La cuestión de la tortura

Se equivocaría quien pensara que la tortura ha sido patrimonio exclusivo del Santo Oficio, o que la ominosa institución es ajena a los tiempos modernos. Como muestra, valga citar que a fines del siglo XVIII el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid se manifestaba favorable al uso del tormento como institución penal, calificándola como “justa, útil y necesaria”.

De acuerdo con la constitución Ad extirpanda, la tortura solo tiene como límites la mutilación o la muerte del “paciente”.

Ya constituye una tortura en sí misma la exhibición al paciente” de los instrumentos de tortura.

En realidad, la tortura como método procesal para arrancar la confesión del imputado ya existía en el derecho común que justo es señalar, se había adelantado en ello la Iglesia, fue introducida en el procedimiento canónico por la bula Ad extirpanda (1252) del Papa Inocencio IV. Asimismo, la decretal tiene en cuenta que quienes en definitiva se benefician con la tortura son los propios imputados (denominados “pacientes” cuando son sometidos a suplicios), porque “confesando sus crímenes como herejes se convierten a Dios y por su reconciliación, salvan sus almas”.

El cuerpo del acusado se convierte así -más allá de cualquier consideración humanitaria- en un medio de investigación y objeto de producción de la prueba, porque para el Santo Oficio constituye la baja naturaleza material del hombre, que cuando resulta imputado del delito de herejía se rige por el principio de culpabilidad.

Una importante regla del derecho común reza que, una vez aplicado el suplicio, no se puede repetir si no se cuenta con nuevos indicios. Sin embargo, el ámbito del procedimiento inquisitorial esta regla sufre una excepción ya que algunos inquisidores decían que se podía seguir un día tras otro, ya que lo que estaba prohibido eran reemprenderlas pero no proseguirlas.

Uno de los casos más clásico, es en el que se confiesa en las sesiones de torturas ante el inquisidor, retractándose luego ante el tribunal.

Por otra parte los inquisidores estaban facultados para emplear la tortura incluso contra un testigo, cuando mediaren indicios de que ocultase o no dijese toda la verdad o incurriere en contradicciones manifiestas.

Las tres principales torturas empleadas por la Inquisición española fueron la garrocha, la toca y el potro. La garrocha consistía en colgar al paciente por las muñecas de una polea en el techo, con grandes pesos sujetos a los pies, alzándolo lentamente y soltándolo de pronto, lo que podía dislocar sus extremidades. La toca o tortura del agua suponía atar al imputado sobre un bastidor, poniéndole una toca o lienzo sobre el rostro sobre el que se vertía agua en gran cantidad, lo que provocaba una fuerte sensación de ahogo, puesto que con el agua, la tela se adhería a las fosas nasales y a la boca. En el tormento del potro, se ataba a la victima fuertemente a un bastidor o banqueta con cuerdas pasadas en torno al cuerpo y las extremidades, controladas por el verdugo que las iba apretando mediante vueltas dadas a sus extremos.

Respecto de la tortura rigen las excepciones procesales propias de los delitos de lesa majestad. En consecuencia, los nobles y las clases altas a ellos asimiladas (los ciudadanos ricos y honrados) carecen ante el Santo Oficio de los privilegios que las leyes seculares les otorgan contra la aplicación de tormentos.

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