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Entrevistas y reportajes

El arte de la Obstinación.

REPORTAJE: PERSONAJE

El arte de la Obstinación

GUILLERMO ESPINOSA 12/04/2009

Cuando alguien siente el arte como la médula de su existencia, nada, ni una parálisis por derrame cerebral, puede inmovilizarle. Es el caso de la artista española Ángela de la Cruz. Su cuerpo está en una silla de ruedas. Su cerebro es pura energía creativa.


Se la podría considerar una pintora del género de las malas madres; maltrata a su prole dejándola desangrarse en la calle, semidesnuda. En ese proceso de golpear la pintura, estrujarla, desfondarla, arrancarla de su marco y de todo atisbo de dignidad, Ángela de la Cruz se ha reinventado a sí misma, convirtiéndose no en una vándala melancólica, sino en una extraordinaria escultora”. En 2003, Gilda Williams, crítica de arte del Shoteby’s Institute of Art, se refería así al trabajo de esta artista coruñesa con nombre de santa. Lo hacía desde las páginas de

“Mi trabajo va a mejorar con lo que me ha pasado. Estoy a punto de estallar. Nunca tuve tanto tiempo para meditar”


Vitamine P (Phaidon), un extenso catálogo subtitulado Nuevas perspectivas en pintura y una de las más completas biblias sobre el género en la actualidad. Ángela era la única pintora española incluida en esa publicación, elaborada por medio centenar de críticos y comisarios internacionales. En aquel momento, esta aún treintañera artista era una de las estrellas de la Anthony Wilkinson Gallery, que dejaría al año siguiente por la aún más prestigiosa Lisson Gallery londinense, todavía hoy su galería, donde comparte espacio con creadores de la talla de Sol LeWitt, Tony Cragg y Anish Kapoor.

Entrelazaba sus exhibiciones por galerías y museos de Nueva York, Viena, Melbourne y Estocolmo con las clases de pintura que impartía en la Ruskin School of Arts de Oxford o en el Royal College. Se había convertido en una animadora vocacional de las noches de Londres, donde residía desde finales de los ochenta. Viajaba constantemente; pintaba y elaboraba proyectos y muestras sin descanso; salía, bebía, fumaba y bailaba con una intensidad que parecía querer quebrar el tiempo, agotarlo. Este año su nombre también ha sido incluido entre los 100 artistas españoles más interesantes, en un proyecto de la editorial Exit, coordinado por Rosa Olivares.

Pero a día de hoy, Ángela de la Cruz lleva tres años sin coger un pincel; ajena al mundo del arte, postrada primero en una cama de hospital que tardó 17 meses en abandonar y anclada después a una silla de ruedas que ella misma, con tenacidad, trata de ocultar bajo esos largos abrigos que ya vestía mucho antes de padecer su primer derrame cerebral. No es que se avergüence de las radiales metálicas que hoy suplen sus piernas, antes tan activas, pero se percibe con descarnada claridad su enorme resistencia a asumir esa mediana autonomía. Ya no odia su parálisis, porque la está venciendo: sigue luchando para volver a ser la misma de antes. No hay amargura ni retranca cuando, con su habla aún difícil, entorpecida, clama casi al comienzo de la conversación: “¡Yo soy más arte que nadie!”. Es un acto reflejo: el cerebro de Ángela no está impedido, y las ideas y los proyectos siguen bullendo con el mismo rigor y facilidad que antes.

La primera señal de que algo no iba bien en su cabeza la pilló desprevenida, en plena calle, en agosto de 2006, unos meses antes del ataque que finalmente la doblegaría. Ocurrió durante unas vacaciones en Vejer, entre Barcelona y Gerona. Un dolor de cabeza extremo al que siguió una pérdida parcial y constante del equilibrio. Al regresar a Londres le diagnosticaron su cavernoma, también conocido como angioma cavernoso: una malformación vascular en el cerebro que crea anomalías en los vasos sanguíneos, lo que provoca crisis epilépticas y hemorragias internas. También le informaron de que el único tratamiento era quirúrgico, y no precisamente exento de peligros.

Pero ese primer ataque no pasó del susto momentáneo. “Me recuperé rápido. Los médicos me explicaron todo, pero yo decidí continuar mi vida en Londres más o menos de la misma manera, quizá algo más sosegada, pero dedicada por entero a mi trabajo y también a mis placeres cotidianos: fumaba y bebía demasiado, salía y me divertía como antes”. No duró mucho. Tres meses después la volvieron a ingresar en Londres. Todo se complicaba.

Ángela de la Cruz nació en A Coruña en 1965. Hija de una familia de clase media (su padre, podólogo; su madre, con una licenciatura en Económicas, era su asistente en la clínica), la pequeña Ángela, segunda de cinco hermanos, fue todo menos una adolescente fácil. “Era muy rebelde. No recuerdo de cuántos colegios me expulsaron; de muchos”. De joven abrazó el punk y el anarquismo con vehemencia, para horror de sus padres. La sed de independencia la llevó a Santiago de Compostela a estudiar filosofía. “En realidad, quería hacer Bellas Artes, pero mis padres no me dejaron ir a Madrid, Valencia o Bilbao. Era demasiado salvaje. En Santiago me dediqué a salir por las noches. La carrera no me interesaba nada. Una amiga de la facultad salía con un hombre 20 años mayor que ella. Fue a partir de ahí cuando aprendí un montón. En cuanto pude me marché a Inglaterra”. En 1987, tras los pasos de una amiga, con un trabajo de au-pair para dos meses, se trasladó a la capital británica, primero, al oeste con una familia india, y luego, a Candem Town. Sigue en Londres 21 años después. A Ángela no le gusta hablar de su vida privada, pero es imposible no añadir que, entre otros motivos para quedarse, encontró a Gerry Ivers, el hombre que la acompaña desde ese año, su novio de toda la vida, su resistente pilar.

Trabajando en cualquier cosa, Ángela se pagó sus estudios de Bellas Artes. Después ingresó en el Institute of Contemporary Art (ICA): primero de camarera, luego en la fotocopiadora, finalmente como una más… “En la escuela, llegó un punto en que me atasqué: no hacía sino pintar el mismo cuadro una y otra vez. Un día, al enterarme de la muerte de mi padre, destrocé el lienzo: no de cólera, sino de tristeza. Ahí empezó todo. El marco era y es la espina dorsal de un cuadro, lo que lo mantiene derecho. Cuando está roto, pierde esa cualidad de rectitud. Me intimidaba la pintura erguida, esa figura autoritaria”.

La sensibilidad de Ángela aparece en cada observación, incluso de lo más nimio. Aceptada la invitación a su casa de Kew Bridge, al oeste de Londres, pronto nos descubre el motivo de la cita al comenzar la tarde: “Para que admiréis la luz del norte que entra por los ventanales del salón”. Su piso es amplio, y ha borrado conscientemente las huellas de su incapacidad, sólo visibles en el baño y en su habitación. Ángela se presta a enseñarnos sus proyectos. Su ordenador cuenta con un teclado adaptado, de grandes teclas, que ella presiona casi sin fuerza, como lo haría un bebé. Pero sus ojos negros brillan con una decisión demoledora. Delante de nosotros aparecen los bocetos de ideas futuras con nombres magníficos -Transfer (intercambiador), Defleated (desinflado)-; más esculturas que pinturas, o, en cualquier caso, híbridos fascinantes. Es una conversadora compulsiva y divertida, aunque le cueste; a veces frívola, a veces profunda, pero sin asomo de petulancia. “Soy una gamberra”, se define a sí misma.

Paseando la mirada por la pantalla de su ordenador, llama la atención un documento de Word: Cuando me desperté, escrito en inglés. Al preguntar de qué trata, si es otro proyecto, su mirada acusa la sombra de una duda. Realiza un esforzado doble click y podemos leer: “Cuando me desperté no lo podía creer. ¡Era incapaz de hacer nada! Mi cuerpo no respondía. Había estado en mi estudio, trabajando con Colin, mi asistente, cuando sentí un dolor masivo en la cabeza. Acudí al hospital de Queen’s Street, donde previamente habían tratado mi cavernoma, pero no pudieron actuar tan rápido. Incapaz ya de caminar, me condujeron a la UCI, donde hicieron lo que pudieron y, probablemente, me salvaron la vida. Sufría una enorme hemorragia en el cerebro y estaba embarazada de dos meses. Allí permanecí los cuatro primeros, internada. Seguía en cuidados intensivos, pero no lo recuerdo claramente. Los médicos me hicieron una traqueotomía para que pudiera respirar y me entubaron para que me alimentase y orinase libremente. No podía mover ningún músculo del cuerpo”.

Es el relato de esas primeras horas, días y meses tras el derrame. Un pormenorizado detalle de su agonía física y, en paralelo, de su libertad mental; de cómo logró asumir lo sucedido y vencer la depresión; de los consejos de los médicos recomendándole un aborto. Pero se empeñó en dar a luz a su hija Angelita Lola, que nació bien y estable. “Si hay algo de lo que no me arrepiento es de esa decisión”, añade, aunque postergase su recuperación hasta el momento de dar a luz, un retraso de nueve meses que casi acaba con ella. “¿Sabes?”, reflexiona intrigante, “la víspera del ataque fui al cine, a ver Mar adentro, la película de Amenábar, y me pasé toda esa noche pensando en qué pasaría si me quedara incapacitada. Extraña coincidencia, ¿no?”. Pero poco a poco va ganando la lucha. “Gracias a esta enfermedad he recuperado muchas cosas que había perdido: la tranquilidad y la lectura, por ejemplo. Antes viajaba de una forma compulsiva, y me pasaba el día de fiesta. Ahora disfruto leyendo”.

Ángela está ingresada en una clínica de rehabilitación de alto rendimiento, el Wolfson Centre, que abandonará en breve. Pasa allí cinco días a la semana, los sábados y domingos regresa a casa con su novio y su hija. Entre sus planes inmediatos está el alquilar un estudio cerca de su nueva residencia y comenzar a pintar otra vez. Ha ganado expresividad facial, ha mejorado su habla e incluso ha logrado incorporarse. Y tiene exposiciones a la vista este año en una galería francesa y en Finlandia, en el certamen HoviArt Contemporary. “Por fuerza, mi trabajo va a mejorar después de lo que me ha pasado. Estoy a punto de estallar de tantas ganas de hacer cosas. Nunca antes tuve tanto tiempo para meditar”.

Ya ha negociado con la Lisson Gallery la exposición que la devolverá al mundo del arte. Será en 2010, con todas las piezas nuevas. Se titulará Insider. P