Paralelamente al mercado local se desarrolló un tráfico de importación y exportación que englobaba, generalmente, mercancías de lujo. A su cargo estaban los pochtecas, clase social hereditaria que mantenía notable posición dentro de la sociedad azteca: residían en Tlatelolco; sus miembros desempeñaban, paralelamente, funciones económicas, administrativas, judiciales y religiosas; se regían por sus propias leyes; se comunicaban directamente con el emperador y poseían autorización para sacrificar esclavos en honor a sus deidades. Conformaban, pues, una clase que gozaba de derechos especiales en relación al resto de la sociedad mexica. Físicamente también diferían de éstos, ya que se rapaban y deformaban la cabeza.
Los privilegios usufructuados para aquellos mercaderes probablemente derivan de la especial misión que desarrollaban en forma anexa. Ellos mantenían al emperador permanentemente informado de lo que acontecía en sus dominios, alertándolo sobre posibles insurrecciones y proporcionándoles datos militares cuando emprendía la conquista de un pueblo. De ahí que se les consideró como verdaderos espías imperiales, papel que cumplían a satisfacción dado que hablaban muchas lenguas y podían mimetizarse fácilmente con las poblaciones locales.
Los pochtecas, sin duda, no eran mexicas. Llegaron al valle de México mucho antes de la fundación de Tenochtitlán, dedicándose al comercio. Durante el ejercicio de su profesión celebraron pactos de alianza con otros pueblos y grupos de mercaderes, pudiendo de tal modo trasladarse, sin ser molestados, por territorios enemigos de los aztecas, llevando a los puertos de intercambio objetos elaborados en oro, cobre, jade y obsidiana; vestimentas de plumas; tinturas; pieles de conejo y, por sobre todo, esclavos. Importaban plumas de aves tropicales y de quetzal; turquesas y jades; pieles de jaguar; vestimentas y cacao.
Las caravanas mercantiles solían ser asaltadas por bandoleros. Para enfrentarlos llevaban armas, aunque les estaba prohibido integrar el ejército oficial.
La posición privilegiada de los pochtecas, unida a la riqueza que poseían despertó la envidia de la nobleza azteca. Por esa razón se les obligó a entrar de noche en la ciudad a no hacer ostentación de sus bienes, y a aparentar una pobreza y humildad que estaban muy lejos de ser verdaderas.
Usaban como emblema un abanico. Residían en un mismo barrio y se casaban entre ellos, enseñando a los hijos las artes comerciales y los idiomas de sus clientes dispersos por todo el imperio.
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