Rafael Valladares, Portugal y la Monarquía hispánica,1580-1668
La legitimación de ésta, sin embargo, no resultó un problema menor. En el Antiguo Régimen, las rupturas entraban a duras oenas en el espacio político y mental de los pueblos. Y cuando sucedían, solían terminar por ser rechazadas. Era la tradición lo que garantizaba el soporte a un movimiento de envergadura que pretendiera nacer con vocación de perdurabilidad. En el Portugal de 1640, los grupos dirigentes contrarios a los Austrias necesitaban presentar su desobediencia a Madrid como un acto de justicia con respecto a la persona que en 1580 había sido tiránicamente excluida del trono: la duquesa Catalina de Braganca. El hecho de que durante el régimen Habsburgo en Portugal los duques de Braganca hubieran permanecido en su palacio de Vila Vicosa, tenía que ver con el objetivo de mantener intacta su preeminencia en el reino, ya que fuera de él -en la corte de Madrid, por ejemplo,u ocupando cargos en algún lugar de la Monarquía -, el brillo de su linaje de habría difuminado al tener que confrontarlo con el de otras casas. Esto no quiere decir que los Braganca renunciaran a practicar alianzas internobiliarias: por el contrario, desde 1580 las desarrollaron sin cesar- y con títulos de Castilla- siempre y cuando vieron que por este medio fortalecían su peso. Así, el nieto de doña Catalina, el futuro rey D. Joan IV,estaba casado con doña Luisa de Guzmán, la hermana del huque de Medina Sidonia. Pero nada de esto cambiaba las cosasa: el tronco del linaje permanecía siendo Braganca. Por consiguiente, nada obstaba para que sesenta años después de la agregación filipina, el discurso de los desafectos a Madrid siguiera reconociendo en los duques bragantinos el derecho a la corona de Portugal, De ahí que la aclamación real del duque D.Joao en 1640 sirviera a los conjurados para afirmar haber dado fin a la usurpación de Felipe II. La razón por la cual el duque de Braganca aceptó unirse a la revuelta es simple: aunque sus relaciones con Felipe IV pasaban por correctas (pese a las desconfianzas inevitables), la oferta de los conjurados de sustituir en su cabeza la corona ducal por la real superaba, con mucho, cualquier prebenda que pudiera llegarle de Madrid.