Más allá de las razones económicas que subyacen a la expulsión de los moriscos, es evidente que los cristianos recelaban de aquellos musulmanes conversos que, en la privacidad de sus vidas, mantenían sus viejas costumbres y practicaban su ancestral religión.
Con la finalidad de advertir a las comunidades moriscas del peligro que corrían si no abrazaban el cristianismo y obedecían al Monarca, el clérigo Feliciano de Figueroa visitó los arrabales y aldeas moriscas en 1596, en 1600 y -ya como obispo- en 1609, dejándonos un vivo relato de aquellas gentes. El domingo de Pentecostés por la mañana congregó a todo el pueblo en la iglesia y, antes de empezar la misa, les advirtió que la siguiesen con atención. Les mandó que durante la elevación adorasen la hostia y el cáliz y “se hiriessen todos en los pechos”, es decir, se diesen golpes de pecho, lo que hicieron con “notable demostración”. Acabada la misa se sentó el obispo junto al altar y les predicó durante más de una hora, explicándoles el sacrificio de la cruz y el misterio de la Santísima Trinidad. Su secretario anotó que “oyeron la plática con mucha atención”. Figueroa fue repasando el padrenuestro, el avemaría, todos los ministerios del credo, los diez mandamientos, etc., dando buena prueba de que carecían de la instrucción más básica en la fe católica. A su vez, les hizo una recomendación: que se habituasen a hablar la lengua castellana en sus casas para que sus mujeres e hijos pudiesen ser enseñados, lo que da buena prueba que probablemente continuaran hablando en sus propias lenguas, ni siquiera en catalán. Varios días después, el obispo fue a la iglesia y mandó llamar a los doce “más principales y de buenos entendimientos”, por los que “todos los demás se gobiernan”, y les dio dos meses de plazo para que aprendiesen lo que no habían sabido acerca de la fe.
En general, todo este relato no pasaría de anecdótico si no mostrara de forma clara la pervivencia de la cultura y la religión islámica entre los moriscos, así como la superficialísima cristianización a que habían sido sometidos tras las Germanías. En general, la impersión que se recoge es que vivían segregados, mantenían su propia lengua, cultura, religión e incluso sistema gerontocrático de gobierno, en paralelo a la organización cristiana del señorío de Segorbe.