La mañana en la que no me volvió a tocar la lotería

El cielo color gris cemento. Con una sonrisa abro la puerta y recreo mi bienestar gracias al recuerdo que ha dejado mi reflejo en el espejo que se encuentra en la parte interior del portal de mi edificio. Sintiéndome tan bien, me dispongo a andar, pero antes de ello saludo a una chica que pasa por la acera de enfrente. Como siempre que la veo en esta situación, alzo la mano y le digo “Hola”.Ella, casi al mismo tiempo, me responde “Hola”, gira rápida la cabeza y acelera el paso. Mantenemos esta inevitable conversación desde hace meses, después de una noche frívola en la que nos conocimos, bailamos y hablamos de desamores y de marcas de coches que nos interesaban. Sin embargo la noche amaneció y ha pasado el tiempo, y como resignados todavía seguimos comunicándonos a pesar de que la jornada matutina sea un contexto absurdo para nosotros.

Observo cómo las caderas de la chica son lo último de ella en girar la esquina y pienso en lo que debo hacer de manera analitica y bipartita. Como objetivo, necesito llegar al coche para desplazarme hacia la universidad, y para ello, he recorrer unos 150 metros hasta llegar a un descampado en el que está aparcado. Mi coche siempre lo aparco allí, es el lugar cercano más adecuado. Las zonas de carga y descarga me obligarían a levantarme a las 7 de la mañana para evitar las multas. La otra posibilidad es aparcarlo cerca del gimansio que hay en mi calle, pero siempre que ha estado mi coche allí, éste y su retrovisor han acabado como Van Gogh y su oreja, es decir, separados. El resto de zona de aparcamiento tiene un color amarillo que me hizo desconfiar desde que me saqué el examen teórico del coche.

Bien, muevo una pierna, muevo la otra, camino, cruzo la ferretería que está justo al lado de mi portal, saludo, por costumbre, al igual que con la chica de antes, sigo y veo que viene por la acera mi queridísima vecina del cuarto. Sé lo que va a suceder, voy a mirarla fijamente a los ojos y ella va a pasar como si yo fuese un fantasma y ella no creyera en las sábanas ajadas ni hubiera visto nunca Cuarto milenio. Y así lo ha hecho, pero no la culpo. Su padre, el padre de su padre y los cuernos de los que nació su bisabuelo han sido siempre de esta geografía, de manera que, para ella soy un bárbaro con DNI. La diva pasa y el plebeyo se arrastra, sigo mi camino hacia el coche, pero esa bruja no ha conseguido desmotivarme, hoy es mi día, ¡Qué guapo estaba ante el espejo!.

Continúo y paso el bar Mocafé. Nunca he entrado en este lugar a no ser que tuviera necesidad de fumar y fuera domingo por la tarde, sin embargo siempre saludo a los dueños del bar, y esta vez no iba a ser menos. Ahora he de cruzar la carretera, pero antes alguien me toca la espalda, y por la forma de hacerlo sabía quién se situaba detrás de mí. Tomás es un hombre viejo que, a mí personalmente, por ser joven, suele hablarme sin parar de sus tiempos mozos mientras pulsa mis abdominales como si fuesen botones de ascensor. Me dan ganas de decirle que no voy al gimnasio, pero no sé si lo entendería, porque la frase sólo tendría sentido para mí. En fin, Tomás invade mi espacio vital, me toca, y me suelta letanías como “Jo quan era jove…Perquè ja estic major, perquè antes jo podia…”. Siempre igual, y yo, como siempre, suelo oírlo durante treinta segundos y me voy alejando hasta seguir oyendo su voz como un eco.

Después de cruzar al fin la carretera, recuerdo que tengo que comprar el pan. Este hecho no me impide retornar, porque es, aparte de en el físico, en la cosa que más me parezco a mi padre. No me molesta para nada ir a por el pan, ni tampoco la frase que pronuncian los panaderos “¿Algo más?”, les queda encantadora. Vuelvo casi automáticamente, es como una necesidad, compro dos barras en la panadería de enfrente de mi portal y con la paz y vuelta la felicidad (como hace tan poco mirándome ante el espejo), me dispongo a volver al cruce. Antes de llegar me encuentro con mi madre, que como todas las madres me dice algo que tengo que hacer, y un poco más adelante vuelvo a ver a Tomás, cosa que me extrañó porque llevaba cinco minutos en la panadería y él todavía no había llegado a mi portal. Detrás de él vi a dos personas más e intuí que también los había parado, pero puede que no. Tomás camina despacio, le operaron hace poco de la rodilla y ésta ya no es como “quan era jove”. ¡Qué triste es hacerse viejo!¡Qué triste es hacerse lento!

Por fin cruzo la carretera, atravieso la siguiente calle, llena de obras desde mi primera comunión y por donde sigue pasando el parvulario, y llego enfrente del descampado. A mi izquierda hay un ceda al paso que debe ser el más peligroso que he visto hasta ahora, de no ser que casi no vienen coches por la izquierda. En fin, llego al descampado, embarrado, en su línea… Veo una colección de coches apilados y sucios y justo en el centro está mi coche con su retrovisores, intactos. Cruzo, y cuando introduzco la mano en el bolsillo para ver sacar la llave y abrir el coche, descubro que no está. No voy a volver atrás, ya he comprado el pan, como mucho buscaré por el descampado por si se me ha caído cerca de aquí. Además he echado la vista atrás y todavía se distingue la silueta de Tomás antes de mi portal, menos mal que nuestro sentido del oído es más débil que el de la vista. En este momento no sé por qué me viene a la cabeza Ulises y su habilidad de terminar caminos en círculo. No tengo ganas de odiseas, y como no tengo ganas pero no tengo llaves, entro en crisis nerviosa y saco un cigarro. Fumo apoyado en mi coche e intento imitar una pose chulesca, caladas lentas, todo va bien. Otra casualidad adversa más sería que hubiera comenzado a chispear y una fina gota apagará la lumbre de mi cigarro, pero en lugar de eso, cae un alud de gotas como pelotas de golf, no voy a volver.

Fuera del descampado un coche me llama con su claxon, se baja la ventanilla y asoma la cabeza un compañero de la universidad, Andrés, “ ¿Qué haces?” “Fumando” le digo, “Ven, sube, hace veinte minutos que he pasado por tu casa para ir juntos a la uni, ¿no te acuerdas que habíamos quedado?”. Ni lo recordaba ni lo quería recordar, pero le dije “Es verdad, no lo recordaba”. Subí y sabía que me iba a llevar al fin a la universidad, por lo menos algo es algo. Y mientras subo al coche, pienso en que hace veinte minutos era verdaderamente feliz. Solo en mi casa, con la música alta (tal vez Andrés llamó al timbre), fumaba, ojeaba por internet pinturas de Van Gogh y, entre pausa y pausa de canciones, escuchaba a los niños de San Ildefonso (nombre común en mi familia) como cantaban los números de la lotería de navidad. Me fijaba en que si el número acababa en 3 quedaba ridículo recitarlo, en 1 no estaba mal. Esas cadencias de voces blancas que salían de la tele me hacían pensar en poetas de la antigüedad, y eso que yo nunca he escuchado ninguno, era feliz. Bueno, he subido al coche y me siento como un solterón que decide no dejar escapar el último tren que se le brinda, no sé si es lo mismo, pero quiero hacer de mi momento algo trascendente.


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