Cuando los españoles y los portugueses llegaron a Asia Oriental, en el siglo XVI, China se encontraba gobernada por la dinastía Ming (1368-1644), la cual había cerrado el país prácticamente a toda influencia exterior. Esta política imperial se oponía a lo que había sido casi toda la historia china, en la que habían sido comunes las relaciones comerciales, culturales, religiosas y científicas con otros países.
Justo en ese momento histórico, cuando era más difícil para los extranjeros penetrar en China, los europeos estaban en plena fase de expansión.
“Estamos muy determinados a ir a China. Todos los chinos que nos ven, digo hombres honrados mercaderes, muestran holgar y desear que vayamos a China, pareciéndoles que llevamos alguna ley escrita en los libros que será mejor que la que ellos tienen, o por ser amigos de novedades. Todos muestran grande placer, aunque ninguno nos quiere llevar, por los peligros en que se pueden ver.”
El imperio del Centro era visto como un pacífico paraíso, un hervidero de maestro y sabios, un universo de paz, orden y razón. Se consideraba a los chinos unos devoradores de libros, dotados de una curiosidad insaciable, lo que habría de influir en la feliz introducción del cristianismo. Matteo Ricci, que sucedería a Francisco Javier en este escenario geográfico haciendo realidad el sueño de éste, remitió a Europa una visión de China en la que ésta aparecía como un Estado confuciano de carácter monolítico e inmutable. China, como paradigma de estabilidad, aunque también de inmovilismo, ofrecía una positiva imagen a los europeos, que a finales del siglo XVI se hallaban hastiados de tanta disputa y lucha religiosa entre cristianos.