El pensamiento de Alfonso de Valdés

El pensamiento de Alfonso de Valdés

Los Diálogos de Valdés, que en principio pueden parecer simples ejercicios de retórica humanística en mera defensa del príncipe al que servía, en realidad están considerados una pieza esencial en la historia de nuestro pensamiento político. El humanista comprendió que tenía a su alcance una ocasión inmejorable para poner en circulación sus ideas de corte erasmista y utilizó sus escritos para difundirlas.

Alfonso de Valdés arriesgó, y no poco, al poner su pluma al servicio del poder, pero sin olvidar sus obligaciones sociales y lo que debía a sus propias ideas y a su formación erasmista. Pensaba en un Imperio en el que en gran medida no cuenta su procedencia y entronque clásico-medieval, sino que aparece como institución contemporáneamente justificada para realizar una misión peculiar de su tiempo. Los “trabajos” del mundo están puestos por Dios para el esfuerzo de los buenos, y las penalidades que estos encuentran en su vida son camino ascético para el más allá o bien son consentidos por Dios para castigar nuestros pecados.

Por ello, Valdés considera un deber esforzarse por reducir el mal y corregir los defectos, a fin de abrir al hombre una senda de perfección. Habla repetidamente de la reforma de la Iglesia, de la reforma de la Cristiandad. Elogia al buen cardenal que considera “quan perdida estava la cristiandad y quanta necesidad tenía en muchas cosas de reformación”. Con el objetivo de conseguir este fin, Valdés define su concepción de un Emperador y un Papa para el gobierno del pueblo de Cristo: “el oficio del Emperador es defender sus súbditos y  mantenerlos en mucha paz y justicia, favoreciendo los buenos y castigando los malos”, y la autoridad pontificia existe para “declarar la Sagrada Scriptura y para que enseñase al pueblo la doctrina cristiana, no solamente con palabras, malas con ejemplo de vidas (…) para que en continuo cuidado procurase de mantener los cristianos en mucha paz y concordia”.

Y para que todo ello sea posible es fundamental la formación del gobernante. El príncipe “bien doctrinado viene a ser lo mismo que el buen príncipe”. Por la aplicación de esa doctrina que el buen gobernante posee, el pueblo estará bien dirigido, reformado según la virtud. Hay así en Valdés una tendencia platónica, pide que en el gobierno se tengan en cuenta las opiniones de los filósofos. Esta tendencia idealista choca frontalmente con el incipiente maquiavelismo.

A esta posición de Valdés, que José Antonio Maravall ha calificado de despotismo espiritualista, se le objetaba que su empresa de reformar el mundo era inalcanzable, pero él contestaba incitando a ello al Emperador, al que veía como el hombre destinado a esta reforma, cuyo resultado sería un cristianismo profundamente espiritualizado. Esta reforma serviría de marco para un mundo nuevo, de hombres nuevos: tal es la misión imperial de Carlos, realizada por sí mismo y por sus ministros.

Las decepciones no parece que hicieran perder sus ilusiones a Alfonso de Valdés, pues se mantuvo hasta el final de su vida en la pelea por imponer sus ideales reformadores. Muerto él, su hermano Juan, místico y humanista, siguió en su línea política.


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