Educando a Camps
Por Manuel Alcaraz *
Y el sistema, digo, le ha funcionado muy bien. Hasta ahora. El panorama político valenciano es de una quietud aburrida. No insistiré en los problemas de la oposición para ejercer como tal, ni en los posibles contrapesos sociales e institucionales, más dados a la genuflexión cautelosa que a la aventura del pensamiento crítico, ni en las afonías forzados de otros. Pero todo eso se le está quebrando con la política educativa: el éxito de la manifestación de Valencia fue clamoroso, y tanto más porque, precisamente, hay que considerarlo a la luz de ese clima de pasividad; e igual puede decirse del resto de movilizaciones realizadas y del presagio positivo para las que quedan por efectuar.
La cuestión es especialmente resonante porque las políticas educativas han sido claves en la reconfiguración del imaginario colectivo valenciano que ha desplegado el PP estos años: en ellas confluyen el apoyo descarado a la privatización que favorece a la Empresa Iglesia Católica S.A. -¿podré calificar de “cristofílica” la escuela de Camps?- con los ensueños de ultramodernización que bordan todo mensaje que emana del Palau de la Generalitat: esa toma amplísima del territorio simbólico ha sido uno de los grandes éxitos de Camps. Si se mira desde esta perspectiva, podemos apreciar que la idea de impartir la EpC en inglés reproduce el esquema: o Cardenal o lengua del Imperio, o acatamiento de las más rancias enseñanzas eclesiales o modernidad galopante. Lo que a muchos parece una ocurrencia estúpida es perfecta en el esquema mental de muchos valencianos y valencianas re-educados in-cívicamante en el liberalismo trivial del “que cada uno estudie dónde y lo que quiera”, siempre y cuando sus hijos sean premiados con alguno de los atributos del prestigio.
¿Por qué, entonces, encuentra ahora esta movilización? Como digo, porque se le ha ido la mano; porque Font de Mora, con ese desparpajo de político sadomasoquista que quiere humillar o ser humillado, es ideal para la provocación, pero no para cuadrar los regates tácticos, porque él, tan moderno, se parece más a Millán Astray dando voces que a un capitán del láser ultragaláctico. Pero eso, si cabe, es lo de menos. Lo de más es que en las movilizaciones han confluido diversas expresiones del cuerpo social -alumnos, padres, profesores, sindicatos, intelectualesÉ- que llevaban años separadas. Y es que la segmentación social ha sido otra de las cláusulas de ventaja del PP. En esa confluencia, además, están presentes las indignidades toleradas mucho tiempo por esa misma segmentación. Y han coincidido en alzarse voces espontáneas, que se estrenan en estas cosas -y que, por lo tanto, no tienen los mismas prudentes temores que otros responsables-, con las de avezados sindicalistas o líderes sociales que se han venido conteniendo, pero que no han olvidado algunas lecciones.
No es, sólo, que la unión haga la fuerza, es que ha sido el propio campsismo en estado puro el que ha conseguido forjar esta convergencia. Porque el tamaño de la desmesura, la insultante obscenidad de disfrazar las pretensiones más sectarias bajo el manto idiomático, para perpetuar la estrategia de “conservadurismo innovador”, ha llegado ahora a afectar a la dignidad misma de decenas de miles de personas que, además, se han visto confundidas y avisadas sobre el peligro que corren sus legítimos intereses en un amplio muestrario de situaciones, desde las notas de sus hijos a la calidad de su puesto de trabajo. Y cuando una movilización se alimenta de la suma de la defensa de la dignidad y de intereses legítimos es difícil que pueda ser detenida.
Así está ahora Camps: vacilante y encerrado en su propia trampa, dudando entre dialogar de verdad o resistir a ver qué pasa, a ver quién tiene más fuerza. Habrá que ayudarle a reflexionar y a salir del atolladero. Con más, con más fuertes movilizaciones. Porque lo que está claro es que a él se le han acabado los argumentos, en cualquier idioma.
* Manuel Alcaraz es profesor de Derecho Constitucional de la UA.