Pocas son las noticias que se tienen del transcurrir cotidiano del príncipe en el invierno y la primavera de 1566. Se sabe que en las postrimerías de 1565 hizo una excursión a la cruz de Guisando y tuvo que dar un escudo como premio al individuo que le guió en el descenso, por haberse extraviado, y también consta que Luis de Morisocte le daba clases de lengua alemana desde el último verano y que se remuneraban sus lecciones a razón de cien maravedíes diarios. Don Carlos no tenía nociones de idiomas extranjeros y no deja de sorprender su elección. La esperanza de un próximo enlace con Ana es la única explicación, aunque imagino que era más ferviente su deseo que la capacidad por aprender un lenguaje complicado. A sus esporádicas prácticas de esgrima y su asistencia a las sesiones del Consejo, en cuyos trabajos cooperaba ya Juan de Austria, seguía añadiendo abundantes apuestas como aspecto más preponderante de sus costumbres. Los desafíos, animados por continuas porfías perdidas, fruto de su testaruda obcecación, salpicaban la rutina de su convivencia: diez escudos de oro pagados el 11 de abril; doce escudos de idéntico metal dos días después, que tuvo que apoquinar para rescatar los guantes de otra apuesta; diez escudos de oro abonados a Juan Estévez de Lobón, su guardajoyas y ropa, por no haber vencido en un reto tirando con unos arcabuces, y la desorbitada cantidad de cien escudos que le “timaron” los archiduques Rodolfo y Ernesto, recreándose con los naipes.
Las diversiones azarosas excitaban su idiosincrasia lúdica por cuanto en febrero volvió a derrochar treinta escudos de oro en dos rifas de unas sortijas y en abril veintiún escudos en iguales entretenimientos. Los criados de su casa, comparsas de sus ratos de ocio, resultaban favorecidos por su afición al desafío vanidoso; Luis Quijada, su caballerizo, le ganó dos escudos de oro en Galapagar y la nómina de los favorecidos por su tendencia compulsiva se proyecta incluso hacia sus gentilhombres como Gonzalo Chacón, Diego de Acuña, Hernando de Rojas o Alonso de Córdoba que se embolsaron buenas cantidades en distintas temporadas.
El adiestramiento cinegético no era de su gusto, pero se constata que tuvo la habilidad de matar un venado en Santa Cruz. Al juego se une su apego a realizar compras o recompensar hallazgos de objetos perdidos como ejemplo de que era distraído en la custodia de sus pertenencias. En marzo dio once escudos y tres reales a un labrador de Vallecas por hallar un sombrero y en enero satisfizo doce escudos de oro a un tal Estanislao por buscar y descubrir una de sus sortijas, mientras que era capaz de suplicar las rogativas de unas misas para que aparecieran piedras preciosas extraviadas, adquirir dos barbas negras al precio de diez reales o unos colchones de viento, por la cifra de cuatrocientos, que utilizaba para dormir la siesta.
Las andanzas por las comarcas aledañas, Valdemoro, Uclés, Aranjuez, Galapagar o Cercedilla, demuestran que Don Carlos se desperezaba pasado el invierno y que gozaba de una salud placentera. Las persistentes calenturas estaban aniquiladas y se mostraba más vitalista que en periodos precedentes.
No hay que rechazar que las amonestaciones epistolares de Honorato Juan hubiesen tenido influencia favorable en su talante, ya que a raíz de sus sugerencias se reconoce una mejor sociabilidad con su servidumbre, no hay indicios filiales de porfías y comulga en el convento de los jerónimos, aparte de mostrarse dadivoso con los frailes de Atocha, los mozos de capilla y hasta con el sacristán de Uclés, a quién gratificó con ocho reales por no haber repicado las campanas delatando su aparición en la Semana Santa, en una señal evidente de que, al menos ocasionalmente, postergaba el orgullo de su prosapia en un rato empeño por pasar desapercibido.