Hace ochenta años, el 12 de abril de 1931, se celebraron unas trascendentales elecciones municipales en España. Era la fórmula que la Monarquía había encontrado para iniciar la vuelta a la normalidad constitucional tras el paréntesis de la Dictadura de Primo de Rivera, proclamada en 1923 con la connivencia del rey. La campaña electoral, sin embargo, había desbordado los problemas del ámbito local para plantear si España podría situarse a la altura del resto de países europeos mientras perdurase una monarquía como la que representaba Alfonso XIII. En las ciudades más importantes, donde el voto se podía emitir con libertad, triunfaron las candidaturas republicanas y se hizo evidente para todos, incluso para el propio monarca, que se había optado por una nueva forma de Estado y, sobre todo, por acometer, con ilusión, las reformas que España necesitaba. Todos los testimonios coinciden en señalar la alegría y la esperanza que suscitó el nuevo régimen en la inmensa mayoría de la población.
La Segunda República, con un gobierno republicano-socialista, abordó de inmediato, en el llamado bienio reformista, la solución de problemas casi seculares que se concretaron en las siguientes líneas maestras: la defensa de los derechos y libertades de la persona, la afirmación de la supremacía del poder civil sobre la Iglesia y el Ejército, la modernización económica, social y política del Estado –a través de la reforma agraria y otras medidas económicas y, sobre todo, por medio de la educación-, la atención de los derechos de las mujeres y la configuración de un Estado que respetase las peculiaridades de regiones y nacionalidades diversas.
Debido a la lógica impaciencia de quienes llevaban décadas esperando esas soluciones y por la resistencia de quienes temían perder sus privilegios -no menos lógica, aunque sí más criticable-, estallaron muchos conflictos largo tiempo contenidos. El esfuerzo reformador de quienes llegaron al poder en abril de 1931, al margen de sus errores, fue innegable. No hay que olvidar que la tarea no era fácil ni favorables las circunstancias internacionales, con la crisis económica posterior al crack de 1929 y el desprestigio del parlamentarismo a manos de regímenes totalitarios en Europa.
Para llevar a cabo la democratización de España, se elaboró una Constitución -aprobada en diciembre de 1931- que establecía el principio de igualdad entre los ciudadanos, fuesen cualesquiera su “naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas o las creencias religiosas”, hacía una expresa declaración de pacifismo, reconocía a las mujeres el derecho al voto, establecía el principio de separación de poderes, declaraba la laicidad del Estado, enumeraba una larga serie de derechos individuales y sociales, suprimía cualquier distinción entre hijos legítimos e ilegítimos, y subordinaba la riqueza del país a los intereses nacionales.
El ritmo de todas estas reformas, vertiginoso para quienes no querían ceder en sus privilegios, resultaba desesperadamente lento para otros muchos: de ahí las impaciencias de sectores del movimiento obrero encuadrados en la CNT o el PCE (aunque éste era todavía un grupo minoritario) o incluso la actitud de muchos socialistas, que revisaron su participación en el gobierno y plantearon una alternativa revolucionaria. Los problemas se fueron acumulando y el régimen se enajenó las simpatías de amplios sectores de la población, en algunos casos innecesariamente. Pero era muy difícil en el diario actuar “hacer posible y compatible la paz y la justicia, la libertad y el orden”.
Una ley electoral que premiaba a las coaliciones, en busca de gobiernos estables, propició la victoria de las derechas en las elecciones generales de 1933, frente a los republicanos, divididos, y los socialistas que se presentaron en solitario a ellas. Así las cosas, Alcalá Zamora confió el gobierno al Partido Radical de un desprestigiado Lerroux, pero no pudo impedir las crecientes exigencias de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) que, de hecho, planteaba la revisión de todas las reformas hechas durante el bienio anterior. Hasta septiembre de 1935 se sucedieron siete gobiernos, muy inestables, que llevaron a cabo una política que no aportó nuevas soluciones a los problemas existentes, más allá del endurecimiento del orden público.
La conjunción de la actitud de la derecha en el poder, el ascenso de los fascismos en Europa y la radicalización de la clase obrera fueron las causas de la revolución de octubre de 1934, que estuvo muy mal planteada y careció de objetivos concretos, pero se convirtió en un mito para la izquierda y dañó seriamente la legitimidad de la Segunda República. A partir de entonces, la derecha acentuó la represión y los escándalos de corrupción destrozaron al Partido Radical, mientras que en la izquierda se iba construyendo un proyecto de Frente Popular, coalición que también se dio en Francia y otros lugares. Finalmente, Alcalá Zamora disolvió las Cortes y convocó elecciones para febrero de 1936.
El Frente Popular, que había elaborado un programa que contemplaba una República burguesa avanzada, más moderado que el de la Conjunción entre republicanos y socialistas en abril de 1931, venció en esos comicios por un estrecho margen de votos. Pero no fue posible aplicar un programa reformista, pues muchos españoles, de derechas e izquierdas, habían perdido la fe en el sistema parlamentario. Y mientras la izquierda hacía proclamas revolucionarias, la derecha preparaba la contrarrevolución. Pero, a pesar del aumento de los conflictos sociales y de la violencia política desde febrero de 1936, el levantamiento militar del 18 de Julio se debió a la voluntad de amplios sectores de la derecha, existente desde mucho antes, de suprimir la democracia republicana y aniquilar a la izquierda.
En esta Exposición hemos tratado de recoger, muy someramente, cómo se desarrolló este proceso en la provincia de Alicante, procurando aportar imágenes y documentos procedentes de numerosas localidades que nos permitan conocer mejor esta etapa de nuestra historia, cuyo balance ha sido muy condicionado por la Guerra Civil de 1936 a 1939, pero que fue, sin duda, la primera experiencia democrática española.
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