Carne de horca
ÁNGELES CÁCERES
Hay una frase de Dewey que siempre me ha hecho pensar: “Exterminando a un malhechor o encerrándolo tras unos muros de piedra podemos olvidarnos de él y de nuestra participación en haberlo creado”. Eso es exactamente lo que hacemos: mirar para otro lado. Como si por no estar viendo constantemente algo, ese algo dejara de existir. Pero qué cómodas son las mentiras piadosas; piadosas para nosotros, claro. Qué cómodo es sacudirnos nuestras propias responsabilidades, negarnos a asumir que los niños “delincuentes” son el fruto directo de nuestra forma de vivir, el producto lógico de nuestra sociedad profundamente injusta e insolidaria.
Recuerdo en una fiesta de La Merced haberme encontrado, cumpliendo ya condena en la por entonces flamante cárcel de Fontcalent, a un montón de criaturas que había conocido en el Tutelar de Menores. Tendrían dieciocho, diecinueve años; el gesto adusto, los brazos marcados por la jeringuilla del jaco y las cicatrices de las múltiples veces que se habían “chinado”, los tatuajes de “amor de madre” en el hombro y los cinco puntos de “muerte a la pasma” en la mano. Delincuentes de cuerpo entero, alguno de ellos incluso con categoría de kíe, de esos que baldeo en ristre y mirada de hielo son los amos del patio y el terror de los funcionarios. Habían seguido la trayectoria que se esperaba de ellos. El propio director de la cárcel, cuando le comenté que los había conocido niños muy poco tiempo atrás, los clasificó con una frase rotunda, compendio de todas las desesperanzas: claro, son carne de horca. Y de horca literalmente no eran, porque la pena de muerte ya estaba abolida en España, pero eran carne de prisión. Así: sin más alternativas, sin más salidas, sin más horizontes.
Hace muchos años, también, llegó a Alicante un nuevo director del Tutelar, Jesús Denia se llamaba. Traía un equipaje de sueños de reinserción, de sincera preocupación por los niños y de algo más: de amor hacia ellos. Y las cosas empezaron a cambiar en un Tutelar en el que se venía utilizando sistemáticamente la mano dura como única medida de reeducación, tanto que anteriores directores castigaban ellos mismos públicamente a los internados rebeldes, para mayor escarmiento y ejemplo, a correazos sobre la espalda desnuda. No sé por dónde andará ahora Jesús Denia, hace tiempo le perdí la pista. Sí sé que le costó el puesto de director su honradez y su valentía, porque lo destituyeron inmediatamente después de la última entrevista que yo le hice y en la que se empeñó en hacer públicos, con pruebas, los tratamientos con fortísimos psicofármacos que se habían estado administrando a la fuerza a los niños, antes de llegar él. Y pasó lo que suele pasar en estos casos: mataron al mensajero.
Pero aquel mensajero era un hombre de bien. Yo recuerdo haberle consultado si me arriesgaba o no a llevarme a mi casa un choricillo, al que conocí por motivos profesionales cuando su compañero de quince años (¡quince!), amaneció ahorcado en una celda de ingresos de Fontcalent, al día siguiente de haberlo internado por robar un coche en Benidorm aunque, legalmente, por su minoría de edad no podía estar allí. Tráemelo antes, me dijo Jesús. Se lo llevé. Hablaron a solas en una habitación mientras yo fumaba fuera y cuando salieron le dijo, delante de mí: chaval, esta mujer te está dando la oportunidad de tu vida, trátala como si fuera tu madre. Y a mí sólo me dijo: hala, para casa y suerte. Hoy, aquel choricillo es un probo padre de familia.
Así que de Jesús Denia aprendí que no hay más que un camino para llegar a las criaturas heridas: el amor. Sean esas criaturas personas adultas o niños, pero en los niños con mayor razón. De manera que las medidas coercitivas, los castigos físicos, el abuso de la fuerza y la administración de potentes psicofármacos para “domar a los rebeldes” no hacen más que empeorar la situación. No hacen más que marcarles la pauta que seguirán cuando salgan del centro de menores, del que antes o después tendrán que salir. Porque darán lo que han recibido. Practicarán con los demás lo que con ellos se ha practicado. Utilizarán la violencia y la coerción como único argumento. Cambiarán el tranxilium por heroína, y las correas con que han sido dominados a la fuerza por una navaja cabritera para por la fuerza poder dominar.
Pero la cuestión, seamos realistas, es ésta: ¿a alguien le importa verdaderamente lo que esos críos sufran hoy o lo que vaya a ser de ellos el día de mañana? Pues ya se lo contesto yo: a la mayoría de la gente sólo le importa en la medida en que cuando sean ya para siempre y sin posibilidad de retorno carne de horca, carne de prisión, que durante un permiso carcelario no les roben el coche o les revienten el chalé.