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El siglo XV evidencia significativos cambios, de acuerdo a lo vigente durante el desarrollo de la Edad Media. La resurrección del absolutismo papal, asombrosamente rápida dada la degradación que el oficio papal había sufrido durante más de un siglo, tuvo su paralelo en un tremendo desarrollo del poder monárquico en casi toda la Europa occidental. En todos los reinos creció el poder regio a expensas de las instituciones rivales -nobleza, parlamentos, ciudades libres o clero- y en casi todos los países el eclipse del sistema representativo medieval fue permanente. Sólo en Inglaterra la duración relativamente breve del absolutismo de la dinastía Tudor permitió que se conservase la continuidad de la historias parlamentaria. El poder político que había estado en gran parte disperso entre feudatarios y corporaciones, se condensó rápidamente en manos del monarca que, por el momento, fue el principal beneficiario de la creciente unidad nacional. La concepción de un soberano que es la fuente de todo poder político, pasó a ser en el siglo XVI una forma común de pensamiento político.

En España, la unión de Aragón y Castilla con el matrimonio de los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, inició la formación de una monarquía absoluta que convirtió a ese país en la más grande de las potencias europeas durante la mayor parte del siglo XVI.

En Inglaterra, el final de las guerras de las Dos Rosas y el reinado del Enrique VII (1485-1509) iniciaron el período de absolutismo de la dinastía Tudor, que comprendió todo el reinado de Enbrique VII y gran parte del reinado de Isabel. Aunque Enrique VII debía su trono a una combinación de la nobleza, su política se conformó, en términos generales, a los patrones dominantes en el período.

Aunque Alemania constituye una aparente excepción a la regla, ya que la debilidad del imperio permitía la anarquía y contrariaba el desarrollo de aquel sentimiento nacional que había sido el principal apoyo de Luis de Baviera en su controversia con los papas, es posible considerar que más que una excepción fue una suerte de retraso, ya que el ascenso de Prusia y Austria al poder soberano no fue distinto del cambio producido en España, Inglaterra y Francia.

Sin embargo, es Francia el país que presenta el ejemplo más típico del desarrollo de un poder real altamente centralizado. Los comienzos de la unidad nacional francesa durante la época de Felipe el Hermoso, se perdieron en gran parte durante la Guerra de los Cien Años. Pero aunque ese período de guerras exteriores y civiles fue perjudicial para la monarquía, fue fatal para todas las demás instituciones medievales -municipales, feudales y representativas- que habían amenazado con superar a la monarquía. La segunda mitad del siglo XV produjo una rápida consolidación del poder real que hizo de Francia la nación más unida, compacta y armónica de Europa. La ordenanza de 1439 agrupó toda la fuerza militar de la nación en manos del monarca e hizo efectiva su autoridad al concederle un impuesto nacional con que sostenerla. El éxito de la medida fue asombroso y muestra con toda claridad por qué las naciones en proceso de ascensión, estaban dispuestas a apoyar el absolutismo regio. Pocos años después se había creado un ejército de ciudadanos, bien preparado y equipado, que había expulsado del país a los ingleses. Antes de acabar el siglo habían sido sometidos lo grandes feudatarios -Borgoña, Bretaña y Anjou-. Entre tanto los estados generales habían perdido para siempre su control sobre los impuestos y con él su poder de influir en el monarca, y este último había establecido su poder sobre la iglesia francesa. Desde los primeros años del siglo XVI hasta la época de la Revolución el monarca se convirtió prácticamente en único representante de la nación.

En Italia, las fuerzas de un nuevo sistema comercial e industrial habían sido especialmente destructoras de las instituciones antiguas, pero por razones implícitas en la situación política, las fuerzas constructivas estaban más neutralizadas y retardadas que en otros países. En la época en que escribió Maquiavelo, Italia estaba dividida en cinco estados grandes: el reino de Nápoles en el sur, el ducado de Milán en el noroeste, la república aristocrática de Venecia en el noreste y la república de Florencia y los estados pontificios en el centro.

Maquiavelo consideraba que la iglesia era especialmente responsable de tal estado de fragmentación. Demasiado débil para unir a Italia, el para era, sin embargo, suficientemente fuerte para impedir que ningún otro gobernante la uniera, en tanto que sus relaciones internacionales la hacían ser el inciador de la viciosa política de invitar a la intervención extranjera.

La sociedad y la política italianas, tal como las concebía Maquiavelo y como, de acuerdo con él, cree la mayor parte de los historiadores, son un ejemplo peculiar de un estado de decadencia institucional. Era una sociedad intelectualmente brillante y artísticamente creadora, más emancipada que cualquiera otra de Europa de las trabas de la autoridad y dispuesta a enfrentarse al mundo con un espíritu fríamente racional y empírico, y presa, sin embargo, de la peor corrupción política y la más baja degradación moral. Las instituciones cívicas antiguas estaban muertas; ideas medievales que como las de la iglesia y el imperio, todavía en los días de Dante, podían despertar un noble entusiasmo, no eran ya ni siquiera recuerdos.

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