El retrato de un adolescente

García de Toledo y Honorato Juan ponen al corriente con periodicidad a Carlos V y el príncipe Felipe del progreso intelectual y físico del pupilo. La salud es acepatable porque apenas ha sufrido afecciones de fiebres, corrientes en aquella época de escabrosas epidemias, tiene un buen crecimiento y es únicamente su pálida tez el signo externo que puede delatar anomalías en su condición.

Su ilustración es, en contrapartida, origen de constante desazón y su maestro se sincera, notificando que no progresa cuanto desea y que surgen dificultades de indudable trascendencia, sin que pormeorice sobre los fudamentos de su opinión, que dilata hasta el momento en que su padre vuelva a su ciudad natal y pueda comprobar la situación con sus propios ojos. Las vagas impresiones vertidas pueden aludir a una capacidad intelectual inferior al nivel de su edad o tal vez referirse a tozudas arrogancias tendentes al desacato permanente, fomentadas por un carácter que nadie era capaz de doblegar ni siquiera con severos castigos.

El limosnero Francisco Osorio, por el contrario, presenta orientaciones siempre favorables de su pupilo, pero se intuye que sus correos tienen la finalidad de exaltar su condición para contentar la pasión paterna. Sus misivas tienen más valor como complacientes lisonjas que como verdades, dado que repite con machacona retórica que su alteza gana en cristiandad, bondad, virtud y entendimiento, aparte de citar escrupulosamente todas las devotas ceremonias a las que asiste con frecuencia en señal inequívoca de su piedad y fervor, El contorno áulico no facilita, en consecuencia, purebas contundentes de los auténticos móviles que conforman las acciones y aptitudes del adolescente y esta carencia de rastros objetivos abre el campo a simples especulaciones sin rigor.

Tan sólo Federico Baodero se atreve a calificar su naturaleza en el testimonio que cursa al Senado de su república en 1557, aunque es preciso resaltar que el veneciano jamás había permanecido en Castilla y recurre, por tanto, a versiones indirectas procedentes del mundo palaciego neerlandés o mediante noticias de Valladolid.

Sin medias tintas, eximido de pleitesía, manifiesta que don Carlos tiene doce años y que su cabeza resulta desproporcionada con el resto del cuerpo, que tiene los cabellos negros y una débil complexión. Aduce, además, que su comportamiento es cruel con los animales y que se divierte quemando vivas las piezas de caza que ponen a su disposición. Un espíritu dadivoso le hace propenso a los regalos sin reparar en su precio (ropas, joyas, dinero) y exhibe un temperamento orgulloso aderezado con una notoria predilección hacia el lujo y la ostentación en su vestuario. Terco e impetuoso, su tendencia al arte de la guerra y la compra de adhesiones mediante obsequios configuran otros aspectos de su individualidad. Además de presuntamente valeroso se opina que es muy inclinado hacia las mujeres, a despecho de sus poco años, apunte que puede justificar el conato de alejarle de la morada de doña Juana en evitación de eventuales disgustos domésticos.

El perfil puede aproximarse a la realidad, no hay base sólida para argüir lo contrario, pero es lógico deducir que en su idiosincrasia, todavía pueril a sus doce años, hubiese una genuina inclinación hacia románticos sueños belicosos heredados o adquiridos por la sugestión de la guerrera predisposición de su abuelo. No extraña, pues, que detestase las obras de Cicerón que le daban a leer para que moderase sus impulsos, pero sorprende que un humor beligerante no tuviese tendencia a la esgrima y la equitación, que eran segmentos importantes de la cultura impartida a los linajes distinguidos y con más razón al heredero de la monarquía.

Que el trajín de su ayo y de doña Juana estaba destinado al fracaso se vislumbra con claridad cuando ambos se dirigen al emperador suplicando con insistencia que sería provechoso que su nieto se acerque hasta Yuste y permanezca en su compañía varios días, aun cuando no fuesen muchos, compartiendo sus hábitos y experiencias. Carlos V se encontraba ya bastante mal en sus postreros meses, se había retirado para mantenerse aislado y no es raro que hiciese oídos sordos a las peticiones, aunque su enclaustramiento no fuese óbice para que estuviese al tanto de incidencias primordiales e incluso se involucrase en el ejercicio estatal mediante instrucciones epistolares.

Al correr del tiempo, el 21 de septiembre de 1558, pasada la medianoche, empuñando y besando un crucifijo que pertenecía a su cónyuge, muere Carlos V, rodeado por los paños negros que enlutan las paredes de su cámara en el monasterio de Yuste.

Los primeros estudios

Honorato Juan, nacido en Valencia, hombre de letras, experto en latín y griego, empieza sus clases inmediatamente, ya que en agosto relata al príncipe, ahora además rey consorte de Inglaterra, que el niño ha empezado a leer, aunque supongo que ni siquiera fuese capaz de balbucear las primeras letras. Más adelante, en la primavera de 1555, cuando ya su alumno ha progresado en la lectura, propone un programa que el padre acoge con prevenciones, al avisar que en los inicios le instruya con autores más fáciles para que no rechace el aprendizaje.

Carlos V, por su parte, se muestra complacido por los progresos de su nieto, alegrándose a su vez de que se comporte con disciplina, pero insistiendo en que se le mantenga al margen de la convivencia con mujeres.

El 11 de abril de 1555, abatida por una dolorosa dolencia, muere en Tordesillas la reina doña Juana, apodada la Loca, madre del emperador y bisabuela de don Carlos, tras un encierro que ha durado casi medio siglo y encarna una página patética en la epopeya de Castilla.

La casa del infante

Antes de partir para consumar su boda, consciente de que su hijo tiene ya la edad adecuada para estrenar su formación, don Felipe le organiza casa propia, eligiendo como ayo, mayordomo mayor y soumillier de corps a Antonio de Rojas, señor de Villerías de Campos, que ya se ocupaba de tales funciones, y como gentilhombres de cámara a los condes de Lerma y Gelves, al marqués de Tavara y a Luis Portocarrero.

Desde La Coruña, el 3 de julio de 1554, escribe a Honorato Juan, escogiéndole como maestro y alentándole para que trabaje con su eficiencia acostumbrada al objeto de lograr que su primogénito sea aprovechado en virtud y letras. En idéntica fecha destina a Juan de Muñatones, predicador de Carlos V, para que desempeñe tareas de enseñanza que le serán definidas en su momento. Este fragile llevaba ya tiempo a las órdenes de Antonio de Rojas.

No deja de llamar la atención que estas disposiciones se cumplan por la inminencia del viaje, de forma epistolar y evidentes prisas, cuando pudieron ser aprobadas con toda cautela en cualquier coyuntura más favorable para la reflexión y la adecuada configuración de un programa que abarcase la necesaria preparación.

Las instrucciones del emperador

El 15 de noviembre de 1549, desde Bruselas, envía Carlos V un conjunto de advertencias con respecto al método y cuidado que se debe tener durante el crecimiento de su nieto. Se encomienda a Francisco de Medrano que se encargue del vestuario y alimentación, siguiendo las observaciones que reciba de Leonor de Mascareñas, y se acredita a Luis Sarmiento para controlar los pagos y formalizar las correspondientes rendiciones de cuentas.

No parece que su intervención tenga como objetivo la formación de una casa, a pesar de que hay comprobantes que le atribuyen determinada servidumbre: Franciso Osorio, limosnero; Gaspar Muriel, despensero mayor de la mesa; Fernando Ortiz de Bibanco, veedor de los gastos; Fernán Álvarez Osorio, encargado de la plata y la ropa: Jorge Suárez y Juan López, reposteros de camas; Juan de la Peña y Pedro Hurtado, reposteros de estrado; Juan Bernaldo, aposentador; tres pajes llamdos don Benito, don Antonio y don Alonso de Teves; dos cocineros, un brasero, un portero, una lavandera y una esclava llamada Antona, incluyendo, claro está, a la arraigada Leonor de Mascareñas.

La extensa lista de criados y que doña Juana se hubiese instalado en Toro con su sobrino, me hace suponer que este contingente dependía de la casa de la infanta, aun cuando en sus quehaceres atendieran al servicio de Carlos de Austria.

La boda de doña María

Maximiliano de Austria, sobrino de Carlos V, primogénito de don Fernando y Ana de Bohemia, llega a Castilla en el estío de 1548 y contrae nupcias con doña María, siendo designados regentes ante la inmediata ausencia de don Felipe, que debe partir para Alemania y los Países Bajos, a requerimiento del emperador.

Los hermanos de la prometida ofician de padrino y madrina en la solemnidad que tuvo como remate con el paso del tiempo, pese a la querencia masculina hacia los placeres que le proporcionaban otras compañeras de tálamo, la nada despreciable cifra de dieciséis descendientes.

El futuro Felipe II se ausenta de Valladolid el 2 de octubre de 1548 para un viaje que se dilatará hasta 1551. El infante queda al amparo de los gobernantes, aunque en último extremo será doña Juana quién se ocupe y responsabilice del sucesor de la Corona, con el apoyo de los criados de su casa.

Las infantas

Las dos hermanas del entonces príncipe regente se alejan de la Corte en el verano de 1545 para establecerse en Alcalá de Henares, en cuyo municipio se desarrolla Don Carlos sin grandes tropiezos dignos de reflejarse en los pliegos de la época. María tiene entonces dieciséis años y Juana es más joven, acaba de cumplir los diez, pero será quien, superando su mocedad, tendrá más vinculación con su sobrino, dado que su hermana contraerá pronto matrimonio y se ausentará de las tierras castellanas por sus nuevas competencias en el reino de Bohemia.

Paolo Tiepolo estimaba, en su información ya aludida, que el niño tardó en empezar a hablar cinco años, pero la noticia es errónea, ya que comienza a balbucear cuando no ha alcanzado los tres, retraso que puede reputarse anormal, pero que era corriente en los vástagos de los Habsburgos. Se comenta por parte de dicho comisionado que el primer vocablo que pudo pronunciar fue “no” y que la anécdota causó la hilaridad del Carlos V al argumentar que su nieto tenía razón si se refería a los gastos y cuanto daban su abuelo y su padre. La historieta no tiene realce, pero es verosímil que fuese cierta, puesto que el emperador, bien enterado de cuanto acontecía en la península, fue recibiendo con frecuencia pormenores de las felices agudezas que se le ocurrían al pequeño.

La estancia en la población complutense no es muy larag. Don Felipe se reúne con las dos jóvenes infantas en mayo de 1548 y retorna con ellas y su hijo a Valladolid.

Los primeros meses de vida

Son escasas las referencias de las iniciales vivencias del retoño. Francisco de los Cobos, asiduo corresponsal del Carlos V, facilita, casi a renglón seguido del nacimiento, una visión simplista de la disposición de la criatura al notificar que “está muy bueno y de cada día va mejorando; plegue a Dios que lo guarde, que está tan bonito que es placer verle”.

Leonor de Mascareñas, elegida aya y, por tanto, más cercana al crecimiento del pequeño, detalla desde Guadalajara, en dos sabrosas cartas datadas en las postrimerías de agosto de 1545, una tanda de incidencias que desvelan las tribulaciones que se ocasionan tan pronto como el niño abandona su localidad natal, acompañado por sus tías María y Juana, para afincarse en Alcalá de Henares. El crío hace dos días que no mama y sus nodrizas han tenido que retirarle el pecho por las mordeduras que han padecido en la lactancia. Tras una serie de consultas a los médicos, que tardan en proponer una solución, con la consecuente rémora para su desenvolvimiento, se resuelve cambiar el sustento por leche de cabra, pero el infante se niega a tomar el novedoso alimento, desgañitándose para evitar el inaudito procedimiento de que mamase de las ubres del animal. Como recela del producto ordeñado, sea de cualquier procedencia, los galenos optan por darle comida en horas diurnas y lograr que las mujeres contratadas le ofrezcan sus pechos por la noche, sin que mudase de hembras en exceso, para conseguir que no se perdiesen los beneficios de la crianza natural y evitar con ello precoces calenturas, viruelas y algún hastío.

La pesadumbre de la esforzada doña Leonor, que hacía más de tres lustros había sido aya de Felipe II, no se limita a los problemas que genera la manutención. La carencia de efectivo para pagar a las dos amas de cría que le han amamantado cinco semanas, esposas de un calcetero y de un tejedor, tiene su genio soliviantado y patentiza con claridad los apuros económicos de la casa de las infantas y del mundo áulico en general.

Insiste la piadosa dama portuguesa ante el comendador Cobos en la perentoria obligación, aconseja que se desembolsen cincuenta ducados a una nodriza y cuarenta a la otra por las jornadas en que han dado de mamar cada una al niño, aparte de entregarles diez varas de paño tendido negro para saya y manto y dos varas de terciopelo negro para guarnecer, y se lamenta, además, que le ha pedido dinero al obispo para tal menester y le ha contestado que no lo tiene ni puede, en consecuencia, dejárselo. Y que no se atreve a realizar más peticiones por temor a que le respondan de idéntica manera. La inferencia es que la casa real no disfrutaba de excesivo crédito ni exteriorizaba una correcta moralidad en cuanto al abono de sus compromisos pecuniarios.

Nada más ultimar el segundo escrito, añade una apostilla significando que “el infante está risueño y muy alegre Dios le guarde; y parece que le hace mucho provecho el comer y come de muy buena gana y comería más de lo que le damos”.

El receptor de estas comunicaciones, Francisco de los Cobos, con su laconismo usual, vuelve a dirigirse al emperador el 27 de septiembre de 1545 corroborando que “el infantitio está muy bonico” y don Felipe, en la misma fecha, escribe también a Carlos V, dándole cuenta de las peripecias ocurridas con las amas de cría durante la lactancia.

No mentía, por sonsiguiente, Paolo Tiepolo cuando en su memoria al Senado de su país, emitida nada menos que en 1563, narraba sorprendentemente los contratiempos generados con los pechos de las nodrizas casi dieciocho años después de que se produjesen.

El bautizo

El sacramento es administrado al niño por el cardenal Juan Martínez Silíceo, en presencia de numerosos miembros de la Corte, y se le impone el nombre de Carlos en homenaje al abuelo que combate por los territorios de Europa en defensa de la Cristiandad y de sus dominios patrimoniales.

Sus padrinos son Esteban de Almeida, obispo de León, y Alejo de Meneses, mayordomo de la infanta Juana, tía del recién nacido. Ofician de madrinas la camarera mayor Giomar de Melo y Leonor de Mascareñas, recién llegada esta última para encargarse de la custodia y cuidados del recién nacido, si bien en relación con estas designaciones concurren datos contradictorios.

Los cuatro protagonistas son portugueses por la preponderancia lusa en la morada vallisoletana desde la llegada a Castilla de la emperatriz Isabel, mujer de Carlos V, hace más de cuatro lustros.

Es el domingo 2 de agosto de 1545. Don Felipe permanece retirado en el monasterio de Abrojos, no asiste a la pila bautismal en señal de duelo por la defunción de su cónyuge, y regresa a orillas del río Pisuerga al día siguiente de tener lugar la ceremonia.

La muerte de María de Portugal

Pocas jornadas más tarde María de Portugal por las secuelas del parto. El nacimiento de una criatura en aquella época es una latente amenaza de extinción para la vida de la parturienta, y la princesa lusitana, a pesar de su juventud y fortaleza, no puede evitar el penoso trance. Al cabo de dos días de encontrarse bien, acuciada por una leve temperatura de probable origen puerperal, en la madrugada del sábado sobrelleva un acceso de recios temblores y congojas. Los síndromes de finamiento se recrudecen en la mañana del domingo y los médicos practican una sangría en el tobillo que le proporciona una ligera y transitoria mejoría. Entre las cuatro y las cinco de la tarde del 12 de julio, en plena canícula de sol, la princesa de Portugal pierde su espíritu y su cuerpo cuando no ha cumplido los dieciocho años.

Las opiniones sobre su fallecimiento no han aportado los fundamentos necesarios para que se pueda saber la etiología de tan funesto suceso. La impericia proverbial de los galenos, siempre acusados de negligencia, “haberse mudado de ropa sin tiempo” o comerse un limón después del parto son simples embrollos cortesanos que no permiten sacar conclusiones cercanas al umbral de la verdad en tan prematuro final.

El nacimiento

En la frontera de la medianoche, a los pocos minutos de sonar las doce campanadas en los templos de la ciudad, María de Portugal, esposa del entonces príncipe regente Felipe de Austria, alumbra un varón tras un doloroso parto que ha durado cuarenta y ocho angustiosas horas.

El acontecimiento se produce en una de las cámaras de la casona propiedad de Francisco de los Cobos, comendador mayor de León y secretario de Estado al servicio de Carlos V, frente a la iglesia de San Pablo, perteneciente a la orden de Santo Domingo de Guzmán.

El ajetreo de los médicos y las matronas, el resplandor de los hachones y el calor del verano acogen al heredero de un vasto imperio esparcido por varios continentes. Son los primeros instantes de un jueves, 9 de julio de 1545, en la soñolienta urbe castellana de Valladolid.