Galileo fue uno de los primeros en enfrentar las dificultades que surgían de la lucha de la ciencia contra la tiranía del sentido común. El gran mensaje del telescopio no era lo que ponía de manifiesto en los objetos de la Tierra, que Galileo podía ir y comprobar en persona a simple vista, sino la infinidad de “otros objetos” que no podían ser examinados en persona, o ser vistos por el ojo humano desprovisto de ayuda.
Galileo Galilei y el telescopio coincidieron por una serie de casualidades, que no tenían nada que ver con la intención de revisar el cosmos ptolomeico, de fomentar el progreso de la astronomía, ni de estudiar la forma del Universo. Los motivos inmediatos residían en las ambiciones militares de la República de Venecia y en el espíritu experimental inspirado por sus empresas comerciales.
El primero en enterarse en Venecia de las noticias del telescopio de Lippershey, fue Paolo Sarpi (1552-1623), amigo de Galileo y polifacético fraile amante de la ciencia. Un extranjero llegó a Venecia y ofreció un telescopio al gobierno veneciano, Sarpi, confiando en que Galileo construiría uno mejor, aconsejó al Senado veneciano que rechazaran el ofrecimiento del extranjero.
En julio de 1609 Galileo respondió a la confianza de Sarpi presentando un telescopio de nueve aumentos, tres veces más potente que el que había ofrecido el extranjero. Para fines de 1609 había construido uno de 30 aumentos, que era el límite del diseño de entonces. Este telescopio pasó a ser conocido como telescopio de Galileo.
Galileo no estaba particularmente dotado para la ciencia de la óptica, pero era un hábil fabricante de instrumentos. Si sólo hubiera sido un hombre práctico, el telescopio no hubiera causado ningún problema. Muchas otras naciones compartían el entusiasmo por el instrumento, dadas sus aplicaciones para la guerra y el comercio. Sin embargo, Galileo no se detuvo ahí; hizo algo que en la actualidad nos parecería lo más natural: lo dirigió al cielo. En aquella época esta actitud resultaba superflua, inútil, hasta incluso parecería una blasfemia escudriñar la majestad y perfección inmutable de los cielos. Había transcurrido medio siglo desde que Copérnico (1543) había propuesto una Tierra en movimiento y un universo heliocéntrico sin que hubiera habido consecuencias públicas perturbadoras.
Lo que Galileo vio por el telescopio cuando lo apuntó por primera vez al cielo le sorprendió tanto que publicó inmediatamente una descripción de su visión. En marzo de 1610, el Sidereus Nuncius (El mensajero de las estrellas), un folleto de 24 páginas, asombró y causó un gran revuelo en el mundo culto. Galileo, extasiado, describía “la vista más hermosa y encantadoraasuntos de gran interés para todos los observadores de los fenómenos naturalesprimero, por su excelencia natural; segundo, por su absoluta novedad, y, por último, por las características del instrumento con ayuda del cual me ha sido dado contemplar todo ello”. Ahora, el telescopio “ponía con claridad ante los ojos del hombre un sinnúmero de astros que no se habían visto nunca antes, y cuya cifra es más de diez veces superior a la de los conocidos anteriormente”. Ahora el diámetro de la Luna parecía “unas treinta veces mayor, su superficie unas novecientas veces y su masa casi 27 000 veces superior a la que se percibe cuando se ve a simple vista. En consecuencia, cualquiera puede conocer con la certeza propia del uso de los sentidos que la Luna no tiene una superficie lisa y suave, sino áspera e irregular, y que, al igual que la superficie de la Tierra, está llena de protuberancias, profundos abismos y sinuosidades”.
El paso decisivo para asegurar la aceptación de la nueva concepción celeste, no fue ninguna ampliación ulterior de los cálculos astronómicos –apreciada únicamente por los expertos-, sino el disponer de un instrumento físico que permitió a todos la observación directa del cielo para examinar con mucho mayor minuciosidad el Sol, la Luna y las estrellas.
Galileo, recluido en una casa de Arcetri, en las afueras de Florencia, perdió la vista cuatro años antes de su muerte, quizá a causa de las horas que había pasado mirando al Sol por el telescopio. Finalmente, el Papa le permitió gozar de la compañía de un joven erudito, Vincenzo Viviani, quien el 8 de enero de 1642 anunció la muerte de Galileo, un mes antes de cumplir setenta y ocho años. “Con filosófica y cristiana serenidad le entregó su alma al Creador, enviándola, como le gustaba creer, a disfrutar y a observar desde una posición más ventajosa esas maravillas eternas e inmutables que, mediante un frágil aparato, él había acercado a nuestros mortales ojos con tanta ansiedad e impaciencia”.
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