Las cofradías como foco de unión entre distintos sectores sociales. La participación del laico en la Edad Moderna.

Los laicos a lo largo de la Historia han sido pieza fundamental constitutiva de esa “sociedad perfecta”, que es la Iglesia, fundada por Cristo, o tal como la denomina Caro Baroja, de esa “institución superior” que permite la práctica religiosa a los distintos sectores sociales. La cualidad asociativa en el hombre es inherente a su propia naturaleza, esencialmente “relacionable y comunicable”, a través de una serie de vínculos que la fortalecen. Vínculos ideológicos, profesionales, altruistas y religiosos.

Al laico, como ser individualizado no lo vemos aparecer en la organización de la Iglesia. Sin embargo, la unión entre laicos o de éstos con eclesiásticos sí la apreciamos involucrada en la misma. En el lapso temporal de nuestro estudio, el individuo, desde su orto hasta su ocaso, estaba tutelado por la Iglesia. Sus vivencias religiosas, su grado de cumplimiento como fiel, estaban bajo el control de la misma a través de la parroquia, en cuyos archivos el párroco contabilizaba desde el bautismo hasta la muerte, pasando por la confirmación, comunión y matrimonio, e incluso el grado de cumplimiento pascual. Por tanto, la vida de los fieles, de manera individualizada, estaba influenciada por la “idea religiosa” y, colectivamente, estaba también condicionada por dicha idea.

Para ello, se servía de elementos que facilitaban la participación, tales como el rito o el propio templo. Esta influencia se llevaba a cabo por medio del clero, cuya acción buscaba el camino de la familia, viéndose favorecido por el carácter jerárquico y organizado de la sociedad de la Edad Moderna.

Esta actuación vertical unidireccional, de clero a fieles, denota una jerarquización de funciones en el ambiente de comunión. Jerarquía y control que siempre han existido en la Iglesia. En esta situación, la manera que los laicos tenían de poder participar era a través de asociaciones, cuyos miembros se veían vinculados por lazos de sentimiento e ideas, de creencias, de formas de conducirse y relacionarse con lo sobrenatural, de intereses materiales mutuos y de ayuda solidaria con las necesidades de los demás. Todos ellos, bajo la jerarquía del clero, ya fuera secular o regular.

El laico oriolano de la Edad Moderna vive esta misma situación como individuo, al estar tutelado por la Iglesia en el seno de la parroquia y bajo la autoridad del clero parroquial. De idéntica manera, el laico asociado se mantiene bajo la misma tutela, al margen de los vínculos de unión que tuviera con otros laicos. En nuestro caso, los vínculos con que los laicos oriolanos se fusionaban en la época que estudiamos, caían dentro de los ideológicos, en referencia a la comunión de ideas y sentimientos; religiosos, respecto a la manera de unirse con lo sobrenatural; altruistas, cubriendo las necesidades de los más débiles, como meta de ayuda mutua.

Las cofradías eran un punto de referencia social. En ellas, los distintos grupos sociales buscaban el apoyo para su salvación eterna, así como el allanamiento del acontecer diario. Pero en esta participación, aunque en su trasfondo existe un germen de espiritualidad, su imagen es de índole material, no exenta de polémicas, disensiones, celos, soberbia y vanidad. El grado de compromiso de los laicos oriolanos en la Edad Moderna le llevaba a la pertenencia a una cofradía o una orden tercera. En algún caso encontramos a laicos siendo miembros de varias cofradías a la vez, o de una cofradía y una tercera orden. En ambas, la jerarquía estaba establecida por su dependencia del clero secular o regular.

Por tanto, el laico como célula individual de la Iglesia estaba tutelado y controlado por el clero parroquial, sin apenas papel activo en la estructura jerárquica, salvo su presencia en las juntas de parroquia. Como “ser social”, su participación era más directa a través de los dos tipos de asociación indicada y, al estar voluntariamente comprometido por medio de los estatutos y ordenanzas, se facilitaba su control. Así, al burocratizarse la cofradía, pasaba a ser “un mero auxiliar al servicio de la labor evangelizadora de la Iglesia”. En las cofradías el grado de compromiso era relativamente menor, puesto que en la tercera orden se sometían a la regla estricta de la orden regular a la que pertenecía. Los vínculos de los cofrades se basaban en tres principios: favorecer el culto divino, el ejercicio de la caridad y la promoción de la santificación de sus miembros.

Se intentaba con estas asociaciones, cofradías y terceras órdenes, que el “pueblo” fuera el verdadero protagonista de la vida de la Iglesia, dejando de ser un sujeto pasivo y presentándonos al asociacionismo laical como un “hecho expresivo de vitalidad”. Vitalidad ésta que era necesaria en unos momentos cruciales en la Historia, en que, a partir del Concilio de Trento, la Iglesia se ve atacada por los herejes y precisaba establecer una unión en defensa de la fe.

En principio, aunque con menos energías que en siglos pasados, en Orihuela, algunas de estas asociaciones, presentaban una tenue herencia corporativista gremial o estamental que fue desapareciendo al integrarse los individuos en el seno de las cofradías y órdenes terceras. De esta manera, personas de diversas condiciones sociales, desde los oligarcas municipales a los más humildes, se daban cita en las cofradías bajo la atenta mirada, control y continua presencia de los eclesiásticos seculares y regulares, constituyendo como indica Martínez Gomis en referencia a la Escuela de Cristo, “centros de sociabilidad religiosa”, vinculados a la elite civil y eclesiástica en los ámbitos urbanos y desde donde se proyectaba una moral ejemplarizante de corte rigorista. En el interior de las mismas, cualquier exteriorización de atributos que denotara diferencia de clases era inexistente. De hecho, antes de comenzar los ejercicios se despojaban de armas y de distintivos sociales.


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