Contrarreforma, cimentando bases

    El Renacimiento, el Humanismo y la Reforma Luterana constituyeron una amalgama de corrientes múltiples. A las tesis renacentistas que establecían una nueva relación del hombre con Dios y a la Reforma de Martín Lutero, la Iglesia respondió convocando un Concilio en Trento (1545-1563), donde mediante una serie dogmas destinados a hacer prevalecer la fe tradicional, puso coto a las nuevas corrientes y sentó las bases del catolicismo, que perdurarían nada menos que has el Concilio Vaticano II celebrado en 1962; cuatrocientos años de pervivencia trentina, nada menos.

    La fe no basta para salvar al hombre si no va acompañada de buenas obras, el determinismo es una falsedad, pues el hombre dispone de libre albedrío, cuyo uso determinará su salvación o condenación eterna.

     La llamada Contrarreforma también aglutinó numerosas corrientes, pero ninguna de la intensidad y proyección, espacial y temporal como la que llevó a cabo la Compañía de Jesús. Iñigo de Loyola, el conocidísimo San Ignacio (1491-1556) con sus “huestes elegidas”, los popularmente conocidos  jesuitas, crearon un influjo decisivo en las historia de la espiritualidad moderna, expresando a través de sus reglas, el método de práctica  de la fe más completo de la cristiandad.

     Mediante sus Ejercicios y la aristotélica Ratio Studiorum, las vías de la espiritualidad y la pragmática del camino hacia el conocimiento, quedaban marcadas. Olvidémonos del renacido Platón, volvamos al Aristóteles más depurado y extendamos la verdadera fe, limpia y sin heréticas divagaciones por el mundo; Europa, América y países orientales como Japòn, China, India… fueron objeto del el celo evangelizador de los jesuita; fundadores de colegios, universidades y promotores de nuevas concepciones y modelos sociales como las “Reducciones” de Paraguay, Brasil o Argentina…., todo ello, Ad Maiorem Dei  Gloriam.

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