Son escasas las referencias de las iniciales vivencias del retoño. Francisco de los Cobos, asiduo corresponsal del Carlos V, facilita, casi a renglón seguido del nacimiento, una visión simplista de la disposición de la criatura al notificar que “está muy bueno y de cada día va mejorando; plegue a Dios que lo guarde, que está tan bonito que es placer verle”.
Leonor de Mascareñas, elegida aya y, por tanto, más cercana al crecimiento del pequeño, detalla desde Guadalajara, en dos sabrosas cartas datadas en las postrimerías de agosto de 1545, una tanda de incidencias que desvelan las tribulaciones que se ocasionan tan pronto como el niño abandona su localidad natal, acompañado por sus tías María y Juana, para afincarse en Alcalá de Henares. El crío hace dos días que no mama y sus nodrizas han tenido que retirarle el pecho por las mordeduras que han padecido en la lactancia. Tras una serie de consultas a los médicos, que tardan en proponer una solución, con la consecuente rémora para su desenvolvimiento, se resuelve cambiar el sustento por leche de cabra, pero el infante se niega a tomar el novedoso alimento, desgañitándose para evitar el inaudito procedimiento de que mamase de las ubres del animal. Como recela del producto ordeñado, sea de cualquier procedencia, los galenos optan por darle comida en horas diurnas y lograr que las mujeres contratadas le ofrezcan sus pechos por la noche, sin que mudase de hembras en exceso, para conseguir que no se perdiesen los beneficios de la crianza natural y evitar con ello precoces calenturas, viruelas y algún hastío.
La pesadumbre de la esforzada doña Leonor, que hacía más de tres lustros había sido aya de Felipe II, no se limita a los problemas que genera la manutención. La carencia de efectivo para pagar a las dos amas de cría que le han amamantado cinco semanas, esposas de un calcetero y de un tejedor, tiene su genio soliviantado y patentiza con claridad los apuros económicos de la casa de las infantas y del mundo áulico en general.
Insiste la piadosa dama portuguesa ante el comendador Cobos en la perentoria obligación, aconseja que se desembolsen cincuenta ducados a una nodriza y cuarenta a la otra por las jornadas en que han dado de mamar cada una al niño, aparte de entregarles diez varas de paño tendido negro para saya y manto y dos varas de terciopelo negro para guarnecer, y se lamenta, además, que le ha pedido dinero al obispo para tal menester y le ha contestado que no lo tiene ni puede, en consecuencia, dejárselo. Y que no se atreve a realizar más peticiones por temor a que le respondan de idéntica manera. La inferencia es que la casa real no disfrutaba de excesivo crédito ni exteriorizaba una correcta moralidad en cuanto al abono de sus compromisos pecuniarios.
Nada más ultimar el segundo escrito, añade una apostilla significando que “el infante está risueño y muy alegre Dios le guarde; y parece que le hace mucho provecho el comer y come de muy buena gana y comería más de lo que le damos”.
El receptor de estas comunicaciones, Francisco de los Cobos, con su laconismo usual, vuelve a dirigirse al emperador el 27 de septiembre de 1545 corroborando que “el infantitio está muy bonico” y don Felipe, en la misma fecha, escribe también a Carlos V, dándole cuenta de las peripecias ocurridas con las amas de cría durante la lactancia.
No mentía, por sonsiguiente, Paolo Tiepolo cuando en su memoria al Senado de su país, emitida nada menos que en 1563, narraba sorprendentemente los contratiempos generados con los pechos de las nodrizas casi dieciocho años después de que se produjesen.