Argumento (2)

El argumento de esta ópera bascula sobre la coexistencia de un doble conflicto.

Por un lado, la tensión provocada por la rivalidad entre Felipe II y su hijo Carlos por el corazón de Elisabetta, si una vez prometida del Príncipe, ahora esposa del Rey.

En segundo lugar, el enfrentamiento político entre Rodrigo, defensor de los derechos de los flamencos a su independencia y un Felipe II insensible que gobierna los Países Bajos con la mano de hierro del Duque de Alba. Si recordamos la inquietud política por la libertad que alentó siempre a Verdi es comprensible que el compositor haya prestado más atención a esta segunda dimensión del argumento, diseñando con mayor finura psicológica y más refinada escritura musical la atormentada figura del monarca (deteniéndose en la consideración de la soledad del poder, un tema querido a Verdi y que ya apareció en I due Foscari y en Simon Bocanegra) y la apasionada defensa de las libertades de Rodrigo. El conflicto amoroso es, en este sentido, algo relativamente secundario, complicado además con la ingerencia de la Princesa de Éboli, ex-amante del Rey, enamorada de Carlos y celosa de la Reina. Aún así, la mano maestra de Verdi no podía dejar de estampar su indeleble huella en los dúos entre Carlos y Elisabetta o en el sobrecogedor monólogo de ésta ante la tumba de Carlos V (“Tu che le vanità”). Pero puestos a recomendar una escena verdaderamente sobrecogedora por la tensión psíquica y la audacia musical que arroja, seleccionaríamos el arranque de la primera escena del acto tercero, que comienza con un sombrío monólogo (“Ella giammai m’amó”) en el que Felipe II reconoce amargamente que Elisabetta nunca lo amará de verdad, y continúa con el diálogo (un fabuloso duelo vocal entre dos bajos) del rey con el Gran Inquisidor, cuando éste le recomienda que por razón de Estado Rodrigo y el Carlos deben morir.

 

El aspecto físico y el carácter

Al regresar a Madrid, en las postrimerías de la primavera de 1564, Carlos de Austria está cerca de cumplir los diecinueve años. Las descripciones del momento refieren que es admirable su crecimiento y que el cambio en su anatomía causa asombro en cuantos le rodean. A riesgo de ser reiterativo, procurando exclusivamente mostrar coherencia con el desarrollo gradual del tiempo, vuelvo a reincidir en los apoyos documentales que pueden orientar sobre su idiosincrasia en este periodo de su vida.

Al barón de Dietrichstein, que ha llegado a Castilla en calidad de ayo de los archiduques Rodolfo y Ernesto y desempeña sus tareas de embajador imperial, se debe un perfil del príncipe, que acaso se aproxime a la realidad, puesto que los reyes de Bohemia estaban interesados en tener detalles fidedignos de su sobrino como consecuencia del presumible enlace con su hija Ana, pese a las persistentes demoras incitadas por las dudas o mínima atención que exteriorizaba Felipe II.

El eviado imperial, cuando ya conoce a don Carlos, aduce que goza de buena salud, que su figura es regular y que no presenta nada desagradable en el conjunto de sus rasgos. Informa que tiene los cabellos oscuros y lacios, la cabeza mediana, la frente poco despejada, los ojos grises, los labios normales, el mentón algo saliente y el rostro pálido. La imagen anatómica, diferente en ciertos aspectos a la facilitada por los venecianos, se completa denotando que no es ancho de espaldas ni de talla muy grande, singularizando defectos corporales como un hombro más alto, la pierna izquierda más larga y complicaciones motrices en el lado derecho. Igualmente divulga que tiene el pecho hundido y una pequeñagiba en la espalda a la altura del estómago, que patentiza entorpecimientos al empezar a hablar y pronuncia mal las eles y las erres, si bien sabe expresar lo que quiere y consigue hacerse entender.

En el terreno psicológico, más por entrometidas murmuraciones que por sus oportunidades para frecuentarle, Adam de Dietrichstein confirma sus mensajes anteriores, advirtiendo que los vicios o deficiencias que se le asignan no asombran a nadie y que nacen primordialmente de su educación y su naturaleza enfermiza. Las normas correctoras que se vienen empleando para remediar la negligencia de su formación tropiezan con la perseverante altivez adquirida enn etapas pasadas. Como disculpas al talante arrogante y obcecado, matiza que sus servidores han sido escogidos sin su beneplácito y que no le confieren cometidos dignos de su condición, anomalías que le ocasionan una viva contrariedad.

La educación de Don Carlos

La enseñanza, que tantas inquietudes había irrogado a su preceptor Honorato Juan, estaba ya en un segundo plano y no hay apenas datos de sus iniciativas estudiantiles desde que la Corte se instala en Toledo y luego en Madrid en 1561. Sus estancias en Alcalá de Henares hacen admisible su asistencia esporádica a las clases que se impartían en la universidad, pero se teme que su preparación cultural fuese imperfecta o vulgar desde que se incorpora al mundo áulico. Su letra era descuidada y torpe, consecuencia de su falta de práctica en la escritura, poseía rudimentos de latín e interés por la historia, pero es seguro que no estuviese avezado en idiomas cuando únicamente el alemán despertaba su voluntad ante la coyuntura de una próxima unión conyugal. La hija de Maximiliano y María vivía desde su más tierna infancia en Viena, tras haber nacido en la península durante la regencia temporal de sus progenitores, y es procedente pensar que el alemán fuese su lengua cotidiana, pese a que tuviese nociones de castellano por el influjo materno.

Alonso de Laloo, secretario del conde de Horn, había entregado al príncipe un libro con las armas de los caballeros del toisón de oro, a cambio de 2.200 reales, que pasó a engrosar la biblioteca constituida por la elevada cifra de ciento setenta y seis volúmenes que abarcaban ámbitos muy proteicos. Este acaparamiento no presupone una reforzada formación intelectual, pero sí revela curiosidad como complemento de la indiscreción de que daba palpables muestras con frecuencia.

Al ejemplar aludido se unen creaciones como la biografía de Carlos V—no sorprende que estuviese atraído por las aventuras de su abuelo—, el discurso de la historia de Lorena y Flandes—síntoma de su propensión hacia los asuntos flamencos—y distintos trabajos como la rara república del turco; la crónica o comentarios de don Jaime, primer rey de Aragón; historia imperial y cesárea; ordenaciones hechas por el soberano Pedro de Aragón; la  crónica de los monarcas de Navarra, o el sumario de las vicisitudes de los Reyes Católicos. Los textos son una pura miscelánea dado que, en su conjunto, ofrece una enorme variedad. Muchos son de estilo religioso, como un misal y breviario del oficio mozárabe, tomos de los concilios, la vida de San Juan Evangelista o los milagros del santo fray Diego, a la permanencia de cuyas reliquias en su cámara de Alcalá de Henares atribuía la curación de las heridas ocasionadas por su penosa caída.

Las hagiografías y las crónicas se complementan con contenidos tan dispares como la geografía de Claudio Ptolomeo, un tratado en romance sobre las tafurerías (justificable dado su apego al juego), una cosmografía de Pero Apiano, la composición del cuerpo humano escrita por Antonio Valverde de Amusco, una obra relacionada con las monedas que antiguamente se utilizaban en España, elaborada por el obispo Covarrubias, una ortografía y arte de escribir con buen estilo, las fábulas de Esopo, los azares de Plutarco y ediciones de clásicos latinos que se mezclaba con títulos tan peregrinos como cuentos graciosos, en alemán, o el cuento de las estrellas narrado en romance.

La heterogénea biblioteca se consolidaba con la Historia pontifical y católica que no tendría nada de particular si no fuese porque estaba prohibida por el Santo Oficio. Por otro lado, como última rareza, no se debe ocultar que don Carlos disponía de dos escrituras de mano que eran el testamento y codicilo de Isabel de Valois, otorgadas antes de dar a luz a Isabel Clara Eugenia y firmadas por el escribano Juan López, como argumento fehaciente de que entre ambos jóvenes imperaba una consolidada confianza.

La vida del príncipe

Pocas son las noticias que se tienen del transcurrir cotidiano del príncipe en el invierno y la primavera de 1566. Se sabe que en las postrimerías de 1565 hizo una excursión a la cruz de Guisando y tuvo que dar un escudo como premio al individuo que le guió en el descenso, por haberse extraviado, y también consta que Luis de Morisocte le daba clases de lengua alemana desde el último verano y que se remuneraban sus lecciones a razón de cien maravedíes diarios. Don Carlos no tenía nociones de idiomas extranjeros y no deja de sorprender su elección. La esperanza de un próximo enlace con Ana es la única explicación, aunque imagino que era más ferviente su deseo que la capacidad por aprender un lenguaje complicado. A sus esporádicas prácticas de esgrima y su asistencia a las sesiones del Consejo, en cuyos trabajos cooperaba ya Juan de Austria, seguía añadiendo abundantes apuestas como aspecto más preponderante de sus costumbres. Los desafíos, animados por continuas porfías perdidas, fruto de su testaruda obcecación, salpicaban la rutina de su convivencia: diez escudos de oro pagados el 11 de abril; doce escudos de idéntico metal dos días después, que tuvo que apoquinar para rescatar los guantes de otra apuesta; diez escudos de oro abonados a Juan Estévez de Lobón, su guardajoyas y ropa, por no haber vencido en un reto tirando con unos arcabuces, y la desorbitada cantidad de cien escudos que le “timaron” los archiduques Rodolfo y Ernesto, recreándose con los naipes.

Las diversiones azarosas excitaban su idiosincrasia lúdica por cuanto en febrero volvió a derrochar treinta escudos de oro en dos rifas de  unas sortijas y en abril veintiún escudos en iguales entretenimientos. Los criados de su casa, comparsas de sus ratos de ocio, resultaban favorecidos por su afición al desafío vanidoso; Luis Quijada, su caballerizo, le ganó dos escudos de oro en Galapagar y la nómina de los favorecidos por su tendencia compulsiva se proyecta incluso hacia sus gentilhombres como Gonzalo Chacón, Diego de Acuña, Hernando de Rojas o Alonso de Córdoba que se embolsaron buenas cantidades en distintas temporadas.

El adiestramiento cinegético no era de su gusto, pero se constata que tuvo la habilidad de matar un venado en Santa Cruz. Al juego se une su apego a realizar compras o recompensar hallazgos de objetos perdidos como ejemplo de que era distraído en la custodia de sus pertenencias. En marzo dio once escudos y tres reales a un labrador de Vallecas por hallar un sombrero y en enero satisfizo doce escudos de oro a un tal Estanislao por buscar y descubrir una de sus sortijas, mientras que era capaz de suplicar las rogativas de unas misas para que aparecieran piedras preciosas extraviadas, adquirir dos barbas negras al precio de diez reales o unos colchones de viento, por la cifra de cuatrocientos, que utilizaba para dormir la siesta.

Las andanzas por las comarcas aledañas, Valdemoro, Uclés, Aranjuez, Galapagar o Cercedilla, demuestran que Don Carlos se desperezaba pasado el invierno y que gozaba de una salud placentera. Las persistentes calenturas estaban aniquiladas y se mostraba más vitalista que en periodos precedentes.

No hay que rechazar que las amonestaciones epistolares de Honorato Juan hubiesen tenido influencia favorable en su talante, ya que a raíz de sus sugerencias se reconoce una mejor sociabilidad con su servidumbre, no hay indicios filiales de porfías y comulga en el convento de los jerónimos, aparte de mostrarse dadivoso con los frailes de Atocha, los mozos de capilla y hasta con el sacristán de Uclés, a quién gratificó con ocho reales por no haber repicado las campanas delatando su aparición en la Semana Santa, en una señal evidente de que, al menos ocasionalmente, postergaba el orgullo de su prosapia en un rato empeño por pasar desapercibido.

El retrato de un adolescente

García de Toledo y Honorato Juan ponen al corriente con periodicidad a Carlos V y el príncipe Felipe del progreso intelectual y físico del pupilo. La salud es acepatable porque apenas ha sufrido afecciones de fiebres, corrientes en aquella época de escabrosas epidemias, tiene un buen crecimiento y es únicamente su pálida tez el signo externo que puede delatar anomalías en su condición.

Su ilustración es, en contrapartida, origen de constante desazón y su maestro se sincera, notificando que no progresa cuanto desea y que surgen dificultades de indudable trascendencia, sin que pormeorice sobre los fudamentos de su opinión, que dilata hasta el momento en que su padre vuelva a su ciudad natal y pueda comprobar la situación con sus propios ojos. Las vagas impresiones vertidas pueden aludir a una capacidad intelectual inferior al nivel de su edad o tal vez referirse a tozudas arrogancias tendentes al desacato permanente, fomentadas por un carácter que nadie era capaz de doblegar ni siquiera con severos castigos.

El limosnero Francisco Osorio, por el contrario, presenta orientaciones siempre favorables de su pupilo, pero se intuye que sus correos tienen la finalidad de exaltar su condición para contentar la pasión paterna. Sus misivas tienen más valor como complacientes lisonjas que como verdades, dado que repite con machacona retórica que su alteza gana en cristiandad, bondad, virtud y entendimiento, aparte de citar escrupulosamente todas las devotas ceremonias a las que asiste con frecuencia en señal inequívoca de su piedad y fervor, El contorno áulico no facilita, en consecuencia, purebas contundentes de los auténticos móviles que conforman las acciones y aptitudes del adolescente y esta carencia de rastros objetivos abre el campo a simples especulaciones sin rigor.

Tan sólo Federico Baodero se atreve a calificar su naturaleza en el testimonio que cursa al Senado de su república en 1557, aunque es preciso resaltar que el veneciano jamás había permanecido en Castilla y recurre, por tanto, a versiones indirectas procedentes del mundo palaciego neerlandés o mediante noticias de Valladolid.

Sin medias tintas, eximido de pleitesía, manifiesta que don Carlos tiene doce años y que su cabeza resulta desproporcionada con el resto del cuerpo, que tiene los cabellos negros y una débil complexión. Aduce, además, que su comportamiento es cruel con los animales y que se divierte quemando vivas las piezas de caza que ponen a su disposición. Un espíritu dadivoso le hace propenso a los regalos sin reparar en su precio (ropas, joyas, dinero) y exhibe un temperamento orgulloso aderezado con una notoria predilección hacia el lujo y la ostentación en su vestuario. Terco e impetuoso, su tendencia al arte de la guerra y la compra de adhesiones mediante obsequios configuran otros aspectos de su individualidad. Además de presuntamente valeroso se opina que es muy inclinado hacia las mujeres, a despecho de sus poco años, apunte que puede justificar el conato de alejarle de la morada de doña Juana en evitación de eventuales disgustos domésticos.

El perfil puede aproximarse a la realidad, no hay base sólida para argüir lo contrario, pero es lógico deducir que en su idiosincrasia, todavía pueril a sus doce años, hubiese una genuina inclinación hacia románticos sueños belicosos heredados o adquiridos por la sugestión de la guerrera predisposición de su abuelo. No extraña, pues, que detestase las obras de Cicerón que le daban a leer para que moderase sus impulsos, pero sorprende que un humor beligerante no tuviese tendencia a la esgrima y la equitación, que eran segmentos importantes de la cultura impartida a los linajes distinguidos y con más razón al heredero de la monarquía.

Que el trajín de su ayo y de doña Juana estaba destinado al fracaso se vislumbra con claridad cuando ambos se dirigen al emperador suplicando con insistencia que sería provechoso que su nieto se acerque hasta Yuste y permanezca en su compañía varios días, aun cuando no fuesen muchos, compartiendo sus hábitos y experiencias. Carlos V se encontraba ya bastante mal en sus postreros meses, se había retirado para mantenerse aislado y no es raro que hiciese oídos sordos a las peticiones, aunque su enclaustramiento no fuese óbice para que estuviese al tanto de incidencias primordiales e incluso se involucrase en el ejercicio estatal mediante instrucciones epistolares.

Al correr del tiempo, el 21 de septiembre de 1558, pasada la medianoche, empuñando y besando un crucifijo que pertenecía a su cónyuge, muere Carlos V, rodeado por los paños negros que enlutan las paredes de su cámara en el monasterio de Yuste.

Los primeros estudios

Honorato Juan, nacido en Valencia, hombre de letras, experto en latín y griego, empieza sus clases inmediatamente, ya que en agosto relata al príncipe, ahora además rey consorte de Inglaterra, que el niño ha empezado a leer, aunque supongo que ni siquiera fuese capaz de balbucear las primeras letras. Más adelante, en la primavera de 1555, cuando ya su alumno ha progresado en la lectura, propone un programa que el padre acoge con prevenciones, al avisar que en los inicios le instruya con autores más fáciles para que no rechace el aprendizaje.

Carlos V, por su parte, se muestra complacido por los progresos de su nieto, alegrándose a su vez de que se comporte con disciplina, pero insistiendo en que se le mantenga al margen de la convivencia con mujeres.

El 11 de abril de 1555, abatida por una dolorosa dolencia, muere en Tordesillas la reina doña Juana, apodada la Loca, madre del emperador y bisabuela de don Carlos, tras un encierro que ha durado casi medio siglo y encarna una página patética en la epopeya de Castilla.

La casa del infante

Antes de partir para consumar su boda, consciente de que su hijo tiene ya la edad adecuada para estrenar su formación, don Felipe le organiza casa propia, eligiendo como ayo, mayordomo mayor y soumillier de corps a Antonio de Rojas, señor de Villerías de Campos, que ya se ocupaba de tales funciones, y como gentilhombres de cámara a los condes de Lerma y Gelves, al marqués de Tavara y a Luis Portocarrero.

Desde La Coruña, el 3 de julio de 1554, escribe a Honorato Juan, escogiéndole como maestro y alentándole para que trabaje con su eficiencia acostumbrada al objeto de lograr que su primogénito sea aprovechado en virtud y letras. En idéntica fecha destina a Juan de Muñatones, predicador de Carlos V, para que desempeñe tareas de enseñanza que le serán definidas en su momento. Este fragile llevaba ya tiempo a las órdenes de Antonio de Rojas.

No deja de llamar la atención que estas disposiciones se cumplan por la inminencia del viaje, de forma epistolar y evidentes prisas, cuando pudieron ser aprobadas con toda cautela en cualquier coyuntura más favorable para la reflexión y la adecuada configuración de un programa que abarcase la necesaria preparación.

Las instrucciones del emperador

El 15 de noviembre de 1549, desde Bruselas, envía Carlos V un conjunto de advertencias con respecto al método y cuidado que se debe tener durante el crecimiento de su nieto. Se encomienda a Francisco de Medrano que se encargue del vestuario y alimentación, siguiendo las observaciones que reciba de Leonor de Mascareñas, y se acredita a Luis Sarmiento para controlar los pagos y formalizar las correspondientes rendiciones de cuentas.

No parece que su intervención tenga como objetivo la formación de una casa, a pesar de que hay comprobantes que le atribuyen determinada servidumbre: Franciso Osorio, limosnero; Gaspar Muriel, despensero mayor de la mesa; Fernando Ortiz de Bibanco, veedor de los gastos; Fernán Álvarez Osorio, encargado de la plata y la ropa: Jorge Suárez y Juan López, reposteros de camas; Juan de la Peña y Pedro Hurtado, reposteros de estrado; Juan Bernaldo, aposentador; tres pajes llamdos don Benito, don Antonio y don Alonso de Teves; dos cocineros, un brasero, un portero, una lavandera y una esclava llamada Antona, incluyendo, claro está, a la arraigada Leonor de Mascareñas.

La extensa lista de criados y que doña Juana se hubiese instalado en Toro con su sobrino, me hace suponer que este contingente dependía de la casa de la infanta, aun cuando en sus quehaceres atendieran al servicio de Carlos de Austria.

La boda de doña María

Maximiliano de Austria, sobrino de Carlos V, primogénito de don Fernando y Ana de Bohemia, llega a Castilla en el estío de 1548 y contrae nupcias con doña María, siendo designados regentes ante la inmediata ausencia de don Felipe, que debe partir para Alemania y los Países Bajos, a requerimiento del emperador.

Los hermanos de la prometida ofician de padrino y madrina en la solemnidad que tuvo como remate con el paso del tiempo, pese a la querencia masculina hacia los placeres que le proporcionaban otras compañeras de tálamo, la nada despreciable cifra de dieciséis descendientes.

El futuro Felipe II se ausenta de Valladolid el 2 de octubre de 1548 para un viaje que se dilatará hasta 1551. El infante queda al amparo de los gobernantes, aunque en último extremo será doña Juana quién se ocupe y responsabilice del sucesor de la Corona, con el apoyo de los criados de su casa.

Las infantas

Las dos hermanas del entonces príncipe regente se alejan de la Corte en el verano de 1545 para establecerse en Alcalá de Henares, en cuyo municipio se desarrolla Don Carlos sin grandes tropiezos dignos de reflejarse en los pliegos de la época. María tiene entonces dieciséis años y Juana es más joven, acaba de cumplir los diez, pero será quien, superando su mocedad, tendrá más vinculación con su sobrino, dado que su hermana contraerá pronto matrimonio y se ausentará de las tierras castellanas por sus nuevas competencias en el reino de Bohemia.

Paolo Tiepolo estimaba, en su información ya aludida, que el niño tardó en empezar a hablar cinco años, pero la noticia es errónea, ya que comienza a balbucear cuando no ha alcanzado los tres, retraso que puede reputarse anormal, pero que era corriente en los vástagos de los Habsburgos. Se comenta por parte de dicho comisionado que el primer vocablo que pudo pronunciar fue “no” y que la anécdota causó la hilaridad del Carlos V al argumentar que su nieto tenía razón si se refería a los gastos y cuanto daban su abuelo y su padre. La historieta no tiene realce, pero es verosímil que fuese cierta, puesto que el emperador, bien enterado de cuanto acontecía en la península, fue recibiendo con frecuencia pormenores de las felices agudezas que se le ocurrían al pequeño.

La estancia en la población complutense no es muy larag. Don Felipe se reúne con las dos jóvenes infantas en mayo de 1548 y retorna con ellas y su hijo a Valladolid.

Los primeros meses de vida

Son escasas las referencias de las iniciales vivencias del retoño. Francisco de los Cobos, asiduo corresponsal del Carlos V, facilita, casi a renglón seguido del nacimiento, una visión simplista de la disposición de la criatura al notificar que “está muy bueno y de cada día va mejorando; plegue a Dios que lo guarde, que está tan bonito que es placer verle”.

Leonor de Mascareñas, elegida aya y, por tanto, más cercana al crecimiento del pequeño, detalla desde Guadalajara, en dos sabrosas cartas datadas en las postrimerías de agosto de 1545, una tanda de incidencias que desvelan las tribulaciones que se ocasionan tan pronto como el niño abandona su localidad natal, acompañado por sus tías María y Juana, para afincarse en Alcalá de Henares. El crío hace dos días que no mama y sus nodrizas han tenido que retirarle el pecho por las mordeduras que han padecido en la lactancia. Tras una serie de consultas a los médicos, que tardan en proponer una solución, con la consecuente rémora para su desenvolvimiento, se resuelve cambiar el sustento por leche de cabra, pero el infante se niega a tomar el novedoso alimento, desgañitándose para evitar el inaudito procedimiento de que mamase de las ubres del animal. Como recela del producto ordeñado, sea de cualquier procedencia, los galenos optan por darle comida en horas diurnas y lograr que las mujeres contratadas le ofrezcan sus pechos por la noche, sin que mudase de hembras en exceso, para conseguir que no se perdiesen los beneficios de la crianza natural y evitar con ello precoces calenturas, viruelas y algún hastío.

La pesadumbre de la esforzada doña Leonor, que hacía más de tres lustros había sido aya de Felipe II, no se limita a los problemas que genera la manutención. La carencia de efectivo para pagar a las dos amas de cría que le han amamantado cinco semanas, esposas de un calcetero y de un tejedor, tiene su genio soliviantado y patentiza con claridad los apuros económicos de la casa de las infantas y del mundo áulico en general.

Insiste la piadosa dama portuguesa ante el comendador Cobos en la perentoria obligación, aconseja que se desembolsen cincuenta ducados a una nodriza y cuarenta a la otra por las jornadas en que han dado de mamar cada una al niño, aparte de entregarles diez varas de paño tendido negro para saya y manto y dos varas de terciopelo negro para guarnecer, y se lamenta, además, que le ha pedido dinero al obispo para tal menester y le ha contestado que no lo tiene ni puede, en consecuencia, dejárselo. Y que no se atreve a realizar más peticiones por temor a que le respondan de idéntica manera. La inferencia es que la casa real no disfrutaba de excesivo crédito ni exteriorizaba una correcta moralidad en cuanto al abono de sus compromisos pecuniarios.

Nada más ultimar el segundo escrito, añade una apostilla significando que “el infante está risueño y muy alegre Dios le guarde; y parece que le hace mucho provecho el comer y come de muy buena gana y comería más de lo que le damos”.

El receptor de estas comunicaciones, Francisco de los Cobos, con su laconismo usual, vuelve a dirigirse al emperador el 27 de septiembre de 1545 corroborando que “el infantitio está muy bonico” y don Felipe, en la misma fecha, escribe también a Carlos V, dándole cuenta de las peripecias ocurridas con las amas de cría durante la lactancia.

No mentía, por sonsiguiente, Paolo Tiepolo cuando en su memoria al Senado de su país, emitida nada menos que en 1563, narraba sorprendentemente los contratiempos generados con los pechos de las nodrizas casi dieciocho años después de que se produjesen.

El bautizo

El sacramento es administrado al niño por el cardenal Juan Martínez Silíceo, en presencia de numerosos miembros de la Corte, y se le impone el nombre de Carlos en homenaje al abuelo que combate por los territorios de Europa en defensa de la Cristiandad y de sus dominios patrimoniales.

Sus padrinos son Esteban de Almeida, obispo de León, y Alejo de Meneses, mayordomo de la infanta Juana, tía del recién nacido. Ofician de madrinas la camarera mayor Giomar de Melo y Leonor de Mascareñas, recién llegada esta última para encargarse de la custodia y cuidados del recién nacido, si bien en relación con estas designaciones concurren datos contradictorios.

Los cuatro protagonistas son portugueses por la preponderancia lusa en la morada vallisoletana desde la llegada a Castilla de la emperatriz Isabel, mujer de Carlos V, hace más de cuatro lustros.

Es el domingo 2 de agosto de 1545. Don Felipe permanece retirado en el monasterio de Abrojos, no asiste a la pila bautismal en señal de duelo por la defunción de su cónyuge, y regresa a orillas del río Pisuerga al día siguiente de tener lugar la ceremonia.

La muerte de María de Portugal

Pocas jornadas más tarde María de Portugal por las secuelas del parto. El nacimiento de una criatura en aquella época es una latente amenaza de extinción para la vida de la parturienta, y la princesa lusitana, a pesar de su juventud y fortaleza, no puede evitar el penoso trance. Al cabo de dos días de encontrarse bien, acuciada por una leve temperatura de probable origen puerperal, en la madrugada del sábado sobrelleva un acceso de recios temblores y congojas. Los síndromes de finamiento se recrudecen en la mañana del domingo y los médicos practican una sangría en el tobillo que le proporciona una ligera y transitoria mejoría. Entre las cuatro y las cinco de la tarde del 12 de julio, en plena canícula de sol, la princesa de Portugal pierde su espíritu y su cuerpo cuando no ha cumplido los dieciocho años.

Las opiniones sobre su fallecimiento no han aportado los fundamentos necesarios para que se pueda saber la etiología de tan funesto suceso. La impericia proverbial de los galenos, siempre acusados de negligencia, “haberse mudado de ropa sin tiempo” o comerse un limón después del parto son simples embrollos cortesanos que no permiten sacar conclusiones cercanas al umbral de la verdad en tan prematuro final.

El nacimiento

En la frontera de la medianoche, a los pocos minutos de sonar las doce campanadas en los templos de la ciudad, María de Portugal, esposa del entonces príncipe regente Felipe de Austria, alumbra un varón tras un doloroso parto que ha durado cuarenta y ocho angustiosas horas.

El acontecimiento se produce en una de las cámaras de la casona propiedad de Francisco de los Cobos, comendador mayor de León y secretario de Estado al servicio de Carlos V, frente a la iglesia de San Pablo, perteneciente a la orden de Santo Domingo de Guzmán.

El ajetreo de los médicos y las matronas, el resplandor de los hachones y el calor del verano acogen al heredero de un vasto imperio esparcido por varios continentes. Son los primeros instantes de un jueves, 9 de julio de 1545, en la soñolienta urbe castellana de Valladolid.

La locura de Don Carlos, hijo de Felipe II

Hubo en realidad, un desacuerdo absoluto y constante entre el padre y el hijo. Lejos de intentar corregir el mal natural de don Carlos, no sólo no hizo nada Felipe II por mejorarlo, sino que contribuyó a su desarrollo. Vemos despuntar la verdad en el siguiente párrafo debido a un embajador (1): “ Hay muchas personas –dice hablando de don Carlos- que no se asustan de los defectos que se le atribuyen, pues ven en ellos las consecuencias del trato que se le da, sin contar con que siempre ha estado enfermizo y delicado.” Las locuras del príncipe de España son, pues, si bien se miran “tanto producto de su temperamento mórbido como del instinto tiránico de su padre.”(2)

Parece, sin embargo, que dio éste pruebas patentes de gran paciencia. Durante mucho tiempo toleró las algaradas de su hijo, contentándose con deplorarlas; durante mucho tiempo mantuvo en suspenso su resolución de reducirlo a la impotencia de hacer daño. Se dio cuenta de que el príncipe, según los  términos del enviado de Francia en Madrid, “tenía más descompuesto el cerebro que el cuerpo, y de que jamás sentaría el seso, cuando sus actos se lo hicieran experimentar.” (3). Se ha dicho que pretendió Felipe atraérselo por la dulzura, que esperaba mejorar sus sentimientos por métodos de suavidad, pero que el príncipe hizo fracasar sus esfuerzos. Cuando asistía al Consejo “embrollaba todos los asuntos e impedía toda deliberación” (4). Sus prodigalidades fueron siempre insensatas.

Los actos de violencia de don Carlos eran continuos: después de amenazar con un puñal al duque de Alba, se precipitó contra don Juan, espada en mano; estos hechos señalaron que ya era tiempo de poner fin a un estado de cosas que no podía prolongarse sin graves inconvenientes. Felipe II juzgó llegada la hora de encerrar al demente, que se había hecho peligroso.
Sin consignar un relato que está profusamente reproducido, indicaremos sin embargo sus puntos principales.

Exactamente entre once y doce de la noche del 18 al 19 de enero de 1568, salió, sin guardia, el rey de su gabinete, vestido con su traje ordinario; iba precedido de un hombre portador de una antorcha y seguido de otros cuatro, provistos de clavos y martillos. Con este aparato penetraron aquellos personajes en la habitación de don Carlos, cuya puerta estaba entreabierta. Antes de ser visto por su hijo, que estaba vuelto de espaldas, Felipe II se apoderó de la espada y del puñal, suspendidos a la cabecera de la cama en que el infante estaba echado. Dio orden el rey a continuación de que fueran retirados todos los objetos de hierro y acero que hubiese en la pieza, incluso los morillos de la chimenea; mientras dos de sus hombres clavaban la ventana: el heredero de la monarquía española quedaba desde aquel momento constituido en prisionero de Estado.

La impresión general que produjo aquel acontecimiento se encuentra resumida en el siguiente documento diplomático: “Su majestad busca remedio desde hace dos años a esta situación; pero a pesar de sus esfuerzos, las cosas han ido empeorando. Nunca se pudo afirmar ni reglar este cerebro, habiéndose impuesto la necesidad de llegar a los extremos…” ¿Podía el rey ni debía, si llegaba a morir, dice en otro lugar, dejar el gobierno a un príncipe tan débil de razón? Quien mejor nos descubre el móvil que lo inspiró es el mismo Felipe II, en una carta que escribe al duque de Alba.

Duque y primo mío –escribía el rey-: Vos sabéis muy bien cuál es el natural del príncipe, mi hijo, y cuáles sus acciones, para que tenga que detenerme en justificar la medida que acabo de adoptar y explicaros los motivos de mi suprema resolución. Después de vuestra partida han tomado tal carácter las cosas, han sobrevenido tantos acontecimientos particulares y de importancia, a tal extremo ha llegado el príncipe en desmerecimiento, que al fin me he decidido a asegurarme de él, encerrándolo en sus habitaciones con guardia especial. El escándalo ha sido grande, la medida que he tenido que adoptar es severa; pero de lo poco que habéis visto y de lo mucho que sabéis podréis deducir si mi resolución es prudente y bien fundada. En lo que se refiere a mí solo, con sus desobediencias y faltas de respeto de todas clases, habría tenido paciencia, o, al menos, habría empleado otros procedimientos; pero teniendo en cuenta mis deberes para con Dios, para con el bien público de la cristiandad y de mis Estados, he visto en toda su evidencia los inconvenientes, los peligros que podían seguirse en el porvenir, lo mismo que los que ya nos amenazan.

Se ve claramente en este documento que el padre cede ante el rey; si bien el padre había podido manifestar una longanimidad prolongada, el rey no tenía derecho a sacrificar los intereses del Estado a sus sentimientos paternales. Felipe II decía al rey de Portugal en una carta: “He preferido el bien de mis pueblos a las demás consideraciones humanas.” No fue, pues, un castigo lo que quiso infligir Felipe II a don Carlos; fue un encierro definitivo para evitar los inconvenientes que podían resultar de extravío mental de su hijo.

Una vez preso el infante y reducido a la impotencia para perjudicar al Estado y a sí mismo ¿qué interés podía tener un padre en precipitarle la muerte? Pues de dar crédito a ciertos historiadores, aquella muerte fue la obra de un crimen y no debida a una causa natural; para unos, se le administró el veneno mezclado con el caldo; otros dicen que se recurrió a un tóxico lento, mezclándoselo durante cuatro meses a su alimentación; no insistimos, por nuestra parte, sobre la inverosimilitud de esta hipótesis.

(…) Todo esto son leyendas, de las que, al menos, ha quedado que, si no se suprimió al demente por cualquier medio violento, se le dejó entregado a sí mismo; no se hizo nada para impedir que se arrastrase desnudo, en plena fiebre, por su habitación, convertida antes en un mar, ni para evitar que bebiese agua helada en dosis excesivas, lo mismo de día que durante la noche y en ayunas. A pesar de la frialdad de las noches, se despojaba de sus vestidos y permanecía varias horas con la ventana abierta. Tenía constantemente en la cama un calentador lleno de nieve. Rehusó durante varios días todos los alimentos, y después de largo ayuno, sin transición, devoró en una comida un pastel de cuatro perdices. ¿Cómo no se ejercía más vigilancia sobre el detenido? ¿Por qué no se le impidió dar rienda suelta a su voracidad, reglamentándole el número de platos que habían de servírsele? Los panegiristas de Felipe II invocan, como excusa del rey, que éste no quiso, oponiéndose a los caprichos de su hijo, provocarlo a una funesta resolución. ¡Miserable pretexto! Los informes cotidianos de los carceleros tenían al rey al corriente de los menores despropósitos del príncipe, siendo la verdad que el monarca nunca intervino para evitar el lento suicidio de su hijo.

Si no acogió con alegría la noticia del desenlace, disimuló, al menos, toda emoción. Sin embargo, su alma debió ser presa de remordimiento si pensó un solo instante que no podía hacer responsable a su hijo de una fatalidad morbosa que hirió primero a Juana de Castilla, su abuela, que había pesado a continuación sobre el gran emperador de ella nacido (Carlos V), y sobre el mismo Felipe II, cuyo carácter taciturno y temperamento lipemaniaco no podían dejar de influir en su descendencia.
El resto del legado en que cupo a dos Carlos la mayor parte lo encontraremos en Felipe III y Felipe IV. Carlos II (el hechizado) vendrá después a sumarse a esta dinastía de degenerados.

(1)El barón de Dietrichstein. (2) Clauzel, “Philippe II” (3) Despachos manuscritos de Forquelvaux, 5 febrero 1560 (4) Carta de Sigismond Cavalli, febrero 1568

 

Ópera Don Carlos y los personajes

Don Carlos (título original en francés, Don Carlos; en italiano, Don Carlo) es una ópera en cinco actos con música de Giuseppe Verdi y libreto en francés de François Joseph Méry y Camille du Locle, basado en el drama Dom Karlos, Infant von Spanien de Schiller. Tuvo su primera representación en el Teatro Imperial de la Ópera el 11 de marzo de 1867.

Los hechos históricos rodean y dirigen gran parte del drama. Para Verdi esta ópera representaba la lucha de la libertad contra la opresión política y religiosa, representadas en los personajes de Felipe II y el Gran Inquisidor. La historia se basa en conflictos en la vida de Carlos de Austria y Portugal (1545–1568) después de que su prometida, Isabel de Valois, se casara en lugar de ello con su padre el rey Felipe II como parte del tratado de paz que puso fin a la guerra italiana de 1551-1559 entre las Casas de Habsburgo y Valois; aparecen la Contrarreforma, la Inquisición y la rebelión de los calvinistas en Flandes, Brabante y Holanda.

A lo largo de veinte años, se hicieron cortes y adiciones a la ópera, lo que dio como resultado que una diversidad de versiones estuvieran disponibles para directores. Ninguna otra ópera de Verdi tiene tantas versiones. Con su duración íntegra (incluyendo el ballet y los cortes hechos antes de la primera representación), contiene alrededor de cuatro horas de música, siendo la más larga ópera de Verdi.

 

Personajes

Don Carlos, infante (tenor lírico-spinto)
Felipe II (bajo)
Rodrigo, marqués de Posa (barítono dramático)
El gran Inquisidor (bajo profundo)
El conde de Lerma (tenor)
Heraldo real (tenor)
Isabel de Valois, prometida de don Carlos (soprano lírico-spinto)
Princesa de Éboli, dama de compañía de la reina (mezzosoprano)
Teobaldo, paje de Isabel (soprano ligera)
Un fraile (bajo)
Una voz celestial (soprano lírica o ligera)

Argumento (1)

Don Carlos (vídeo)

Este resumen se basa en la versión original de cinco actos compuesta para París y acabada en 1866. Los cambios destacados para versiones posteriores se señalan aparte. Las primeras líneas de arias, etc., se dan en francés y en italiano.

 

Acto I

Este Acto se omite en la revisión de 1883.

El bosque de Fontainebleau, Francia en invierno

Se oye un preludio y coro de leñadores con sus esposas. Se quejan de su dura vida, empeorada por la guerra con España. Isabel, hija del rey de Francia, llega con sus damas. Asegura al pueblo que su próximo matrimonio con Don Carlos, hijo del rey de España, traerá el fin de la guerra, y se marcha.

Esto se cortó antes del estreno en París y fue reemplazado por una breve escena en la que Isabel cruza el escenario y entrega dinero a los leñadores.

Carlos, saliendo de su escondite, ha visto a Isabel y se ha enamorado de ella (Aria: “Jel’ai vue” / “Io la vidi”). Cuando ella reaparece, él inicialmente pretende ser un miembro de la legación del conde de Lerma, pero luego revela su identidad y sus sentimientos, a los que ella corresponde (Dúo: “De quels transports poignants et doux” / “Di quale amor, di quanto ardor”). Un cañonazo significa que la paz se ha declarado entre españa y Francia, y Thibault informa a Isabel que su mano va a ser reclamada no por Don Carlos, sino por su padre, el rey Felipe II. Lerma y sus seguidores confirman esto, e Isabel se siente obligada a aceptar, para consolidar la paz. Se marcha a España, dejando desolado a Carlos.

 

Acto II

Este Acto es el I en la revisión de 1883.

Escena 1: El monasterio de Saint-Just (San Jerónimo de Yuste) en España

Los monjes rezan por el alma del emperador Carlos V (“Carlo Quinto”). Su nieto Don Carlos entra, angustiado porque la mujer a la que ama está casada con su padre.

En la revisión de 1883, él canta una versión revisada del aria “Je l’ai vue” / “Io la vidi”, que se salvó del omitido Acto I pero con algo de música diferente y otro texto para reflejar su actual situación de saber ya que no puede casarse con Isabel mientras que en el original se supone todavía que el novio será él cuando canta el aria.

Un monje que se parece al anterior emperador le ofrece consuelo de paz a través de Dios. El amigo de Carlos, Rodrigo, marqués de Posa, acaba de llegar de las oprimidas tierras de Flandes (Aria: “J’étais en Flandres”).

Esto se cortó durante los ensayos anteriores al estreno.

Le pide la ayuda del Infante para ayudar al sufriente pueblo de Flandes. Carlos le revela su amor por su madrastra. Posa le anima a abandonar España y marchar a Flandes. Los dos hombres juran una amistad eterna (Dúo: “Dieu, tu semas dans nos âmes” / “Dio, che nell’alma infondere”). El rey Felipe y su nueva esposa, con sus ayudantes, entran a homenajear la tumba de Carlos V, mientras Carlos lamenta su amor perdido.

Escena 2: Un jardín cerc a de Saint-Just

La princesa de Éboli canta la “canción del velo” (“Au palais des fées” / “Nel giardin del bello”) sobre un rey moro y una belleza con velo que resulta ser su esposa a la que no hace caso. Isabel entra. Posa entrega una carta de Francia (y secretamente una nota de Don Carlos). A petición suya (Aria: “L’Infant Carlos, notre espérance” / “Carlo ch’è sol il nostro amore”), Isabel se muestra de acuerdo en ver al Infante a solas. Éboli deduce que ella, Éboli, es la persona a la que Don Carlos ama.

Cuando están a solas, Don Carlos le dice a Isabel que se siente infeliz, y le pide a ella que ruegue a Felipe para que lo envíe a Flandes. Ella rápidamente se muestra conforme, haciendo que Carlos renueve su declaración de amor, que ella, píamente, rechaza. Don Carlos sale frenético, gritando que debe estar maldito. Entra el rey y se enfada porque la reina está sola, sin gente que la atienda. Ordena a su dama de compañía, la condesa de Aremberg, que vuelva a Francia, lo que impulsa a Isabel a cantar una triste canción de despedida. (Aria: “Oh ma chère compagne” / “Non pianger, mia compagna”). El rey se acerca a Posa, cuyo carácter y activismo lo han impresionado favorablemente. Posa ruega al rey que deje de oprimir al pueblo de Flandes. El rey llama a la idealista petición de Posa “poco realista”, y le advierte que el Gran Inquisidor lo vigila.

Este dúo fue revisado tres veces por Verdi.
 

Acto III

Este Acto es el Acto II en la revisión de 1883.

Escena 1: Tarde en el jardín de la reina en Madrid

Isabel está cansada, y desea concentrarse en la coronación de los días siguientes del rey. Para evitar el divertissement planeado para la tarde, ella intercambia máscaras con Éboli, asumiento que por lo tanto su ausencia no se notará, y se marcha.

Esta escena se omitió en la revisión de 1883.
El ballet, (coreografiado por Lucien Petipa y titulado “La Pérégrina”) tuvo lugar en este punto en el estreno.

Don Carlos entra. Ha recibido una nota sugiriendo una cita en los jardines, que él cree que procede de Isabel, pero que en realidad es de Éboli, a quien él, confundido, declara su amor. La disfrzada Éboli se da cuenta de que él cree que ella es la reina, y Carlos queda horrorizado de que ella sepa ahora su secreto. Cuando entra Posa, ella amenaza con decir al rey que Isabel y Carlos son amantes. Carlos impide a Posa apuñalarla, y ella sale con un furor vengativo. Posa le pide a Carlos que confíe en él cualquier documento políticamente comprometido que pueda tener y, cuando Carlos se muestra conforme, ellos reafirman su amistad.

Escena 2: Enfrente de la catedral de Valladolid.

Se hacen preparativos para un auto de fe, el desfile público y quema de herejes condenados. Mientras que el pueblo lo celebra, los monjes arrastran a los condenados a la pila de leña. Le sigue la procesión real, y el rey se dirige al pueblo, pero Don Carlos trae a primer plano a seis diputados flamencos, quienes le piden al rey la libertad de su país. La gente y la corte muestran su simpatía, pero el rey, apoyado por los monjes, ordena el arresto de los diputados. Carlos saca su espada contra el rey. El rey pide ayuda, pero los guardias no atacan a Carlos. Posa se mete en medio y persuade a Carlos para que entregue su espada. El rey entonces nombra a Posa duque, se prende fuego a la pila de leña y, conforme empiezan a arder las llamas, una voz celestial se puede oir prometiendo la paz para las almas condenadas.

 

Act IV

Este Acto es el III en la revisión de 1883.

Escena 1: Aurora en el estudio del rey Felipe en Madrid

A solas, el rey, absorto, lamenta que Isabel nunca lo haya amado, que su cargo signifique que él tenga que estar eternamente vigilante, y que él sólo dormirá adecuadamente cuando esté en su tumba en El Escorial (Aria: “Elle ne m’aime pas” / “Ella giammai m’amò”). Anuncian al Gran Inquisidor, ciego, de noventa años. El rey pregunta si la Iglesia objetará matar a su propio hijo, y el Inquisidor replica que el rey estará en buena compañía: Dios sacrificó a Su propio hijo. A su vez, el Inquisidor exige que el rey mate a Posa. El rey rechaza matar a su amigo, a quien admira y aprecia, pero el Inquisidor le recuerda al rey que la Inquisición puede abatir a cualquier rey; él ha destruido a otros reyes antes. El rey admite que carece de poder para salvar a su amigo y le ruega al Gran Inquisidor que olvide toda la discusión. El Gran Inquisidor replica “Ya veremos” y se marcha. Isabel entra, alarmada ante la aparente sustracción de su cofre de joyas, pero el rey lo presenta y señala el retrato de Don Carlos que contiene, y la acusa de adulterio. Ella protesta que es inocente, y, cuando el rey la amenaza, ella se desmaya. Él pide ayuda. Aparecen Éboli y Posa, y cantan un cuarteto (“Maudit soit le soupçon infâme” / “Ah, sii maledetto, sospetto fatale”). El rey se da cuenta de que ha juzgado mal a su esposa. Posa resuelve salvar a Carlos, aunque ello signifique su propia muerte. Éboli siente remordimientos por traicionar a Isabel; esta última, recuperándose, expresa su desesperación.

Este cuarteto fue revisado por Verdi en 1883.

Las dos mujeres se quedan solas. Un dúo, “J’ai tout compris”, fue cortado antes del estreno. Éboli confiesa no sólo que ella robó el cofre porque ella ama a Carlos y este la ha rechaxado, sino que, aún peor, ella ha sido la amante del rey. Isabel le dice que debe irse al exilio o entrar en un convento, y sale. Éboli, a solas, maldice el fatal orgullo que su belleza le ha causado, elige el convento antes que el exilio, y decide intentar salvar a Carlos de la Inquisición (Aria: “O don fatal” / “O don fatale”).

Escena 2: Una prisión

Don Carlos ha sido aprisionado. Posa llega para decirle que será salvado, pero que él mismo tendrá que morir, incriminado por los documentos políticamente sensibles que Carlos le ha confiado (Aria, part 1: “C’est mon jour suprème” / “Per me giunto è il di supreme”). Una figura sombría dispara a Posa en el pecho. Al morir, Posa le dice a Carlos que Isabel lo encontrará en Saint-Just al día siguiente, y le dice que está feliz de morir si su amigo puede salvar Flandes y gobernar sobre una España más feliz (Aria, parte 2: “Ah, je meurs, l’âme joyeuse” / “Io morrò, ma lieto in core”). Después de su muerte, entra Felipe, ofreciendo la libertad a su hijo. Carlos lo rechaza por haber matado a Posa. El rey ve que han matado a Posa, y expresa a gritos su dolor.

Un dúo incluído en este punto para Carlos y el rey, cortado antes del estreno, se usó más adelante por Verdi para el Lacrimosa en su Réquiem.

Suenan las campanas, e Isabel, Éboli y el Gran Inquisidor llegan, mientras el pueblo exige la liberación de Carlos y amenaza al rey. En la confusión, Éboli se escapa con Carlos. El pueblo es suficientemente valiente para amenazar al rey, pero quedan aterrorizados por el Gran Inquisidor, y al instante obedecen su enojada orden de calmarse y hacer una reverencia al rey.

Tras el estreno, algunas producciones acabaron este Acto con la muerte de Posa; sin embargo, en 1883 Verdi proporcionó una versión acortada de la insurrección, pues sentía que de otra forma no quedaría claro cómo Éboli había cumplido su promesa de rescatar a Carlos.
 

Acto V

Este Acto es el IV en la versión de 1883.

El monasterio iluminado por la Luna de Saint-Just

Isabel se arrodilla ante la tumba de Carlos V. Se compromete a ayudar a Carlos en su vía a cumplir su destino en Flandes, pero ella misma sólo desea la muerte (Aria: “Toi qui sus le néant” / “Tu che le vanità”). Carlos aparece y tienen una despedida final, prometiendo encontrarse de nuevo en el Cielo (Dúo: “Au revoir dans un monde où la vie est meilleure” / “Ma lassù ci vedremo in un mondo migliore”).

Este dúo fue revisado dos veces por Verdi.

Felipe y el Gran Inquisidor entran: el rey declara que habrá un doble sacrificio, y el Inquisidor confirma que cumplirá con su deber. Sigue un breve juicio sumario.

El juicio se omitió en 1883.

Carlos, llamando a Dios, saca su espada para defenderse de los guardias del Inquisidor, cuando de repente, el Monje emerge de la tumba de Carlos V. Agarra a Carlos por el hombro, y en alto proclama que la turbulencia del mundo persistirá incluso en la Iglesia; no podemos descansar sino en el Cielo. Felipe y el Inquisidor reconocen la voz del Monje como la del padre del rey, el anterior emperador Carlos V (“Carlo Quinto”). Todo el mundo grita horrorizado, y el Monje/anterior Emperador arrastra a Carlos a la fuerza a la tumba y sella la salida. Cae el telón.