La acusación de bigamia parte de la noción católica de que el matrimonio establece una unión permanente que pretende saciar la lujuria y permite la procreación controlada de la especie. Sin embargo, por más que la Iglesia católica declarara que el matrimonio era permanente e indisoluble, el pueblo europeo no siempre le hacía caso. Cuando un matrimonio fracasaba, a finales del medievo, a menudo los feligreses solucionaban la situación por su cuenta. Algunas parejas se separaban de mutuo acuerdo. Otras simplemente dejaban de lado su vida desdichada y se trasladaban a otro sitio, donde se forjaban una nueva imagen y creaban otra familia. Compadeciéndose de la difícil situación de las parejas desdichadas, las comunidades actuaban a menudo como cómplices y ocultaban las relaciones bígamas. En este contexto, es probable que la bigamia sólo se hiciera pública cuando la nueva relación ofendía al cónyuge legítimo o molestaba a la comunidad. Pero en la mayoría de los casos todo el mundo se conformaba con seguir su propio camino y dejar que los demás hicieran lo mismo, sin la intervención de la Iglesia católica.
Durante el siglo XVI, el sacramento del matrimonio era objeto de cada vez más ataques por parte de los reformadores protestantes, de modo que en el concilio de Trento, la Iglesia católica formuló normas más restrictivas con respecto al matrimonio que, entre otras cosas, facilitaban la localización y el procesamiento de las personas que desacralizaban el sacramento con su conducta, es decir, de los bígamos. Se dispuso entonces que había que anunciar públicamente los esponsales y que las amonestaciones se tenían que hacer públicas durante tres semanas para estar seguros de que no hubiera otro cónyuge ni ningún otro impedimento para el matrimonio. Los feligreses se tenían que casar en su propia parroquia, y la boda la celebraba un sacerdote reconocido, en público y con testigos. En la mayoría de las circunstancias, la bendición nupcial se concedía de forma inmediata para que no hubiera dudas sobre la administración completa del sacramento. Por último, se inscribían los nombres de los contrayentes y de los testigos con el registro de matrimonios de la parroquia. La finalidad de esta documentación era determinar los lazos espirituales y físicos entre los feligreses a fin de impedir la celebración de matrimonios con familiares por consanguinidad o por afinidad y la bigamia. Además, al aumentar la Iglesia su vigilancia del sacramento del matrimonio, reiteró las circunstancias en las cuales un viudo o una viuda podían obtener la dispensa para volver a casarse. Antes de contraer matrimonio por segunda vez, había que demostrar la muerte del cónyuge ante el provisor diocesano. Ni la prolongada ausencia del cónyuge, ni el adulterio, ni las peleas o los problemas entre esposos se consideraban motivos válidos para poner fin al matrimonio. Sin una intervención eclesiástica previa, todo aquel que contrajera segundas nupcias podía ser acusado de bigamia.
En lo que respecta a la jurisdicción, las personas acusadas de bigamia se podían juzgar en un tribunal secular o en uno episcopal. Para los juristas, al casarse dos veces el bígamo no solo contravenía la ley canónica sino que también ofendía a la sociedad civil. Durante el siglo XVI la Inquisición española, que sólo podía intervenir en casos de herejía, complico aún más el conflicto jurisdiccional con los juicios por bigamia de modo que incluyera la presunción de ideas heréticas. A los ojos de la Inquisición, la violación de la santidad del sacramento del matrimonio daba origen a la sospecha de herejía, ya que los reformadores protestantes, incluidos tanto Lutero como Calvino, negaban el carácter sacramental del matrimonio. Además, había sospechas menos claras que relacionaban la idea del nuevo matrimonio con la tradición judía y con la musulmana. En realidad, desde un punto de vista burocrático, la Inquisición era la institución que mejor podía reprimir la bigamia en España al principio de la edad moderna porque, al funcionar a partir de tribunales regionales, facilitaba la persecución de los bígamos que migraban de una región a otra. Asi fue como, pese a las protestas de los tribunales locales seculares y eclesiásticos, la Inquisición poco a poco fue adquiriendo más jurisdicción sobre la bigamia.
De los dieciséis tribunales del Santo Oficio cuya jurisdicción se extendía desde Perú hasta Sicilia, ninguno procesó con mayor frecuencia el delito de bigamia que el de Santiago de Compostela. Galicia, en el extremo noroccidental de la península, había pertenecido al reino de Castilla durante siglos, pero por su accidentada topografía había quedado relativamente aislada del resto. A diferencia de la abierta meseta castellana o de la soleada costa mediterránea, Galicia es un laberinto de montañas, valles y calas rocosas escondidas. Durante las controversias religiosa de finales del siglo XVi, esta región destacó por su capacidad para ocultar herejías. Para Felipe II, los puertos atlánticos de Galicia estaban repletos de anglicanos y hugonotes, que tamizaban la entrada de ideas heréticas al resto de España. Al mismo tiempo, la Iglesia católica expresaba su grave preocupación por las poblaciones pobres y analfabetas que vivían en las montañas.
Al final se impusieron las demandas reales y eclesiásticas y, tras dos intentos infructuoso, en 1574 se instaló el tribunal gallego en Santiago de Compostela, el último tribunal que se estableció en la península.
Horrorizada por la aparente falta de religiosidad del pueblo, la Inquisición gallega emprendió enseguida la tarea de recuperar el noroeste para el cristianismo. A fin de evitar que los gallegos cayeren en errores o en herejías, la Inquisición investigó con celo a la población local, descubriendo docenas de blasfemos, fornicadores, brujas y bígamos. La bigamia ocupa el tercer puesto entre los delitos más perseguidos. La Inquisición se tomó con mucha seriedad el mandato bíblico de que el hombre no debía separa aquello que Dios había unido.
