Dada la polémica que desde los tiempos de la Reforma ha suscitado la figura de Lutero, es normal que su imagen se haya vinculado con el mismísimo Diablo. Esta vinculación, que puede tener distintas connotaciones, ha cobrado fundamentalmente dos caminos. El primero de ellos, protagonizado por sus detractores, ha sido el de identificar sencillamente al reformador con el Demonio. Tradicionalmente, los defensores de la postura católica romana acusaron a Lutero como una persona satánica. Pero el concepto de satanismo debe ser matizado. Wesel define dicho término como “la pretensión de ser algo aparte de la voluntad de Dios, mientras que el resto de los pecados consiste en conseguir algo contra su voluntad. En el primer caso, el hombre es un rebelde; en el segundo, un insubordinado”. Como vemos, el satanismo era una idea que iba más allá de la herejía. Desde este punto de vista, Lutero sería alguien que querría ser algo más que un ser humano al no aceptar la someterse a Dios Todopoderoso. Wesel sostiene que el satanismo es el pecado espiritual mientras que el resto tienen una parte más evidente de manifestaciones materiales. Es decir, el satánico es alguien que no busca sólo bienes materiales sino que tiene una idea tan elevada sobre sí mismo que pretende situarse al mismo nivel que el Creador. A todas luces es una acusación demasiado exagerada.
El mismo autor nos recuerda que en el siglo XVI aún seguía cundiendo la superstición y que, en base a ello, parte del sector católico consideraba a Lutero vinculado con el Diablo y la brujería. Pero, evidentemente, Lutero no tenía nada que ver con la brujería. Wesel opina que Lutero simplemente era un hombre con una cultura superior que se aparta de Dios para rectificar su obra. “Se considera el único depositario de la verdad, el ‘colaborador’ de Dios para reformar la Iglesia”. La crítica de Wesel concluye así: “‘el seréis como Dios’ es lo que resume el satanismo, el pecado de la soberbia”. En este sentido, Wesel puede tener razón. Lutero proporcionó muchos avances respecto a la religión en un sentido moderno. No obstante, lo cierto es que su dogmatismo y su intransigencia fueron constantes en toda su obra. En teoría, Lutero permitía el libre examen de las Escrituras y aceptaba cualquier argumento que estuviera sustentado en las Sagradas Escrituras. En la práctica, no aceptaba alterar ninguna de sus ideas independientemente de que los argumentos fueran más o menos válidos y a todos sus rivales los consideraba como esbirros de Satanás. La soberbia del reformador, su sensación de ser como una especie de profeta de Cristo, coexistía con una faceta más humilde y cándida que salía a luz, bien en el interior de su casa, o bien en sus momentos de soledad, cuando sentía que tenía que rendir cuentas ante la majestad de Dios. Esa es la doble cara de Lutero, tan común en los grandes líderes espirituales (y también políticos) de la historia.
Por otro lado, el vínculo entre Lutero y el Diablo tiene otra vertiente. El reformador sintió a lo largo de toda su vida que el Demonio se hallaba cerca de él para tentarle y atormentarle. Las crisis depresivas y espirituales de Lutero eran más o menos periódicas y, en ocasiones, dramáticas. Esta sensación de peligro agravó de forma alarmante y fue el motivo principal del miedo del doctor por la salvaguarda de su alma, lo que le llevaría a formular la doctrina de la justificación por la fe. La incidencia de Satanás en la vida y en el alma de Lutero pudo ser una reminiscencia de su infancia transmitida por la excesiva superstición de su madre, que tenía un tipo de religiosidad mágica y superficial muy típica de la época. Oberman destaca que Lutero nunca superó esta fe medieval en el Demonio sino que la profundizó y exacerbó. El reformador creía que el mundo estaba caracterizado por una lucha constante entre Dios y el Diablo por hacerse con la posesión de la Iglesia y del mundo entero. El objetivo de Lutero era entregar a los fieles las armas necesarias para hacerle frente y, de este modo, poder obtener la tranquilidad interior respecto al miedo a la salvación.
Cabe recordar que Lutero no creía que Dios y el Diablo estuvieran en igualdad de condiciones como enemigos sino que la superioridad de Dios era aplastante. En el Gran catecismo (1529), Lutero explica que, en realidad, el Demonio tentaba a los hombres precisamente porque Dios así lo quería. El camino hacia la salvación tenía que estar plagado de dificultades y de tentaciones para que el fiel fuera consciente de su naturaleza pecadora y, en consecuencia, de la imposibilidad individual de obtener la salvación. Sólo cuando el creyente estuviera desesperado, acosado permanentemente por el pecado y por Satanás, sería consciente de su debilidad y se arrojaría a los brazos de Dios para confiar únicamente en su gracia para poder salvarse tras la muerte, perdiendo así el miedo y la culpa por haber pecado. Todos los ataques del Diablo se dirigen contra ese fundamento de fe en la seguridad de la salvación y todas las tentaciones tienen como fin despertar en el fiel la duda sobre la confianza en Dios. Esta idea supone una inversión del concepto que tradicionalmente se había tenido sobre la tentación. Según Oberman, para Lutero la tentación no era una enfermedad, por lo que no existía ninguna medicina que le pusiera fin. El fiel debía habituarse a vivir continuamente entre tentaciones para resistirlas siempre, siendo consciente de que no podría vencerlas definitivamente, gracias a la confianza plena en Dios. En este sentido, Lutero sí que supera a la edad media porque cambia su idea del mundo. Para los escolásticos, el mundo era “el camino ancho y mortal que, aliado al demonio, llevaba al infierno” mientras que ahora, como dice Oberman, es el “espejo del demonio… el medio ambiente querido y preservado por Dios, soporte de vegetales, animales y seres humanos”. Antes las buenas obras se dirigían a Dios para obtener la salvación en una vida terrenal que debía ser como un “valle de lágrimas” pero ahora, dado que no son necesarias para cumplir dicho fin, se dirigen hacia la tierra, por amor a los hombres y a la vida. La Reforma de la Iglesia era una empresa que sólo Dios podría acometer al final de los tiempos. No obstante, el perfeccionamiento del mundo era obra de la Reforma humana y podía llevarse a cabo en el presente.
Por otra parte, Oberman considera que los autores defensores del reformador, que han ensalzado la modernidad de sus ideas, lo han declarado como una especie de “iluminador de las conciencias” y, para ello, han tenido que desdeñar y menospreciar esa presencia constante del Demonio en su vida como un resto medieval. La verdad es que Lutero creía tanto en el Diablo como en el propio Cristo. Si se elimina dicha creencia de sus ideas queda el “yo mejor”, la “ciudadela del protestante”. Es decir, el imperio de la conciencia individual que se ha sustraído del miedo a la condenación y del pavor a Dios, y ello le permite sentirse justo y, por tanto, ser libre y responsable de sus actos. Esta idea no es más que la trasposición de la naciente e individualista moral burguesa a las doctrinas luteranas, cuando en realidad el reformador hizo que se tambaleara. Las acciones no son juzgadas por el hombre como morales o inmorales sino que, a partir de las ideas de Lutero, aún se sigue hablando de la influencia de Dios o del Diablo en los actos humanos. La libertad individual no es tan acusada en Lutero como se ha defendido desde esta ética burguesa. Es decir, según Lutero, el hombre es incapaz de elegir entre el bien y el mal, pues sólo mediante la gracia de Dios puede actuar de forma recta dada su esencia pecadora. El protagonismo y la dignidad del hombre no han sido tan ensalzados por el reformador como algunos apologistas han querido demostrar. Por el giro luterano, el hombre abandona el centro de la creación para ocupar su margen y pierde el poder sobre sí mismo en beneficio de Dios y de su antagonista.
Por último, otro aspecto que ha sido infravalorado o deliberadamente ignorado sobre el pensamiento luterano ha sido la creencia en el advenimiento inminente del Apocalipsis. Lutero sostenía que san Mateo vaticinó que uno de los síntomas de la llegada del fin de los tiempos sería la desviación del comercio de indulgencias. Esta honda creencia en que el mundo caminaba hacia su final explica de dos formas la idea que Lutero tenía de la Reforma. Por un lado, la crítica de la Iglesia y de la religiosidad de la época no se trataba de un análisis frío y distanciado de su tiempo. Lutero se ubicaba, en realidad, entre la esperanza y el temor de que Dios irrumpiera en cualquier momento en el mundo para acabar con él y proceder al Juicio de todas las almas. En el momento del fin, el Señor soltaría al Diablo entre los hombres para llevarse únicamente a los que fueran justos. El reformador creía que ese día había llegado precisamente por el abuso que la Iglesia estaba realizando de la venta de indulgencias. Ello explica esa obsesión del doctor respecto de la presencia del Diablo, al que creía ver por todas partes, especialmente en el seno de la Iglesia de Roma. De ahí deriva esa actitud de Lutero por atacar a todos sus enemigos como agentes del Demonio y por esforzarse en presentarse como un campeón del bando de los justos, de aquellos que han recibido el favor de Dios y que están predestinados a la salvación. Su objetivo no era sólo corregir algunos errores doctrinales y materiales de la Iglesia sino intentar salvar a cuantos cristianos fuera posible antes de que fuera demasiado tarde.
Imagen: Blog Hallados en una botella: http://halladosenunabotella.blogspot.com/2010/12/el-circo-del-diablo-iii.html