.
¿Usted aprendió a leer de puro autodidacta?
Sí. Recuerdo que una tarde nos visitó un tío de Lima y me llevó un abecedario con sus dibujitos, esos de “A de avión”… Pasaron diez minutos y ya lo sabía todo. Pero no tenía mayor método. Y le pregunté a mi hermano Leoncio cómo hacía para producir algo con las letras. Y cuando él silabeó algo fue para mí como una llave mágica. Le pregunté: ¿Y si combino esto con esto, sonaría así? Sí, me dijo. Fue uno de esos grandes descubrimientos que haces en tu vida.
A los 14 años lo descubrió con una desventaja terrible.
Pero la ventaja es que lo hice con una medida mayor de reflexión y el elemento asombro me marcó más. Para aprender a escribir las palabras me memorizaba las que tenían s, e, r… Las letras de mi nombre, como me habían dicho. Pero no sabía las reglas. A los 17, encontré un libro de gramática, en el que te facilitaban todo y yo decía: ¿Por qué he hecho tanto esfuerzo por las puras? Estudié primaria en mi casa, sin orden ni disciplina, como un animal suelto. A los 21 años di un examen de ubicación en un colegio de Cabana y me pusieron en sexto de primaria. Nunca fui a un aula. Para la secundaria me matriculé a distancia en un programa que me enviaban por correo y que interrumpía porque no podía pagar.
¿Cómo conseguía los libros?
En provincias tenía poco material y leía todo lo que llegaba. Así me leí toda la Biblia… A los 17, me llegó “El discurso del método” de Descartes y me gustó la duda metódica… Yo tenía un tío al que, de Lima, le enviaban revistas, periódicos. Leía eso para mantenerme al día con las cosas que pasaban en Lima. Porque, por suerte, escuchaba emisoras de onda corta, Radio Nederland, la Dolce Belle, la BBC de Londres, y eso en un pueblito de tejas de adobe tan lejano me hizo seguir de cerca la caída del Muro de Berlín, la creación de la Unión Europea. Hasta ahí fue el mestizaje.
¿Cómo hizo para venir a Lima sin tener dinero?
Vine con mi hermano a los 26 años, en 1996, a un programa que tenía el Inabif para personas con discapacidad de provincias, que luego pasó a administrar el Hogar de Cristo… Ahí le comenté a la asistenta social que estaba pensando postular a la universidad en Filosofía.
Le hago la pregunta más odiada que hacen los padres: ¿Y de qué iba a vivir? ¿Por qué no quería ser abogado, médico, ingeniero…?
Sí, para una persona que vive en una institución de ayuda social, que no tiene dónde estar, estudiar Filosofía ya es la máxima locura. Quería entender muchas cosas. Goethe decía: “Nadie llega tan lejos como quien no sabe a dónde va”. Y era un contrasentido al pensamiento moderno que te dice que debes tener las metas claras. El que no tiene un rumbo fijo llega más lejos, porque no sabe dónde parar, cuál es el límite, la frontera. Yo quería ampliar mi horizonte. Y sigo siendo un inconsciente, me gusta leer hasta con más contraste de lo que hace un filósofo de carrera.
Ingresó a la Facultad de Teología Pontificia y Civil.
En quinto puesto. Mi albergue estaba por la avenida Cueva y la facultad en Magdalena. Durante esos cinco años que estudié todos los mototaxistas me conocían y ayudaban, ya ni siquiera me preguntaban dónde iba. Gracias al cardenal Augusto Vargas Alzamora estuve becado. Fue un cambio muy complicado para mí, porque tenía que seguir un sílabo, dar un examen. Yo había estado acostumbrado a estudiar lo que quería. Era el kínder de toda mi vida. Tuve problemas con matemáticas, con lógica clásica, con latín. Pero en mi primer parcial en filosofía me pusieron 20, la nota más alta. Y eso me animó un montón.
Tenía que llevar cursos de teología. Cuando alguien sufre un problema como el suyo siempre tiende a refugiarse en la religión, en Dios. ¿Es usted cristiano?
¡También he hecho eso! Solo que a medida que vas aumentando tus lecturas, tu conocimiento, esa búsqueda es en otro nivel. Pero uno tiene necesidad de lo absoluto, de apoyarse en lo que no conoce, es una característica humana básica. La religión siempre me ha interesado pero desde el punto de vista intelectual. He leído temas de religiones orientales. No me considero militante en ningún grupo religioso, pero creo en Dios.
¿En esos años de estudio, con qué corriente de pensamiento se fue identificando?
Con la hermenéutica, me gustó mucho Gadamer, que entre los alemanes es el más cortés con sus lectores. Las corrientes filosóficas que más nos impactan tienen que ver con nuestra personalidad, somos seres del suelo. Y por mi experiencia, a los 8 años, tenía un médico que me decía esto puedes hacer con tu salud y esto no. Entonces me vi en ese choque y posteriormente en mis lecturas a la ciencia la encontraba como un tribunal que asignaba validez, lo correcto y falso. Y yo sospechaba de esa dictadura conceptual. La hermenéutica es algo subversivo, porque te dice inclusive que la ciencia en su conjunto es un momento interpretativo de la realidad.
Ahora estudia la maestría de Filosofía en la PUCP.
Uy, es fuerte, allí hay mucha erudición. Lo que pasa es que el año pasado reemplacé a un profesor en la Cayetano Heredia, enseñé Filosofía el primer ciclo, tuve 32 alumnos de ciencia, me gustó mucho. Y por eso, estudio la maestría, para poder enseñar.
Pero no solo es filósofo, sino también poeta.
Empecé a los 21 años, es otra forma de hacer filosofía. Es una especie de religiosidad laica; cuando la certeza y la claridad del conocimiento no te bastan, escribes poesía. Algunos de mis poemas fueron traducidos en la revista “Amsterdam Sur” de Holanda. Quisiera publicar un poemario, pero después de estudiar Filosofía uno tiene más responsabilidad intelectual.
Vamos, pero con todo y responsabilidad intelectual, debe haber escrito poemas de amor medio cursis. Nadie se libra de eso en su vida.
Los míos son más existenciales, por la sorpresa ante la vida, que recoge mucho de esa fiebre que tuve a los 8 años. Cuando quiero hacer poemas de amor, salen mal. Pero las mujeres son más sensibles, gustan y ven bueno lo que a nosotros nos da vergüenza por su simplicidad.
Ajá, veo que ha enamorado así.
Sí, a alguien que fue mi pareja. Fue un amor muy bonito, ahora estoy sin pareja. Hay mujeres mucho más finas que van más allá de la poesía y a ellas es más difícil convencerlas, porque unen inteligencia y sensibilidad y son un desafío particular. Es difícil describirlas, mejor que sigan inexplicables.
Seguro está enamorado de otra filósofa medio artista como usted. Quizá esa mujer difícil lea esta entrevista…
Ja ja ja, la distancia de la situación me hace racionalizar el asunto, pero cuando te enamoras no piensas. Pierdes la filosofía, cierras el libro y haces todo aquello que después vas a querer olvidar por completo. Es justificable, los filósofos pierden la cabeza como Heidegger o Nietzsche, ahí está su grandeza. Si hubieran tenido una vida de satisfacción o plenitud quizá no hubiesen sido grandes filósofos… Claro que no podría decir que del sufrimiento pueda salir el pensar bellamente. La palabra se trabaja. El pensar bellamente es un arte difícil.
LA FICHA
Nombre: Serapio Cazana Canchis.
Profesión: Filósofo y poeta.
Edad: 37 años.
Ocupación: Redactor de la revista “Perú Económico” de Apoyo Publicaciones. Ve la página de ciencia y tecnología. “En diciembre escribí sobre la terapia genética y ahora estoy escribiendo sobre los superconductores”.