«Una de las pruebas irrefutables de la afortunada diferencia radical entre hombres y mujeres se hallaba en su incompatibilidad térmica debajo de un edredón o una manta. Carlota pertenecía a la secta femenina de las arrebujadas, mientras que su marido, como al parecer sucedía con la mayor parte de los hombres, militaba en los ejércitos de los destapados. Ella era una criatura de pies polares y él un empedernido sudoroso. Ella consideraba un dogma de fe la clausura absoluta de la habitación, y él era un partidario de la herejía de las ventanas abiertas. Ella resultaba proclive al gregarismo de los abrazos nocturnos, y él pensaba que abrazarla bajo las sábanas era como sostener entre las manos una tea ardiendo, por un misterioso mecanismo metabólico que convertía a los frioleros en estufas durmientes. Ella profesaba en la orden de los camisones y de los pijamas, y él en la cofradía de los desnudos. Ella predicaba desde hacía siglos las bienaventuranzas de la calefacción central y él era un propagador de las virtudes del aire acondicionado. Ella adoraba la ortodoxia de la almohada en el cabezal; en cambio, él era un perjuro que dormía amartelado con su almohada, y libraba con ella cada noche una idílica batalla de contorsionista. Constituían dos especies enfrentadas e irreconciliables con intereses térmicos distintos…» (310)
Carlos Marzal, Los reinos de la casualidad.