Se contaba que Moctezuma era un gran maestro en el uso de cualquier tipo de armas, sobre todo la espada de obsidiana y el arco, como pudo demostrar en las frecuentes cacerías en las que participó. Pero no hacía ostentación de ello, acaso porque desde niño le habían gustado más los silencios que las largas conversaciones. Esta especie de reserva a manifestar sus pensamientos llegó a ser tan bien considerada, que hasta sus maestros la elogiaban, debido a que cuando le escuchaban no podían reprocharle ningún error en las breves y precisas exposiciones. Por eso decían de él: el joven Moctazuma es sabio porque deja que reposen sus pensamientos lo suficiente, lo que permite que al convertirlos en palabras resulten muy concretos; además, acostumbra a utilizar las frases correctas.
Pero no sólo era un buen orador, aunque reservado, sino que aprendió con facilidad la escritura ideográfica. Esto le permitió adentrarse en los mundos de la astronomía, la astrología, el manejo de los calendarios, las técnicas de la adivinación y los tonalámatl (libros empleados para reforzar la memoria). Como entendió que toda esta ciencia era demasiado importante, se cuidó de hacerla más hermética, debido a que lo sagrado nunca debía ser <<vulgarizado al ponerlo a la altura de los ignorantes>>.
El cronista José Acosta dejó escrito que Moctezuma aprendió de la religión hasta sus más pequeños rituales, por eso siempre se mostró tan escrupuloso con las actividades que se mantenían en el interior de los templos. En esto demostró la personalidad de un ser grave y respetuoso de las normas. Al verle comportarse con tanta dignidad y valentía, ya que era el primero en acudir a un lugar donde se hubiera producido una catástrofe, el pueblo terminó por decir que el nombre de Moctezuma significaba <<el Valeroso>>, lo que nunca podemos considerar exagerado.
Lo que sí forma parte de la leyenda es la anécdota de que cuando Moctezuma fue elegido como gobernante, los altos dignatarios que le buscaban para comunicarle su nombramiento, le fueron a encontrar barriendo los ciento treinta y tres escalones del templo. Con este gesto pretendió demostrar que nunca había deseado el Imperio, pero como así lo habían querido los cuatro grandes consejeros, él no podía negarse. Una vez se encontró ante el lar de los dioses, se cuidó de extraer sangre de sus orejas y de sus piernas, porque era lo que imponía el ritual.