Un aspecto interesante del pensamiento de Lutero es la relación entre el poder religioso y el poder temporal. En su obra Del poder secular (1523), Lutero defiende como tesis principal la distinción clara entre el gobierno espiritual y el gobierno temporal. Según su opinión, Dios había permitido que los hombres desarrollasen sus necesidades de orden social, cívico y político porque no había alusiones al respecto en las Sagradas Escrituras. El deber del Estado era administrar la ley de acuerdo con las leyes vigentes y legislar normas nuevas cuando fuera preciso. También tenía que castigar la ilegalidad y el crimen, y mantener una sociedad justa, limpia y estable. En este caso, la autoridad temporal se convertía en ministro de Dios. De este modo, Lutero ponía las bases de lo que luego se conocería como el derecho divino de los poderes temporales. En cuando a la legislación, en un principio, Lutero pensaba que los mandamientos emitidos por Moisés podían ser válidos para la comunidad judía pero no lo eran para la cristiandad. El derecho secular debía ser distinto del derecho religioso. De hecho, para Lutero, el derecho civil era “mejor, más rico y más honrado” que el derecho canónico. El objetivo principal de esta obra, según Atkinson, era defender el poder civil contra una afirmación irregular de la autoridad religiosa, bíblica y mística, igual que lo había protegido frente a la agresión de la jerarquía papal. Pretendía defender la vida religiosa de los cristianos contra la intrusión tiránica de la Santa Sede y proporcionar una relación clara del cristiano con la sociedad y con la autoridad secular.
Estas ideas fueron aplicadas en la práctica en su intervención en la rebelión de los campesinos de 1524. En principio, Lutero instó a la reconciliación de ambos bandos en su obra Exhortación a la paz a propósito de los doce artículos de los campesinos. Según Conde, en la misma, criticaba los abusos tanto de los nobles como de los campesinos: “señores, abandonando vuestro ánimo feroz, que más pronto o más tarde deberéis abandonar por las buenas o por las malas, mitigaseis un poco vuestra tiranía y vuestra opresión, a fin de que también los pobres tengan aire y espacio para vivir. A su vez, los campesinos se dejen también ellos adoctrinar y abandonen algunos de sus artículos que aspiran demasiado alto…”. A los príncipes les exhortaba a dejar predicar el Evangelio, a no abusar de sus súbditos y a tratar a los amotinados “como el hombre sensato trata a las personas ebrias o fuera de sus casillas”. Con los campesinos se mostraba más duro. Negaba que sus reivindicaciones estuvieran justificadas por el Evangelio porque los cristianos no podían usar la fuerza sino que sus únicas armas eran la cruz y la paciencia. Si las autoridades les oprimían debían aguantarlo en silencio sin protagonizar desórdenes porque la represión estatal era un castigo divino.
La obra no sólo no solucionó el conflicto sino que la rebelión en virulencia. Indignado, Lutero exacerbó sus planteamientos en su duro ataque Contra las rapaces y homicidas hordas de los campesinos. El cambio de opinión del reformador fue debido, como indica Febvre, al cambio de las circunstancias históricas ya que el fonde de sus doctrinas seguía siendo el mismo. Legitimó su nueva actitud en la violencia extrema empleada por los insurgentes, que se comportaban como si fueran “perros rabiosos”. Según Conde, el reformador consideraba que habían cometido tres pecados contra Dios y contra los hombres y por ello habían merecido la muerte. El primero era político: la violación de su juramento de fidelidad y de obediencia respecto a las autoridades espirituales y temporales. El segundo era de orden público: el robo y el saqueo de castillos y conventos. El último y el peor era el religioso, que “enmascaran esos delitos tremendos y horribles con el Evangelio, llamándose Hermanos Cristianos…” con el objetivo de legitimar sus acciones. De este modo, se han convertido en “los mayores blasfemos de Dios” ya que “sirven y honran al demonio bajo la máscara del Evangelio”. Para finalizar, lanza una petición radical a la nobleza: “estimados señores, liberad, salvad, ayudad y tened misericordia de la pobre gente, pero herid, degollad y estrangulad a los demás, y si haciendo tal cosa encontraseis la muerte, consideraos felices porque muerte mejor jamás podríais encontrar, porque moriréis obedeciendo a la Palabra y voluntad de Dios y en servicio de la caridad, y por salvar al prójimo del infierno y de los lazos del demonio”. Febvre ensalza la agresividad de sus planteamientos, recordando otra cita más del reformador: “¿Qué razón habría para mostrar a los campesinos tan gran clemencia? Si hay inocentes entre ellos, Dios sabrá bien protegerlos y salvarlos, como hizo con Loth y con Jeremías”. Esta cita recuerda peligrosamente al episodio de Simon de Montfort durante la cruzada albigense. El paternalismo inicial había sido sustituido por un grito contra la matanza de los esbirros del Anticristo, al tiempo que reforzaba aún más la autoridad de los poderes temporales frente a posibles desórdenes sociales.
Más tarde, el reformador escribió una Carta a Gaspar Muller en la cual dejaba constancia de su teoría de los dos reinos, según Conde. Respecto a las rebeliones, Lutero reafirmaba sus planteamientos apoyándose en san Pablo. Insistía en que el cristiano debía obedecer siempre a las autoridades porque su poder había sido investido por Dios. Culpaba a los campesinos de pedir a los poderes misericordia, siguiendo el ejemplo de Cristo, cuando ellos mismos habían ido haciendo el mal de forma impune, siguiendo la estela del diablo. Afirmaba que si hicieran caso de los rebeldes, en el mundo sólo habría mal, violencia y caos. Para ilustrar sus ideas, recurría a la distinción entre dos reinos: el de Dios y el de la tierra: “El reino de Dios es un reino de gracia y misericordia y no un reino de ira y castigo, porque en él reina el perdón, la compasión, el amor, el servir, el hacer el bien, la paz y el gozo. El reino de la tierra es un reino de la ira y la severidad, porque no sabe más que castigar, prohibir, juzgar y condenar para poner freno a los malvados y proteger a los buenos”. En el reino de la tierra, el cristiano debía estar dispuesto a sufrir robos, agresiones o incluso la muerte sin responder con la misma moneda. Para evitar los desmanes, era necesario que el señor usara la espada contra los malos para proteger a los buenos. Al cristiano sólo le quedaba confiar en las autoridades temporales, obedecer sumisamente y no perpetrar delitos para evitar un justo castigo. Sostenía que el Estado debía utilizar la violencia porque así lo quería Dios: “la potestad de la tierra, que no es otra cosa que el instrumento de la ira del Señor contra los malvados, real y verdadero predecesor del infierno y de la muerte eterna, no debe ser misericordiosa sino severa, implacable y airada en su oficio y obra”.
Este pensamiento se hace cada vez más reaccionario con el paso de los años. Febvre percibe, en el paso de la década los veinte a los años treinta, un “repliegue” en las ideas del reformador por el cual el inicial idealismo de Lutero se torna en conservadurismo. Este paso tiene lugar fruto de una evolución lógica de sus pensamientos en interacción con las circunstancias. Desde que entró en múltiples debates para defender sus doctrinas, su ideario se fue acomodando de forma semiinconsciente pero necesaria para justificar una actitud de lucha. En el ámbito político, Lutero reforzó la legitimación divina del poder absoluto de los príncipes que le apoyaban. No es casualidad que las competencias que concedía al Estado en el ámbito religioso fueran ampliándose con el tiempo: velar por la pureza y salud interna de la Iglesia, controlar su enseñanza para garantizar la ortodoxia, expulsar de los heréticos, etc. Según Febvre, Lutero mantenía la distinción entre los dos dominios (espiritual y real), pero la distinción entre uno y otro se atenuaba cada vez más. Ya no había un abismo infranqueable entre ambos ámbitos sino que ahora la diferencia era sólo de gradación. Si en su etapa de juventud, Lutero se interesaba únicamente por las cuestiones espirituales y confiaba en las inquietudes interiores de los creyentes, a partir de ahora recurrirá más a la emisión de códigos de leyes, a la acción coercitiva y represiva de las autoridades, y a la presión del medio social. La necesidad acaba por desembocar en una ley.
Por último, con el desarrollo del conflicto entre los príncipes y el Emperador, el destinatario de sus obras se redujo notablemente. Lutero ya no empleaba el latín para dirigirse a toda la cristiandad sino que la mayoría de sus obras eran escritas en alemán porque estaban destinadas a los fieles de su nación. Además, anteriormente Lutero había negado que cualquier tipo de guerra de guerra de agresión pudiera ser motivo de bendiciones y consideraba que las guerras de religión no eran queridas por Dios sino que estaban promovidas por el Diablo. Sin embargo, con el enfrentamiento entre la Liga de Esmalcalda y Carlos V, Lutero tuvo que legitimar la acción bélica protestante como una actitud defensiva ante la injerencia del Diablo encarnado en el Santo Padre. En sus primeras obras, Lutero distinguía entre fe y política, rechazando el recurso de la guerra para imponer el proyecto reformista. Consideraba que la política de paz podría practicarse con mayor realismo siempre y cuando se dejara en manos de Dios la causa de la Reforma, sin injerencia de las autoridades temporales. No obstante, desde ahora Lutero legitimará una injerencia cada vez mayor de los príncipes en cuestiones espirituales incluyendo, por su puesto, la defensa de la verdadera fe. En definitiva, Lutero negaba el derecho de los súbditos a rebelarse contra los príncipes pero legitimaba el derecho de éstos a plantar cara al Emperador para librar a Alemania de la explotación pontificia y facilitar el desarrollo de la Reforma, al menos, en el ámbito secular. Esta postura choca con su planteamiento inicial respecto al nacionalismo de von Hutten. Según Oberman, hacia 1520, Lutero había condenado como contrario a Dios una unión entre la Iglesia y la nación, puesto que la equiparación del pueblo de Dios con un Estado o nación, no sólo pervertía el Evangelio sino que amenazaba la paz en el mundo. En aquel momento, Lutero no defendía que la cristiandad sólo hablara alemán sino que optaba por una ecúmene de lenguas y se posicionaba en contra de conseguir por las armas una solución final. Las circunstancias habían llevado al reformador a cambiar sus planteamientos.
Imagen: Cuadro sobre la vida campesina medieval. Página La pobreza en la edad media: http://sepiensa.org.mx/contenidos/historia_mundo/media/pobreza/poor_1.htm