«Son las diez de la mañana, los pájaros cantan en el jardín, desayuno un té con media tostada, hojeo levemente en el periódico algunas calamidades de la vida, las piscina resplandece como una joya, (…) y siguiendo los consejos del médico he tomado esa pastilla contra la ansiedad que deja siempre mi pobre alma en punto muerto, bien planchada. Al cabo de cinco minutos la química ya ha hecho un buen trabajo y este servidor comienza a amar a todo el mundo en general, desde las focas a los rusos, incluyendo a Ronald Reagan y a los navajeros. Cuatro milenios de filosofía oriental se hallan condensados en este producto de farmacia, y en su interior alguien ha logrado sintetizar las aspiraciones de Buda que uno acaba de ingerir con un sorbo de agua. Basta con leer el prospecto para ahorrarse un viaje al Tíbet. Esta pastilla elimina del cerebro humano cualquier angustia, obsesión, fobia o emoción exagerada. Facilita la comunicación y el contacto interpersonal. Extermina el germen de la agresividad y te mete a Krhisnamurti en el cogote.
Durante este tiempo he recibido algunas llamadas por teléfono. Alguien me ha pedido que firme un manifiesto contra la OTAN. (…) He firmado sin dudar. Poco después otra voz igualmente serena ha requerido mi firma en una campaña a favor de los tiernos misiles. (…) Le he contestado que cuente conmigo. ¿He hecho bien? Dígamelo usted, puesto que yo, bajo el amoroso efecto de la pastilla, deseo complacer a todos. Los soviéticos me caen muy simpáticos, las ardillas del bosque tienen sus derechos, el negocio de los cohetes da de comer en Norteamérica a muchas familias y yo quiero entrar en Europa. ¿Qué puedo hacer? Hasta dentro de cuatro horas no debo tomar otra pastilla.»
Manuel Vicent, La pastilla, El País, 3 de julio de 1984.