Libertad del cristiano y ética luterana

Una de las mayores críticas recibidas por Lutero por parte de sus opositores ha versado sobre la libertad del cristiano y la supuesta carencia de una ética para la vida terrenal. El razonamiento de sus detractores era sencillo. Si únicamente la fe justificaba la salvación, las buenas obras carecían de valor, por lo que los cristianos podían interpretar que tenían vía libre respecto a las malas acciones que cometieran. Sin embargo, Lutero no defendía esta idea ni muchísimo menos. Febvre recuerda que ya en Comentario sobre la Epístola de los romanos, el profesor afirmaba que “no hacer el bien es no amar a Dios”. Cuando el hombre reconocía su propia miseria, se acogía en exclusiva a la fe en Cristo y a la gracia divina. En este momento, sentía un deseo de ser digno de ello y emprendía una transformación permanente basada en un ideal de fe. Dicha conversión sólo podía ser plena tras la muerte, cuando el fiel conseguía sustraerse de su naturaleza pecadora. Por tanto, la justificación por la fe no sólo confería al creyente la tranquilidad espiritual sino que también le impulsaba a cometer únicamente acciones positivas.

La cuestión de las buenas acciones está relacionada con la ética. La capacidad del ser humano de distinguir entre buenas y malas acciones conllevaba el reconocimiento de su responsabilidad respecto a su propia vida. Por tanto, si el creyente era responsable, necesariamente debía tener cierto grado de libertad a la hora de actuar. Esta era la postura presentada por los oponentes católicos. Dicha aseveración sería desmentida por Lutero en De la libertad del cristiano (1520). Atkinson afirma que la idea central de este escrito era paradójica: por un lado, el cristiano, en virtud de la fe, era dueño de todas las cosas y no estaba sujeto a nada; por otra parte, también era servidor y estaba sometido a todos en virtud del amor al prójimo. La fe expresaba su relación con Dios y el amor hacía lo mismo en cuanto a su relación con sus semejantes porque la fe en Cristo era el motor del amor del creyente respecto al resto de seres humanos. El gran error para Lutero era buscar una justificación humana a las buenas obras puesto que éstas sólo cobraban su verdadero sentido a partir de la fe. Por otro lado, respecto a la libertad, la justificación por la fe del cristiano le reportaba la mayor libertad de todas: servir al prójimo de forma voluntaria a cambio de nada. Esa era otra de las críticas que el reformador hacía a la doctrina romana oficial: enseñaba a los creyentes a buscar méritos y recompensas para obtener su salvación cuando las buenas acciones respecto al prójimo debían hacerse por sí mismas. La verdadera libertad de la que hablaba Lutero, según Oberman, era la que sentía el cristiano cuando eliminaba ese temor constante a su condenación que le tenía esclavizado durante toda su vida. La libertad cristiana se recibía a cambio de nada y se transmitía al prójimo de forma gratuita. Por ello el hombre cristiano, efectivamente libre, debía ser un siervo servicial respecto al resto de seres humanos.

Por tanto, la ética de Lutero era algo completamente ajeno a lo que la escolástica contemplaba como libertad humana. El hombre sólo era capaz de realizar buenas obras si se dejaba penetrar por Dios a través de la fe y desconfiaba de todos sus pensamientos e intenciones humanas. Cuando esto sucedía, no tenía sentido distinguir entre el bien y el mal porque, mediante la gracia de Dios, el hombre sólo era capaz de hacer el bien. Por ello, ante los reveses de la vida, Lutero proponía la confianza en Dios y el abandono a la providencia. Puede parecer que la ética luterana era profundamente pesimista pero Oberman nos enseña su verdadero significado. En el ámbito secular, Lutero no renunciaba a la ética ni contemplaba la vida como un valle de lágrimas. Si el mundo era una lucha entre el Diablo y Dios, el hombre debía aprovechar el tiempo para proteger la creación. El ser humano sólo podía colaborar en la obra divina de un modo: cuidando el mundo terrenal. Por ello Lutero promovía las buenas obras, denunciaba los abusos de la Jerarquía romana y proponía reformas políticas, sociales y económicas. Lutero había trasladado del cielo a la tierra la meta de la ética cristiana. La única salvación que podían proporcionar las buenas obras era la que supervivencia en mundo convulso y amenazado.

Hacia 1524 estalló un conflicto intelectual clave en la vida de Lutero que le enfrentó con Erasmo de Rotterdam. En su obra De libero arbitrio, el humanista defendía que Dios permitía a los hombres cierto margen para la libertad humana, que el hombre podía distinguir entre el bien y el mal, y que las buenas obras daban la posibilidad al ser humano de elegir entre la condenación y la salvación. El reformador, en De servo arbitrio (1525), replicaba que la salvación estaba predestinada por la voluntad divina para aquellos que tuvieran fe y que la libre voluntad del hombre no existía, pues todas sus acciones estaban mediatizadas por la gracia de Dios. Para Lutero, en palabras de Atkinson, la voluntad humana era dirigida por Dios o por Satanás y el ser humano no tenía nada que decir respecto a sus actos. Tan solo podía encomendarse a la lectura de las Sagradas Escrituras para ser consciente de su incapacidad para hacer el bien y de la insuficiencia de su voluntad. El propio Lutero afirmaba: “La voluntad libre en el hombre es el reino de Satanás”. Además, siguiendo a Oberman, Erasmo aconsejaba tratar con escepticismo científico las soluciones absolutas y definitivas respecto al tema de la libertad porque los escolásticos no habían sido capaces de ponerse de acuerdo tras siglos debatiendo. Dios era tan superior que sólo podía captarse un fragmento de su verdad, aunque a la piedad auténtica no le hacía falta más. Lutero respondía que este escepticismo llevaba a dos extravíos. El primero era la autoridad del Papa y el monopolio de la interpretación por la Iglesia romana, que impedían una lectura crítica respecto al centro de poder romano. El segundo era que la interpretación de las Escrituras fuera acaparada por los teólogos, que la tecnificarían de tal modo que cualquier cristiano no podría usarlas para reforzar su fe. Para el reformador, la Escritura no tenía ambigüedades sino que era el lector quien dudaba acerca de ellas, por lo que el mensaje divino era claro aunque algunos se negaran o no fueran capaces de entenderlo. Según Oberman, Erasmo era moderno, a diferencia de Lutero, porque apostaba por un largo futuro para llevar a cabo un cambio progresivo de la moralidad mediante la reeducación de la elite, que culminaría con la verdadera piedad. Consideraba a Lutero un impaciente, no más inteligente que otros intelectuales, y ello era una amenaza para la auténtica piedad y la educación al dudar sobre la capacidad de perfeccionamiento del hombre y la moral. Lutero, por su parte, consideraba que era la incidencia del Diablo y el advenimiento del Apocalipsis lo que causaba que el hombre ensalzara su autonomía frente a Dios y hablara de libre albedrío.

Dada su negativa del libre albedrío, era evidente que Lutero se oponía a la libertad de pensamiento. Al contrario que lo que numerosos autores han sostenido, el episodio de la Dieta de Worms no mostraba a un Lutero defensor de la libertad de conciencia que renunciaba al dogmatismo del viejo mundo. Lutero actuaba, más que por celo a su autonomía de pensamiento, porque sentía que seguía la voluntad de Dios. Como apunta Febvre, Lutero no defendía la supremacía de la razón respecto de la fe sino que pretendía someter la razón y la conciencia a la única autoridad posible: la Palabra de Dios. Para Oberman, Lutero sentía que la conciencia sólo podía ser libre cuando se sometiera por entero a la voluntad divina. Lo verdaderamente novedoso en Lutero no era la supuesta defensa del libre pensamiento sino la lectura individual y obediente de las Escrituras en contraposición con las interpretaciones de autoridades como el Papa o los concilios. También era algo nuevo que Lutero obligara a la conciencia a atender a otras interpretaciones razonables de la Biblia, si bien, en realidad, fue bastante parco a la hora de aceptar la razón de sus rivales.

Este es el último punto que derivamos de la libertad de conciencia: la relación entre la fe y la razón. El reformador, evidentemente, negaba el valor de la razón frente a las bondades de la fe en Dios. Como indica Febvre, la animadversión de Lutero frente a Erasmo ya venía desde antiguo y el punto de fricción central estaba relacionado con esta cuestión. En 1533, el mismo Lutero afirmó: “No hay un solo artículo de fe, por muy bien confirmado que esté en el Evangelio, del que no sepa burlarse un Erasmo, quiero decir la Razón”. Para Fevbre, la pugna entre fe y razón era la clave para comprender el debate y por ello el autor francés considera que las obras de ambos autores podrían perfectamente haberse llamado “De la religión natural” y “De la religión sobrenatural”. Sin embargo, Oberman ofrece nuevamente otra perspectiva. La fe reformista no se edificaba sobre la razón porque Dios estaba por encima de ella y la cruz de Cristo la contradecía. No obstante, la acción reformista sí que debía poder acreditarse en la razón y la experiencia porque, precisamente, estaba al servicio del prójimo y no de la justificación y de la santificación personales. El reformador recurría otra vez a la distinción entre el ámbito espiritual y el ámbito temporal para exponer sus ideas, si bien los límites entre ambos mundos en ocasiones pueden parecer difusos para el lector de sus obras.

Imagen: Portada De la libertad del cristiano. Página Iglesia luterana en Valparaíso: http://magdacespedesmel.blogspot.com/2011/01/la-eucaristia-es-una-llamada-la-entrega.html


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