Llenos de ilusión, amanecimos con la idea de preparar una cena de tapas para nuestros amigos islandeses. La lluvia nos impidió empezar el programa a la hora prevista, así que aprovechamos para comprar y adelantar los preparativos.
El Museo Árbær fue nuestra primera cita del día. Este museo al aire libre lleva el nombre de una granja que estuvo emplazada en el mismo lugar, y recrea la vida y el trabajo de los habitantes de Reykjavik durante los siglos XIX y XX. En las más de 20 construcciones repartidas en este recinto, se pueden visitar casas privadas pertenecientes a distintas clases sociales, granjas, talleres y hasta una iglesia, que se trajeron de otras parte y se instalaron aquí a partir de 1950.
No pudimos ver a los guías vestidos con trajes de época que suelen circular por las calles de este lugar en verano, pero nuestro guía fue extraordinario y nos contó muchas historias y anécdotas curiosas. Entre los muchos objetos que había en las casas, se detuvo en un recipiente de madera con tapa que las familias utilizaban para comer: según parece, estos cacharros no se lavaban, sino que se les daban a lamer a los perros hasta que los dejaban limpios y podían ser utilizados de nuevo; las enfermedades les hicieron darse cuenta de que este no era el mejor método para fregar la vajilla.
Islandia perteneció a Dinamarca hasta 1944, por eso muchas de las casas están construidas siguiendo el estilo danés, en piedra y madera, aunque, con el tiempo, los islandeses cubrieron el exterior con placas de hierro ondulado para protegerlas del agua, el viento y el fuego. Aun así, en 1915, gran parte de las casas de la capital desaparecieron por un devastador incendio.
El Harpa, centro cultural y social, además de símbolo de la moderna Reykjavik, fue nuestra visita del sábado por la tarde. El edificio se construyó en 2011, y ha recibido diferentes premios por su diseño y por ser una de los mejores auditorios del mundo.
En una de las salas del Harpa asistimos al espectáculo “How to become Icelandic in 60 minutes”, donde aprendimos a andar, hablar y comportarnos como auténticos islandeses. Fue muy divertido ir comprobando que habíamos ido cumpliendo la mayoría de los requisitos, como adaptar nuestro apellido al típico patronímico islandés (García se podía transformar en Ramondóttir). El show sirvió también para poner a prueba nuestro nivel de inglés, y salimos encantados porque la superamos con creces.
Por la noche nos reunimos en nuestra casa para homenajear a nuestros anfitriones. No podía faltar la tradicional tortilla de patatas, el jamón ibérico, la mojama de nuestra tierra y la guitarra española. Les agradecimos todas las atenciones que habían tenido con nosotros con algunos regalos, como abanicos o chocolates; por cierto, nunca habíamos sido conscientes de lo difícil que puede resultar utilizar un abanico para quien no está acostumbrado a ello. Por supuesto, la fiesta acabó cantando y bailando. No podría haber sido de otra manera.