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El mito de Anastasia
Tras el éxito de la revolución bolchevique, el zar Nicolás II de Rusia abdicó en 1917. Él y su familia fueron conducidos a Ekaterinburgo, donde fueron mantenidos presos junto con algunos leales sirvientes. El 17 de julio de 1918 el zar, la zarina Alejandra, sus hijas Olga, María, Anastasia y Tatiana, y su hijo Alejandro fueron ejecutados por un pelotón de fusilamiento, bajo las órdenes expresas de Lenin. Sus cuerpos fueron enterrados, junto con los de los criados, en una fosa común, y olvidados durante decenios.
Numerosas personas pretendieron ser los hijos del zar Nicolás, supuestamente huídos de su prisión y milagrosamente salvados del ejército rojo. Tras la caída del régimen soviético, se procedió a buscar los cadáveres de la familia imperial rusa, con la intención de desvelar de una vez por todas uno de los grandes misterios de la historia moderna europea: cuál fue el destino de los Romanov.
En 1991 se produjo en Ekaterinburgo el descubrimiento oficial de una fosa común que contenía restos de nueve personas. Aparte de otras evidencias, al análisis de ADN fue una parte decisiva en el estalecimiento de la identidad de esas personas, en el que participan miembros actuales de la nobleza europea y famosos estafadores e impostores.
Un estudio de una serie de polimorfismos cortos en tándem (STR) del ADN extraído de los nueve esqueletos, estableció que dos de las personas eran los padres de los tres niños, mientras que los dos restantes no estaban emparentados biológicamente con ellos. Es decir, faltaban dos de los hijos del zar y de la zarina, confirmándose los testimonios que afirmaban que fueron enterrados separadamente. Alternativamente, también apoyaban la creencia de que Alejandro y Anastasia sobrevivieron a la masacre. Los restos no emparentados corresponderían a un sirviente y al médico imperial, Eugeny Botkin.
Varios porlimorfismos del ADN mitocondrial de la zarina Alejandra coincidía con el de las niñas, confirmando que era su madre, pero también con un pariente vivo, bis-sobrino de Alejandra, el príncipe Felipe, duque de Edinburgo y esposo de Isabel II de Inglaterra. Las mitocondrias solo se heredan por vía materna, los hombres no aportan ADN mitocondrial a sus hijos, por lo que es necesario que el parentesco se establezco por vía materna o entre hermanas. La abuela materna del príncipe, Victoria de Hesse y del Rhin, era hermana de Alejandra.
El ADN mitocondrial de Nicolás segundo también iba a dar una pista sobre su parentesco con algunos descendientes vivos de su abuela, Luisa de Hesse-Cassel. Pero además guardaba una sorpresa: el ADN mitocondrial del zar presentana un fenómeno raro de heteroplasmia: existían en sus mitocondrias dos secuencias diferentes de ADN, originadas posiblemente por mutación. Ya que las mitocondrias no se separan tan precisamente como los cromosomas en la formación de los gametos, es posible que esta heteroplasmia la presentaran también algunos de sus parientes. En 1996 se determinó que el hermano del zar, Jorge Romanov, enterrado en la catedral de San Petersburgo, contenía la misma variante de heteroplasmia, perdida paulatinamente por segregación en su pariente por vía materna aún viva, la condesa Xenia Cheremeteff-Sfiri, sobrina-nieta de Nicolás II.
La historia de los príncipes perdidos ha llenado páginas y páginas de periódicos, creado literatura e incluso películas de cine. También ha dado lugar a varios falsos pretendientes al trono. El caso más famoso fue el de Anna Anderson, que pretendió ser la princesa Anastasia. A pesar de que hubo testigos que afirmaban que toda la famila Romanov fue ejecutada, otros testimonios sembraron la duda sobre la posible fuga de Anastasia, que pudo haberse librado de la ejecución protegida por su madre y hermanas. Anderson fue rescatada como herida de guerra durante el primer conficto mundial e ingresada en un hospital de Alemania con transtornos de memoria, donde anunció ser la gran duquesa Anastasia en 1921.
Una serie de confusas entrevistas con personas que conocieron a Anastasia Romanov emitieron una serie de informes contradictorios e inconcluyentes. Anderson empezó una larga batalla legal para el reconocimiento de sus derechos como heredera de los Romanov. No fue hasta 1970 cuando finalmente se determinó judicialmente que no existían pruebas concluyentes para afirmar que Anderson era Anastasia. Tras el descubrimiento de la tumba del zar en 1991, se comprobó que el ADN de unas muestras de tejido de Anderson, que guardaba el hospital Martha Jefferson de Charlottesville (donde murió Anna Anderson en 1984), no coincidía en absoluto con el ADN rescatado ni con el del príncipe Felipe. El fraude había sido definitivamente descubierto.
La historia acaba en el año 2007, cuando unos arqueólogos aficionados interesados en el esclarecimiento de las tumbas de los Romanov, descubre una segunda sepultura. Recientemente en 2009, se ha demostrado empleando polimorfismos STR, ADN mitocondrial y análisis del cromosoma Y que en esa tumba se hallaban los restos de la hija y el hijo de Nicolás y Alejandra que faltaban.
Debido a su edad muy similar, ha sido imposible diferenciar los restos de María y Anastasia, pero indudablemente ambas fueron enterradas en Ekaterinburgo.
Una clonación sentimental… de $150.000
Es curioso, muy curioso, como la sociedad está respondiendo a la clonación de organismos multicelulares. Desde que resultara la oveja Dolly como el primer mamífero clonado con éxito, se han vertido literalmente ríos de tinta sobre el fenómeno.
La clonación de organismos pluricelulares implica un proceso de reprogramación de la información genética de una célula adulta. Casi todas las células de nuestro cuerpo contienen la totalidad de la información genética necesaria para el desarrollo de un individuo completo. Es decir, en las células de la piel, por ejemplo, está la información que expresa una célula del cerebro, y viceversa. Durante el desarrollo de un organismo, las células han ido diferenciándose y especializándose, quedando restringido y poco a poco el conjunto de genes que expresan, para forma un organismo formado por multitud de tipos celulares y tejidos.
Puesto que todos los organismos pluricelulares pueden originarse de una única célula, el zigoto, parece sencillo crear un individuo con la misma composición genética a partir de una célula cualquiera del organismo. Toda la información se encuentra allí, solo basta ponerla en las condiciones apropiadas para que vuelva a empezar el proceso.
Afortunadamente, esa reprogramación es muy difícil de realizar. Y digo afortunadamente porque probablemente si eso pasara con facilidad, tendríamos clones saliendo de nuestros cabellos, uñas y demás tejidos de crecimiento contínuo. La reprogramación genética es un proceso muy complejo del que se sabe todavía muy poco. Aparte, está el problema celular, citoplásmático, del proceso: los primeros pasos de un zigoto están dirigidos más bien por los genes de la madre que por los propios.
Hemos aprendido poco a poco a reprogramar estos procesos, transplantando un núcleo adulto a un zigoto sin núcleo, y sometiendo el resultado a una serie de combinaciones de tratamientos de células en cultivo, para finalmente implantarlo en el útero de una hembra receptiva. En realidad, la utilidad práctica de todo el proceso es bien discutible: es un proceso tan poco eficiente que no puede emplearse todavía para la propagación de organismos. Sobre todo existiendo un proceso natural, rápido y sencillo llamado fecundación.
Pero, oh maravilla, la clonación de estos animales ha llevado a múltiples anécdotas sin sentido. La gente piensa en clonarse para “volver a vivir otra vez”, como si de la misma forma que propagamos unas condiciones físicas de nuevo, podemos generar una continuación del ser humano. No pensamos que lo que crearemos será algo menos parecido a nosotros que un hermano gemelo, por los motivos de edad, ambiente y genes citoplásmicos que no se tienen en cuenta en el proceso de clonación. Así, muchas personas encuentran interesante la idea de clonarse para perpetuarse en el mundo, no cometer los errores cometidos, o declararse a aquella chica de nuestro instituto… en el caso de que se hubiera clonado también.
Un giro inesperado ha sido la clonación de animales queridos… es sencillamente increíble que la familia Otto de Florida haya pagado la friolera de 150.000 dólares para clonar su mascota muerta a los 15 años, un perro labrador. Le han bautizado con el mismo nombre, Lancelot. Así, vuelven a tener a su mascota añorada… no ha caído esta cariñosa familia en que el perro, en realidad, es otro distinto. Lo único en común que tiene con su primer perro son sus genes… pero una gran serie de caracteres no van a ser iguales, pues dependen del ambiente o de la interacción de genes y ambiente. Creer que van a tener al mismo perro entra dentro de las ideas extrañas de que el hombre luchó con los dinosaurios o que el mundo fue creado en seis días: superstición.
Pero lo más increíble del asunto es que las razas de perro, debido a la gran consanguinidad que mantienen, son realmente homogéneas… hubiera sido mucho más barato adquirir un perro de la misma raza y aspecto. Podrían haberse llevado a criaderos su foto. O mejor, publicar en internet un reportaje fotográfico pidiendo un perro muy parecido al suyo. No hubiera sido difícil encontrarlo.
Lo que no sé si saben los Otto es que este tipo de clonaciones no son perfectas. Las células de un adulto no son genéticamente idénticas a las de un embrion: les faltan telómeros activos. Esto puede provocar el acortamiento prematuro de los cromosomas del animalito, lo que le va a producir una vida breve y llena de sufrimiento. A menos que el laboratorio koreano que lo generó haya pensado en tal suceso y lo haya podido remediar, cosa que desconozco.