En el corazón de Sudamérica, donde las selvas se hallaban preñabas de misterios, vivían unos cazadores de hombres y de animales, que se afilaban los dientes como signo de belleza y masculinidad y empleaban flechas envenenadas. Siguiendo el curso inverso de los grandes ríos, como el Amazonas o el Orinoco, se alzaba la monumental columna vertebral del continente: los Andes. En las zonas más elevadas, donde los picos habían permitido el milagro de unos fríos valles, en los que crecían las más exóticas plantas, habitaban unos seres de «poderosos pulmones», los cuales ya hablaban el aymará y, sobre todo, acababan de fundar la gran civilización de Tiahuanaco.
Se encontraban en las orillas del lago Titicaca, era el año 1.000 a.C., y estaban obteniendo hasta tres cosechas en unas fértiles tierras que envidiaría el paraíso. Allí había una piedra en la que los incas situarían el origen del Sol. Mucho más lejos, en paisajes dominados por las piedras, vivían otras tribus menores, pertenecientes a la misma raza y que se entendían con una lengua quechua, pero que pertenecía a una familia similar a la aymará.
Más al norte, donde los Andes parecían tener fin, se hallaban las regiones de Mesoamérica y México, cuyas montañas no por ser menores dejaban de encolerizarse con tanta fuerza como la hermana grande, ya que contaban con sus grandes volcanes, algunos de los cuales llevaban muchos años humeando. Lugares que debían asustar a todo lo vivo; sin embargo, ya estaban siendo poblados por grandes tribus, a los que se conocería con el nombre de totonacas, toltecas, zapotecas, huastecas, mayas, aztecas, etc.
La organización principal de todos ellos era la familia, se alimentaban preferentemente de los productos agrícolas y habían convertido el maíz en su «planta dios«. Los hombres iban materialmente desnudos, pues nada más que llevaban un taparrabos y sandalias; mientras que las mujeres se cubrían con un ceñidor y enaguas cortas de algodón hilado, pero llevaban los pechos y los pies desnudos, a la vez que soportaban el mayor trabajo dentro de la choza.
Las familias formaban clanes, los cuales se integraban en unas tribus, cuyos miembros se encontraban unidos por unos lazos de consanguinidad. Se distinguían estos indígenas unos de otros por sus nombres totémicos, adoraban a unos dioses muy parecidos y concedían un alma a todo lo que les rodeaba. Labraban la piedra como ninguna otra civilización en el mundo y estaban creando su propio universo, sin ninguna otra influencia. Puede decirse que las grandes migraciones habían concluido.
Desde el año 1.000 a.C. en Mesoamérica y México se iban a producir una intercambio de predominios entre sus civilizaciones; a la vez, irían surgiendo una serie de diferencias en las costumbres, en los ritos y en la cultura que les darían una personalidad individualizada. Serviría para convertirlas en pueblos autónomos en muchos conceptos, lo que resulta muy apasionante para cualquier aficionado a la arqueología y a la historia.
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