Se planteaba, en Portugal, el problema de la sucesión del viejo Rey, y por eso el Rey Enrique de Portugal había nombrado a cinco gobernadores que regirían su reinado a su fallecimiento y para que deliberasen cual iba a ser el nuevo soberano a su muerte. Entre los pretendientes estaba Felipe II.
Pero, el Papa de entonces, Gregorio XIII se sintió obligado a intervenir en este asunto, y mandó a un legado para “recoger las aspiraciones de los diversos pretendientes” y después poder tomar una decisión. Para él, esta intervención representaba mucho ya que de esta forma se podía defender la paz en la Cristiandad ante el riesgo y el miedo de una perturbación repentina pero también era un medio de subrayar y de hacer prueba de “la importancia de la Iglesia como árbitro en los grandes conflictos de la Cristiandad”.
Pero esta intervención ofendió mucho a Felipe II que tenía que afrontar al Papa ya que con el hecho de poder arbitrar cuestionaba sus “mejores derechos”, lo que le ponía en muy difícil posición.
Además, el Papa iba hasta amenazar con retirar la ayuda económica, procedente del clero castellano, a la Monarquía.
De hecho, Felipe II se sintió muy agraviado y le hizo partícipe de sus agravios en una carta que le escribió al Papa.
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