La educación de Don Carlos

La enseñanza, que tantas inquietudes había irrogado a su preceptor Honorato Juan, estaba ya en un segundo plano y no hay apenas datos de sus iniciativas estudiantiles desde que la Corte se instala en Toledo y luego en Madrid en 1561. Sus estancias en Alcalá de Henares hacen admisible su asistencia esporádica a las clases que se impartían en la universidad, pero se teme que su preparación cultural fuese imperfecta o vulgar desde que se incorpora al mundo áulico. Su letra era descuidada y torpe, consecuencia de su falta de práctica en la escritura, poseía rudimentos de latín e interés por la historia, pero es seguro que no estuviese avezado en idiomas cuando únicamente el alemán despertaba su voluntad ante la coyuntura de una próxima unión conyugal. La hija de Maximiliano y María vivía desde su más tierna infancia en Viena, tras haber nacido en la península durante la regencia temporal de sus progenitores, y es procedente pensar que el alemán fuese su lengua cotidiana, pese a que tuviese nociones de castellano por el influjo materno.

Alonso de Laloo, secretario del conde de Horn, había entregado al príncipe un libro con las armas de los caballeros del toisón de oro, a cambio de 2.200 reales, que pasó a engrosar la biblioteca constituida por la elevada cifra de ciento setenta y seis volúmenes que abarcaban ámbitos muy proteicos. Este acaparamiento no presupone una reforzada formación intelectual, pero sí revela curiosidad como complemento de la indiscreción de que daba palpables muestras con frecuencia.

Al ejemplar aludido se unen creaciones como la biografía de Carlos V—no sorprende que estuviese atraído por las aventuras de su abuelo—, el discurso de la historia de Lorena y Flandes—síntoma de su propensión hacia los asuntos flamencos—y distintos trabajos como la rara república del turco; la crónica o comentarios de don Jaime, primer rey de Aragón; historia imperial y cesárea; ordenaciones hechas por el soberano Pedro de Aragón; la  crónica de los monarcas de Navarra, o el sumario de las vicisitudes de los Reyes Católicos. Los textos son una pura miscelánea dado que, en su conjunto, ofrece una enorme variedad. Muchos son de estilo religioso, como un misal y breviario del oficio mozárabe, tomos de los concilios, la vida de San Juan Evangelista o los milagros del santo fray Diego, a la permanencia de cuyas reliquias en su cámara de Alcalá de Henares atribuía la curación de las heridas ocasionadas por su penosa caída.

Las hagiografías y las crónicas se complementan con contenidos tan dispares como la geografía de Claudio Ptolomeo, un tratado en romance sobre las tafurerías (justificable dado su apego al juego), una cosmografía de Pero Apiano, la composición del cuerpo humano escrita por Antonio Valverde de Amusco, una obra relacionada con las monedas que antiguamente se utilizaban en España, elaborada por el obispo Covarrubias, una ortografía y arte de escribir con buen estilo, las fábulas de Esopo, los azares de Plutarco y ediciones de clásicos latinos que se mezclaba con títulos tan peregrinos como cuentos graciosos, en alemán, o el cuento de las estrellas narrado en romance.

La heterogénea biblioteca se consolidaba con la Historia pontifical y católica que no tendría nada de particular si no fuese porque estaba prohibida por el Santo Oficio. Por otro lado, como última rareza, no se debe ocultar que don Carlos disponía de dos escrituras de mano que eran el testamento y codicilo de Isabel de Valois, otorgadas antes de dar a luz a Isabel Clara Eugenia y firmadas por el escribano Juan López, como argumento fehaciente de que entre ambos jóvenes imperaba una consolidada confianza.

La vida del príncipe

Pocas son las noticias que se tienen del transcurrir cotidiano del príncipe en el invierno y la primavera de 1566. Se sabe que en las postrimerías de 1565 hizo una excursión a la cruz de Guisando y tuvo que dar un escudo como premio al individuo que le guió en el descenso, por haberse extraviado, y también consta que Luis de Morisocte le daba clases de lengua alemana desde el último verano y que se remuneraban sus lecciones a razón de cien maravedíes diarios. Don Carlos no tenía nociones de idiomas extranjeros y no deja de sorprender su elección. La esperanza de un próximo enlace con Ana es la única explicación, aunque imagino que era más ferviente su deseo que la capacidad por aprender un lenguaje complicado. A sus esporádicas prácticas de esgrima y su asistencia a las sesiones del Consejo, en cuyos trabajos cooperaba ya Juan de Austria, seguía añadiendo abundantes apuestas como aspecto más preponderante de sus costumbres. Los desafíos, animados por continuas porfías perdidas, fruto de su testaruda obcecación, salpicaban la rutina de su convivencia: diez escudos de oro pagados el 11 de abril; doce escudos de idéntico metal dos días después, que tuvo que apoquinar para rescatar los guantes de otra apuesta; diez escudos de oro abonados a Juan Estévez de Lobón, su guardajoyas y ropa, por no haber vencido en un reto tirando con unos arcabuces, y la desorbitada cantidad de cien escudos que le “timaron” los archiduques Rodolfo y Ernesto, recreándose con los naipes.

Las diversiones azarosas excitaban su idiosincrasia lúdica por cuanto en febrero volvió a derrochar treinta escudos de oro en dos rifas de  unas sortijas y en abril veintiún escudos en iguales entretenimientos. Los criados de su casa, comparsas de sus ratos de ocio, resultaban favorecidos por su afición al desafío vanidoso; Luis Quijada, su caballerizo, le ganó dos escudos de oro en Galapagar y la nómina de los favorecidos por su tendencia compulsiva se proyecta incluso hacia sus gentilhombres como Gonzalo Chacón, Diego de Acuña, Hernando de Rojas o Alonso de Córdoba que se embolsaron buenas cantidades en distintas temporadas.

El adiestramiento cinegético no era de su gusto, pero se constata que tuvo la habilidad de matar un venado en Santa Cruz. Al juego se une su apego a realizar compras o recompensar hallazgos de objetos perdidos como ejemplo de que era distraído en la custodia de sus pertenencias. En marzo dio once escudos y tres reales a un labrador de Vallecas por hallar un sombrero y en enero satisfizo doce escudos de oro a un tal Estanislao por buscar y descubrir una de sus sortijas, mientras que era capaz de suplicar las rogativas de unas misas para que aparecieran piedras preciosas extraviadas, adquirir dos barbas negras al precio de diez reales o unos colchones de viento, por la cifra de cuatrocientos, que utilizaba para dormir la siesta.

Las andanzas por las comarcas aledañas, Valdemoro, Uclés, Aranjuez, Galapagar o Cercedilla, demuestran que Don Carlos se desperezaba pasado el invierno y que gozaba de una salud placentera. Las persistentes calenturas estaban aniquiladas y se mostraba más vitalista que en periodos precedentes.

No hay que rechazar que las amonestaciones epistolares de Honorato Juan hubiesen tenido influencia favorable en su talante, ya que a raíz de sus sugerencias se reconoce una mejor sociabilidad con su servidumbre, no hay indicios filiales de porfías y comulga en el convento de los jerónimos, aparte de mostrarse dadivoso con los frailes de Atocha, los mozos de capilla y hasta con el sacristán de Uclés, a quién gratificó con ocho reales por no haber repicado las campanas delatando su aparición en la Semana Santa, en una señal evidente de que, al menos ocasionalmente, postergaba el orgullo de su prosapia en un rato empeño por pasar desapercibido.