La Destrucción de Indias

De la Nueva España

I. Más han muerto los españoles dentro de los doce años dichos en las dichas cuatrocientas y cincuenta leguas, a cuchillo y a lanzadas, y quemándolos vi­vos, mujeres y niños y mozos y viejos, de cuatro cuentos de ánimas, mientras que duraron, como dicho es, lo que ellos lla­maban conquistas, siendo invasiones violentas de crueles tira­nos condenadas no sólo por la ley de Dios pero por todas las leyes humanas, como lo son y muy peores que las que hace el turco para destruir la Iglesia cristiana. Y esto sin los que han muerto y matan cada día en la susodicha tiránica servidum­bre, vejaciones y opresiones cotidianas (…).

II. Entre otras matanzas hicieron ésta en una ciudad grande de más de treinta mil vecinos, que se llama Cholula, que sa­liendo a recibir todos los señores de la tierra y comarca, y pri­mero todos los sacerdotes con el sacerdote mayor, a los cris­tianos en procesión y con grande acatamiento y reverencia, y llevándolos en medio a aposentar a la ciudad y a las casas de aposentos del señor o señores de ella principales, acordaron los españoles de hacer allí una matanza o castigo, como ellos dicen, para poner y sembrar su temor y braveza en todos los rincones de aquellas tierras. Porque siempre fue ésta su deter­minación en todas las tierras que los españoles han entrado, conviene a saber: hacer una cruel y señalada matanza porque tiemblen de ellos aquellas ovejas mansas. Así que enviaron para esto primero a llamar todos los señores y nobles de la ciudad y de todos los lugares a ella sujetos, con el señor prin­cipal. Y así como venían y entraban a hablar al capitán de los españoles, luego eran presos sin que nadie los sintiese que pu­diese llevar las nuevas. Habíanles pedido cinco o seis mil in­dios que les llevasen las cargas; vinieron todos luego y méten­los en el patio de las casas. Ver a estos indios cuando se apare­jan para llevar las cargas de los españoles es haber de ellos una gran compasión y lástima, porque vienen desnudos en cue­ros, solamente cubiertas sus vergüenzas y con unas redecillas en el hombro con su pobre comida; pónense todos en cucli­llas, como unos corderos muy mansos. Todos ayuntados y juntos en el patio con otras gentes que a vueltas estaban, pó­nense a las puertas del patio españoles armados que guarda­sen, y todos los demás echan mano a sus espadas y meten a espada y a lanzadas todas aquellas ovejas, que uno ninguno pudo escaparse que no fuese trucidado. A cabo de dos o tres días saltan muchos indios vivos llenos de sangre que se ha­bían escondido y amparado debajo de los muertos, ¡cómo eran tantos!, iban llorando ante los españoles pidiendo mise­ricordia, que no los matasen. De los cuales ninguna misericor­dia ni compasión hubieron, antes, así como salían, los hacían pedazos. A todos los señores, que eran más de ciento y que tenían atados, mandó el capitán quemar y sacar vivos en pa­los hincados en la tierra.


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