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Cuando la prueba del ADN se equivoca…

En 1988 Josiah Sutton, de 16 años, y un amigo fueron acusados de violación en Houston (Texas, EE. UU.). La víctima le reconoció, a pesar de que la descripción previa no coincidía en absoluto. Cuando en la cárcel le solicitaron permiso para realizar una prueba de ADN, inmediatamente accedió. Iba a ser una prueba concluyente de su inocencia. Tras unas semanas de esperanzadora espera, las pruebas de ADN liberaron a su amigo. Pero para desgracia de Josiah, le inculparon a él.

Según la acusación, la probabilidad de que el ADN de Sutton coincidiera con el semen del violador era de 1 entre 694000. Suficiente para cualquier jurado. Ignorando la falta de coincidencia en la descripción, Josiah Sutton fue condenado a una sentencia de 25 años en prisión.

Mientras estuvo en la cárcel, Sutton alegó continuamente su inocencia, como hacen muchos otros convictos. Estudió las bases de las pruebas del ADN y mientras tanto, pedía una y otra vez una nueva prueba que sería exculpatoria. Pero no tenía dinero para permitírsela. La suerte hizo que dos periodistas de una televisión de Houston se interesaran por el caso y le presentaran los datos a William C. Thompson, profesor de Criminología de la Universidad de California en Irvine.

El informe de Thompson fue demoledor. El trabajo del laboratorio de la policía de Houston era desastroso y falto de rigor. Por ejemplo, no fueron capaces de obtener los mismos resultados en dos ensayos distintos del ADN de la víctima. También encontró en una de las muestras del lugar del crimen ciertos alelos de marcadores moleculares que no correspondían a los del acusado. ¿Como fue posible entonces la condena? Los datos no fueron correctamente presentados al jurado, y se omitieron deliberadamente por la acusación.

Éste fue el caso de uno de los marcadores moleculares: DQA. Cada uno de nosotros tiene dos copias, o alelos, de este marcador, que normalmente son diferentes, aunque podrían ser iguales. Los alelos de cada marcador se identifican con números, por lo que cada individuo contiene dos alelos, o números, diferentes. En este caso, ésta fue la identidad de los marcadores de DQA en la víctima, acusado y las muestras (datos tomados del informe de Thompson de 2003):

 

Puesto que se encontraron cuatro alelos en las muestras vaginales y púbicas de la víctima, deberían corresponder a los dos violadores. Y puesto que la mancha encontrada contenía dos de esos alelos, es lógico pensar que el otro violador poseía los dos restantes. En ningún caso coinciden con los de Sutton si los consideramos por parejas. Se puede ver que los alelos de Sutton están presentes en las muestras vaginal y púbica, pero que en realidad provienen de diferentes personas. Esta forma de presentar los datos excluye claramente a Sutton, pero nunca fueron así mostrados al jurado.

La afirmación más lapidaria de la acusación, el que al probabilidad de encontrar el perfil de ADN de Sutton en la población negra es de 1 entre 694000, también es incorrecta, por muy abrumadora e inculpadora que parezca. La forma científica y correcta de calcular el valor de una prueba de ADN es calcular la probabilidad acumulativa de inclusión (CPI). Para ello se hace la suma de los posibles genotipos en cada marcador, y se multiplican estas sumas para cada marcador.

Sería tedioso presentar los datos aquí, pero el resultado que Thompson calculó de la frecuencia de individuos afro-americanos que podrían ser incluidos como contribuyentes de esperma en la fracción vaginal era de 1 entre 15. De hecho, como fue el ADN de dos individuos afro-americanos los que fueron analizados, la probabilidad de que Sutton presentara el perfil de uno de ellos es el doble, es decir, 1 entre 7.

Tras cuatro años y medio en prisión, en la lluviosa mañana del 12 de marzo de 2003, Josiah salió por la puerta trasera de la cárcel del condado de Harris, con una radiante sonrisa ante una multitud de periodistas, familiares y amigos.

La prueba del ADN no se equivoca, lo hacen las personas que las realizan.

El caso de Sutton, y otros muchos realizados incorrectamente, ha hecho mejorar los sistemas de recolección y análisis de muestras de ADN y a tener auténticos expertos al cargo de la interpretación de los resultados. Esperemos que siempre sea así.

 

 

Jesse Gelsinger, la primera víctima de la terapia génica

Casi a la edad de tres años, mientras veía dibujos en la televisión, Jesse Gelsinger cayó en coma. Fue diagnosticado de deficiencia de ornitina decarboxilasa (OTC), una enfermedad genética hereditaria que afecta al ciclo de la urea. La falta o el bajo nivel de esta enzima provoca que se acumule amonio en la sangre, que cuando llega a ciertos niveles puede producir coma, daño cerebal y consecuentemente la muerte. El gen cuya mutación provoca esta enfermedad se encuentra en el cromosoma X, por lo que es mucho más común en hombres que en mujeres, afectando a 1 de cada 40.000 nacimientos en la población. Los bebés afectados por la carencia de OTC mueren a los pocos meses de nacer, y lo que sobreviven raramente sobrepasan la edad de cinco años.

Sin embargo, a pesar de ser una enfermedad hereditaria, ningún miembro de la familia Gelsinger fue diagnosticado previamente de la enfermedad. El caso de Jesse parecía ser el resultado de una mutación somática durante el desarrollo, no por herencia de uno de los cromosomas de su madre. Además, no todas las células de su cuerpo contenían el gen mutado. Por ese motivo la enfermedad que sufría no era mortal, y si se sometía a una dieta baja en proteínas y a un tratamiento framacológico apropiado, podría sobrellevarla y llevar una vida normal. Excepto otra caída en coma a la edad de 10 años, tras una ingesta inapropiada de proteínas, Jesse creció y se desarrolló sin apenas síntomas.

 En 1998, cuando Jesse tenía 17 años, su padre oyó hablar del desarrollo de una prueba clínica de terapia génica en el Instituto de Terapia Génica de la Universidad de Pennsylvania. Paul y Jeese estuvieron de acuerdo en probar el tratamiento, que aunque no pudiera curar completamente la enfermedad, si podría paliar sus devastadores efectos en niños recién nacidos. Las pruebas clínicas se realizarían en adultos que sufrían la enfermedad de forma atenuada.

El 13 de septiembre de 1999, Jesse fue el último paciente, el número 18, en ser tratado. Se le inyectaron 30 mililitros de una suspensión de un virus genéticamente modificado en la arteria hepática, siendo la mayor dosis empleada en todo el estudio. A la mañana siguiente, Jesse sufría ya una cuadro muy severo de ictericia. Su nivel de amonio en sangre subió y le hizo entrar en coma. Tras un fallo multiorgánico, y posterior daño cerebal severo, Jesse falleció el 17 de septiembre.

Tras un gran revuelo donde se mezclaron conflictos de intereses entre los investigadores de la Universidad de Pennsylvania y una empresa de biotecnología, deficiencias en la comunicación de los riesgos del tratamiento, ocultación de datos del tratamiento en animales (tres de los monos empleados murieron) y del tratamiento anterior en otros pacientes (sufrieron daño hepático), e irregularidades del comité de bioética que llevó el caso, las autoridades médicas cerraron temporalmente todas las intervenciones de terapia génica. Paul Gelsinger y la Universidad cerraron un acuerdo de indemnización que no se ha hecho público.

La muerte de Jesse provocó reacciones que influyeron en las políticas de bioética, informe al paciente y pruebas clínicas en los Estados Unidos. Aún así, el problema ético de las pruebas clínicas en general, y de la terapia génica en particular, continúa.

Para saber más de la historia de Jesse, consulta la página que mantiene su familia.