Tres religiones, tres culturas
Las monarquías cristianas, desde mediados del siglo X, reciben la herencia del califato Omeya, asumirán la coexistencia cristiano-hebrea-islámica. Como la sociedad española reconquistadora estaba mal dotada, técnica y científicamente, su convivencia con los judíos se hizo, en las primeras etapas, mucho más viva. Los financieros, médicos y viticultores fueron preferentemente judíos. Raimundo de Salvetat, arzobispo de Toledo, y Alfonso X el Sabio, un siglo más tarde, entendieron que, para progresar, necesitaban reunir sabios de las tres religiones, así se juntó lo que se denominó la Escuela de traductores, en realidad un centro reinvestigación sumamente beneficioso para Europa.
La comunidad judía de Castilla, cuya presencia en Toledo fue muy elevada en el siglo XII, contribuyó decisivamente al encuentro entre el pensamiento griego transmitido por los árabes y el pensamiento cristiano. Los judíos actuaban como traductores al castellano de textos árabes, para que clérigos cultos lo vertieran después al latín. La experiencia no sólo enriqueció al cristianismo, sino también al pensamiento judío, que, de estar influido fundamentalmente por el platonismo, comenzó a valorar en gran medida el aristotelismo, como se ve en Maimónides.
En los siglos XII y XIII, las tres creencias se convirtieron en integradoras de otras tantas comunidades que habitaban en el mismo suelo, cada una de ellas aparecía dotada de tradiciones, lengua literaria, costumbres y derecho peculiares. Cada comunidad seguía su Ley, pero vivía dentro de un territorio cuyo soberano pertenece a una, la que detenta una absoluta legitimidad que niega a las otras dos. Coexistencia no significó en ningún momento igualdad, solo tolerancia.
Las tres confesiones, aún combatiéndose recíprocamente, se influyeron entre sí con intensidad tal que resulta muy difícil separar las aportaciones de cada sector al común patrimonio de la cultura española. Todos pretendían conservar su identidad, manteniéndola en estado de pureza. Por eso nunca llegó a declararse deseable la convivencia, a lo sumo se decía que era útil. Lo s reyes ante las Cortes no paraban de insistir que los “judíos eran suyos” y que su finalidad era la conversión.
Durante los siglos medievales, la sociedad cristiana española se mostró persistente en su hostilidad hacia los judíos, aunque fue muy variable en sus manifestaciones concretas. El aire de tolerancia que se respiraba era solo en el caso de que los individuos se convirtieran mediante el bautizo.
Lo cierto es que judíos y musulmanes formaban sendas minorías, organizadas como microsociedades en el interior de la gran sociedad cristiana nacional.