El Problema Morisco

Se denomina moriscos a aquellos hombres y mujeres que quedaron después de la Reconquista en el territorio peninsular, principalmente como campesinos al amparo de nobles cristianos e incluso la propia Iglesia. Eran un grupo, pues, dedicado al trabajo de la tierra, algo que les permitía vivir de manera más o menos solvente, e incluso prosperar económicamente mediante la compra y venta de tierras.

Dentro del reino de Valencia la población morisca tenía un gran peso demográfico hasta llegar a ser la tercera parte de la población total. Debido a la actividad económica que desempeñaban estaban localizados, lógicamente, en las zonas rurales donde una pequeña minoría de los propietarios concentraban en sus manos más de la mitad de la superficie cultivable.

Sin embargo también había ciertos niveles de población morisca en ciudades y villas importantes, como es el caso de Jijona, donde a pesar de tener un número reducido de moriscos éstos estaban confinados dentro de su propio barrio, la aljama. Aquí vivían aislados para la seguridad de los “cristianos viejos” a pesar de que según se desprende de los documentos comerciales, en este sentido no había ningún tipo de conflicto social entre grupos.

La Iglesia, por su parte, intentará sin éxito evangelizar a la población musulmana radicalizando cada vez más y más su postura frente a ellos. Todo ello agravado por las continuas incursiones berberiscas desde el Mediterráneo y de las que se culpaba a la población mora peninsular. De manera que la convivencia entre cristianos y musulmanes no terminaba de formalizarse, y el hecho de que las tempranas nupcias de los moriscos aumentaran rápidamente su desarrollo demográfico sólo consiguió empeorar la situación.

Por este motivo, y a pesar de los consejos de los prelados y los varones valencianos, el rey Felipe III decretó finalmente la expulsión de la población morisca. Fue una decisión fundamentalmente política (a pesar de los factores económicos, culturales e ideológicos) que contó, por supuesto, con el apoyo de la Iglesia – y la opinión pública -. Pero las consecuencias, más que demográficas por la pérdida de un tercio de la población del reino, fueron más bien económicas, con un importante descalabro en las finanzas.

 


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