Si consideramos el Renacimiento, como movimiento con el que se inicia la Era Moderna, hemos de establecer éste, como un periodo en el que el hombre comienza a mirar hacia las alturas desprendiéndose del terror medieval y a situarse con un nuevo criterio ante Dios, frente a la Iglesia y frente al Estado que la sirve.
Es decir Renacimiento es en gran medida sinónimo de Humanismo. Renacer es etimológicamente volver a nacer y por lo tanto supone una muerte previa de lo medieval, de lo escolástico, desde la que el hombre renace en Occidente, a imagen y semejanza del modelo clásico griego y latino.
Tomemos como ejemplo de partida al que es considerado como personaje paradigma del humanismo, Erasmo de Rotterdam (1.469-1536), nuestro hombre defiende, en unos tiempos de auténtica revolución política, social y religiosa como la que se produjo en Europa a raíz de la reforma luterana, la lucha contra la violencia y la intolerancia, basando su filosofía en una plena confianza en el hombre y en la fuerza de la libertad. Pero ¿cómo puede desarrollar esa lucha y llevar a buen fin sus creencias humanísticas? Con un arma llamada “cultura” que purificaría a la institución eclesiástica del dogmatismo, fuente de intolerancia.
Y surge la pregunta, ¿acaso Erasmo o su amigo Tomás Moro con quien comparte largos periodos de estancia y reflexión, o Luis Vives o Felipe Melantchon, son ateos que han descubierto la farsa de la creencia en la Divinidad? Nada más lejos de la realidad. Precisamente buscan una catarsis de la Iglesia como sociedad establecida de poder, de sus interpretaciones agustinianas y de su relajación moral y métodos corruptos, en aras del regreso de la auténtica “espiritualidad”, emanante esta vez desde el hombre creado a imagen y semejanza de Dios y más próximo a Él que nunca gracias a la cultura y la filosofía humanísticas, desde sus raíces clásicas.