La locura de Don Carlos, hijo de Felipe II

Hubo en realidad, un desacuerdo absoluto y constante entre el padre y el hijo. Lejos de intentar corregir el mal natural de don Carlos, no sólo no hizo nada Felipe II por mejorarlo, sino que contribuyó a su desarrollo. Vemos despuntar la verdad en el siguiente párrafo debido a un embajador (1): “ Hay muchas personas –dice hablando de don Carlos- que no se asustan de los defectos que se le atribuyen, pues ven en ellos las consecuencias del trato que se le da, sin contar con que siempre ha estado enfermizo y delicado.” Las locuras del príncipe de España son, pues, si bien se miran “tanto producto de su temperamento mórbido como del instinto tiránico de su padre.”(2)

Parece, sin embargo, que dio éste pruebas patentes de gran paciencia. Durante mucho tiempo toleró las algaradas de su hijo, contentándose con deplorarlas; durante mucho tiempo mantuvo en suspenso su resolución de reducirlo a la impotencia de hacer daño. Se dio cuenta de que el príncipe, según los  términos del enviado de Francia en Madrid, “tenía más descompuesto el cerebro que el cuerpo, y de que jamás sentaría el seso, cuando sus actos se lo hicieran experimentar.” (3). Se ha dicho que pretendió Felipe atraérselo por la dulzura, que esperaba mejorar sus sentimientos por métodos de suavidad, pero que el príncipe hizo fracasar sus esfuerzos. Cuando asistía al Consejo “embrollaba todos los asuntos e impedía toda deliberación” (4). Sus prodigalidades fueron siempre insensatas.

Los actos de violencia de don Carlos eran continuos: después de amenazar con un puñal al duque de Alba, se precipitó contra don Juan, espada en mano; estos hechos señalaron que ya era tiempo de poner fin a un estado de cosas que no podía prolongarse sin graves inconvenientes. Felipe II juzgó llegada la hora de encerrar al demente, que se había hecho peligroso.
Sin consignar un relato que está profusamente reproducido, indicaremos sin embargo sus puntos principales.

Exactamente entre once y doce de la noche del 18 al 19 de enero de 1568, salió, sin guardia, el rey de su gabinete, vestido con su traje ordinario; iba precedido de un hombre portador de una antorcha y seguido de otros cuatro, provistos de clavos y martillos. Con este aparato penetraron aquellos personajes en la habitación de don Carlos, cuya puerta estaba entreabierta. Antes de ser visto por su hijo, que estaba vuelto de espaldas, Felipe II se apoderó de la espada y del puñal, suspendidos a la cabecera de la cama en que el infante estaba echado. Dio orden el rey a continuación de que fueran retirados todos los objetos de hierro y acero que hubiese en la pieza, incluso los morillos de la chimenea; mientras dos de sus hombres clavaban la ventana: el heredero de la monarquía española quedaba desde aquel momento constituido en prisionero de Estado.

La impresión general que produjo aquel acontecimiento se encuentra resumida en el siguiente documento diplomático: “Su majestad busca remedio desde hace dos años a esta situación; pero a pesar de sus esfuerzos, las cosas han ido empeorando. Nunca se pudo afirmar ni reglar este cerebro, habiéndose impuesto la necesidad de llegar a los extremos…” ¿Podía el rey ni debía, si llegaba a morir, dice en otro lugar, dejar el gobierno a un príncipe tan débil de razón? Quien mejor nos descubre el móvil que lo inspiró es el mismo Felipe II, en una carta que escribe al duque de Alba.

Duque y primo mío –escribía el rey-: Vos sabéis muy bien cuál es el natural del príncipe, mi hijo, y cuáles sus acciones, para que tenga que detenerme en justificar la medida que acabo de adoptar y explicaros los motivos de mi suprema resolución. Después de vuestra partida han tomado tal carácter las cosas, han sobrevenido tantos acontecimientos particulares y de importancia, a tal extremo ha llegado el príncipe en desmerecimiento, que al fin me he decidido a asegurarme de él, encerrándolo en sus habitaciones con guardia especial. El escándalo ha sido grande, la medida que he tenido que adoptar es severa; pero de lo poco que habéis visto y de lo mucho que sabéis podréis deducir si mi resolución es prudente y bien fundada. En lo que se refiere a mí solo, con sus desobediencias y faltas de respeto de todas clases, habría tenido paciencia, o, al menos, habría empleado otros procedimientos; pero teniendo en cuenta mis deberes para con Dios, para con el bien público de la cristiandad y de mis Estados, he visto en toda su evidencia los inconvenientes, los peligros que podían seguirse en el porvenir, lo mismo que los que ya nos amenazan.

Se ve claramente en este documento que el padre cede ante el rey; si bien el padre había podido manifestar una longanimidad prolongada, el rey no tenía derecho a sacrificar los intereses del Estado a sus sentimientos paternales. Felipe II decía al rey de Portugal en una carta: “He preferido el bien de mis pueblos a las demás consideraciones humanas.” No fue, pues, un castigo lo que quiso infligir Felipe II a don Carlos; fue un encierro definitivo para evitar los inconvenientes que podían resultar de extravío mental de su hijo.

Una vez preso el infante y reducido a la impotencia para perjudicar al Estado y a sí mismo ¿qué interés podía tener un padre en precipitarle la muerte? Pues de dar crédito a ciertos historiadores, aquella muerte fue la obra de un crimen y no debida a una causa natural; para unos, se le administró el veneno mezclado con el caldo; otros dicen que se recurrió a un tóxico lento, mezclándoselo durante cuatro meses a su alimentación; no insistimos, por nuestra parte, sobre la inverosimilitud de esta hipótesis.

(…) Todo esto son leyendas, de las que, al menos, ha quedado que, si no se suprimió al demente por cualquier medio violento, se le dejó entregado a sí mismo; no se hizo nada para impedir que se arrastrase desnudo, en plena fiebre, por su habitación, convertida antes en un mar, ni para evitar que bebiese agua helada en dosis excesivas, lo mismo de día que durante la noche y en ayunas. A pesar de la frialdad de las noches, se despojaba de sus vestidos y permanecía varias horas con la ventana abierta. Tenía constantemente en la cama un calentador lleno de nieve. Rehusó durante varios días todos los alimentos, y después de largo ayuno, sin transición, devoró en una comida un pastel de cuatro perdices. ¿Cómo no se ejercía más vigilancia sobre el detenido? ¿Por qué no se le impidió dar rienda suelta a su voracidad, reglamentándole el número de platos que habían de servírsele? Los panegiristas de Felipe II invocan, como excusa del rey, que éste no quiso, oponiéndose a los caprichos de su hijo, provocarlo a una funesta resolución. ¡Miserable pretexto! Los informes cotidianos de los carceleros tenían al rey al corriente de los menores despropósitos del príncipe, siendo la verdad que el monarca nunca intervino para evitar el lento suicidio de su hijo.

Si no acogió con alegría la noticia del desenlace, disimuló, al menos, toda emoción. Sin embargo, su alma debió ser presa de remordimiento si pensó un solo instante que no podía hacer responsable a su hijo de una fatalidad morbosa que hirió primero a Juana de Castilla, su abuela, que había pesado a continuación sobre el gran emperador de ella nacido (Carlos V), y sobre el mismo Felipe II, cuyo carácter taciturno y temperamento lipemaniaco no podían dejar de influir en su descendencia.
El resto del legado en que cupo a dos Carlos la mayor parte lo encontraremos en Felipe III y Felipe IV. Carlos II (el hechizado) vendrá después a sumarse a esta dinastía de degenerados.

(1)El barón de Dietrichstein. (2) Clauzel, “Philippe II” (3) Despachos manuscritos de Forquelvaux, 5 febrero 1560 (4) Carta de Sigismond Cavalli, febrero 1568

 

Ópera Don Carlos y los personajes

Don Carlos (título original en francés, Don Carlos; en italiano, Don Carlo) es una ópera en cinco actos con música de Giuseppe Verdi y libreto en francés de François Joseph Méry y Camille du Locle, basado en el drama Dom Karlos, Infant von Spanien de Schiller. Tuvo su primera representación en el Teatro Imperial de la Ópera el 11 de marzo de 1867.

Los hechos históricos rodean y dirigen gran parte del drama. Para Verdi esta ópera representaba la lucha de la libertad contra la opresión política y religiosa, representadas en los personajes de Felipe II y el Gran Inquisidor. La historia se basa en conflictos en la vida de Carlos de Austria y Portugal (1545–1568) después de que su prometida, Isabel de Valois, se casara en lugar de ello con su padre el rey Felipe II como parte del tratado de paz que puso fin a la guerra italiana de 1551-1559 entre las Casas de Habsburgo y Valois; aparecen la Contrarreforma, la Inquisición y la rebelión de los calvinistas en Flandes, Brabante y Holanda.

A lo largo de veinte años, se hicieron cortes y adiciones a la ópera, lo que dio como resultado que una diversidad de versiones estuvieran disponibles para directores. Ninguna otra ópera de Verdi tiene tantas versiones. Con su duración íntegra (incluyendo el ballet y los cortes hechos antes de la primera representación), contiene alrededor de cuatro horas de música, siendo la más larga ópera de Verdi.

 

Personajes

Don Carlos, infante (tenor lírico-spinto)
Felipe II (bajo)
Rodrigo, marqués de Posa (barítono dramático)
El gran Inquisidor (bajo profundo)
El conde de Lerma (tenor)
Heraldo real (tenor)
Isabel de Valois, prometida de don Carlos (soprano lírico-spinto)
Princesa de Éboli, dama de compañía de la reina (mezzosoprano)
Teobaldo, paje de Isabel (soprano ligera)
Un fraile (bajo)
Una voz celestial (soprano lírica o ligera)

Argumento (1)

Don Carlos (vídeo)

Este resumen se basa en la versión original de cinco actos compuesta para París y acabada en 1866. Los cambios destacados para versiones posteriores se señalan aparte. Las primeras líneas de arias, etc., se dan en francés y en italiano.

 

Acto I

Este Acto se omite en la revisión de 1883.

El bosque de Fontainebleau, Francia en invierno

Se oye un preludio y coro de leñadores con sus esposas. Se quejan de su dura vida, empeorada por la guerra con España. Isabel, hija del rey de Francia, llega con sus damas. Asegura al pueblo que su próximo matrimonio con Don Carlos, hijo del rey de España, traerá el fin de la guerra, y se marcha.

Esto se cortó antes del estreno en París y fue reemplazado por una breve escena en la que Isabel cruza el escenario y entrega dinero a los leñadores.

Carlos, saliendo de su escondite, ha visto a Isabel y se ha enamorado de ella (Aria: “Jel’ai vue” / “Io la vidi”). Cuando ella reaparece, él inicialmente pretende ser un miembro de la legación del conde de Lerma, pero luego revela su identidad y sus sentimientos, a los que ella corresponde (Dúo: “De quels transports poignants et doux” / “Di quale amor, di quanto ardor”). Un cañonazo significa que la paz se ha declarado entre españa y Francia, y Thibault informa a Isabel que su mano va a ser reclamada no por Don Carlos, sino por su padre, el rey Felipe II. Lerma y sus seguidores confirman esto, e Isabel se siente obligada a aceptar, para consolidar la paz. Se marcha a España, dejando desolado a Carlos.

 

Acto II

Este Acto es el I en la revisión de 1883.

Escena 1: El monasterio de Saint-Just (San Jerónimo de Yuste) en España

Los monjes rezan por el alma del emperador Carlos V (“Carlo Quinto”). Su nieto Don Carlos entra, angustiado porque la mujer a la que ama está casada con su padre.

En la revisión de 1883, él canta una versión revisada del aria “Je l’ai vue” / “Io la vidi”, que se salvó del omitido Acto I pero con algo de música diferente y otro texto para reflejar su actual situación de saber ya que no puede casarse con Isabel mientras que en el original se supone todavía que el novio será él cuando canta el aria.

Un monje que se parece al anterior emperador le ofrece consuelo de paz a través de Dios. El amigo de Carlos, Rodrigo, marqués de Posa, acaba de llegar de las oprimidas tierras de Flandes (Aria: “J’étais en Flandres”).

Esto se cortó durante los ensayos anteriores al estreno.

Le pide la ayuda del Infante para ayudar al sufriente pueblo de Flandes. Carlos le revela su amor por su madrastra. Posa le anima a abandonar España y marchar a Flandes. Los dos hombres juran una amistad eterna (Dúo: “Dieu, tu semas dans nos âmes” / “Dio, che nell’alma infondere”). El rey Felipe y su nueva esposa, con sus ayudantes, entran a homenajear la tumba de Carlos V, mientras Carlos lamenta su amor perdido.

Escena 2: Un jardín cerc a de Saint-Just

La princesa de Éboli canta la “canción del velo” (“Au palais des fées” / “Nel giardin del bello”) sobre un rey moro y una belleza con velo que resulta ser su esposa a la que no hace caso. Isabel entra. Posa entrega una carta de Francia (y secretamente una nota de Don Carlos). A petición suya (Aria: “L’Infant Carlos, notre espérance” / “Carlo ch’è sol il nostro amore”), Isabel se muestra de acuerdo en ver al Infante a solas. Éboli deduce que ella, Éboli, es la persona a la que Don Carlos ama.

Cuando están a solas, Don Carlos le dice a Isabel que se siente infeliz, y le pide a ella que ruegue a Felipe para que lo envíe a Flandes. Ella rápidamente se muestra conforme, haciendo que Carlos renueve su declaración de amor, que ella, píamente, rechaza. Don Carlos sale frenético, gritando que debe estar maldito. Entra el rey y se enfada porque la reina está sola, sin gente que la atienda. Ordena a su dama de compañía, la condesa de Aremberg, que vuelva a Francia, lo que impulsa a Isabel a cantar una triste canción de despedida. (Aria: “Oh ma chère compagne” / “Non pianger, mia compagna”). El rey se acerca a Posa, cuyo carácter y activismo lo han impresionado favorablemente. Posa ruega al rey que deje de oprimir al pueblo de Flandes. El rey llama a la idealista petición de Posa “poco realista”, y le advierte que el Gran Inquisidor lo vigila.

Este dúo fue revisado tres veces por Verdi.
 

Acto III

Este Acto es el Acto II en la revisión de 1883.

Escena 1: Tarde en el jardín de la reina en Madrid

Isabel está cansada, y desea concentrarse en la coronación de los días siguientes del rey. Para evitar el divertissement planeado para la tarde, ella intercambia máscaras con Éboli, asumiento que por lo tanto su ausencia no se notará, y se marcha.

Esta escena se omitió en la revisión de 1883.
El ballet, (coreografiado por Lucien Petipa y titulado “La Pérégrina”) tuvo lugar en este punto en el estreno.

Don Carlos entra. Ha recibido una nota sugiriendo una cita en los jardines, que él cree que procede de Isabel, pero que en realidad es de Éboli, a quien él, confundido, declara su amor. La disfrzada Éboli se da cuenta de que él cree que ella es la reina, y Carlos queda horrorizado de que ella sepa ahora su secreto. Cuando entra Posa, ella amenaza con decir al rey que Isabel y Carlos son amantes. Carlos impide a Posa apuñalarla, y ella sale con un furor vengativo. Posa le pide a Carlos que confíe en él cualquier documento políticamente comprometido que pueda tener y, cuando Carlos se muestra conforme, ellos reafirman su amistad.

Escena 2: Enfrente de la catedral de Valladolid.

Se hacen preparativos para un auto de fe, el desfile público y quema de herejes condenados. Mientras que el pueblo lo celebra, los monjes arrastran a los condenados a la pila de leña. Le sigue la procesión real, y el rey se dirige al pueblo, pero Don Carlos trae a primer plano a seis diputados flamencos, quienes le piden al rey la libertad de su país. La gente y la corte muestran su simpatía, pero el rey, apoyado por los monjes, ordena el arresto de los diputados. Carlos saca su espada contra el rey. El rey pide ayuda, pero los guardias no atacan a Carlos. Posa se mete en medio y persuade a Carlos para que entregue su espada. El rey entonces nombra a Posa duque, se prende fuego a la pila de leña y, conforme empiezan a arder las llamas, una voz celestial se puede oir prometiendo la paz para las almas condenadas.

 

Act IV

Este Acto es el III en la revisión de 1883.

Escena 1: Aurora en el estudio del rey Felipe en Madrid

A solas, el rey, absorto, lamenta que Isabel nunca lo haya amado, que su cargo signifique que él tenga que estar eternamente vigilante, y que él sólo dormirá adecuadamente cuando esté en su tumba en El Escorial (Aria: “Elle ne m’aime pas” / “Ella giammai m’amò”). Anuncian al Gran Inquisidor, ciego, de noventa años. El rey pregunta si la Iglesia objetará matar a su propio hijo, y el Inquisidor replica que el rey estará en buena compañía: Dios sacrificó a Su propio hijo. A su vez, el Inquisidor exige que el rey mate a Posa. El rey rechaza matar a su amigo, a quien admira y aprecia, pero el Inquisidor le recuerda al rey que la Inquisición puede abatir a cualquier rey; él ha destruido a otros reyes antes. El rey admite que carece de poder para salvar a su amigo y le ruega al Gran Inquisidor que olvide toda la discusión. El Gran Inquisidor replica “Ya veremos” y se marcha. Isabel entra, alarmada ante la aparente sustracción de su cofre de joyas, pero el rey lo presenta y señala el retrato de Don Carlos que contiene, y la acusa de adulterio. Ella protesta que es inocente, y, cuando el rey la amenaza, ella se desmaya. Él pide ayuda. Aparecen Éboli y Posa, y cantan un cuarteto (“Maudit soit le soupçon infâme” / “Ah, sii maledetto, sospetto fatale”). El rey se da cuenta de que ha juzgado mal a su esposa. Posa resuelve salvar a Carlos, aunque ello signifique su propia muerte. Éboli siente remordimientos por traicionar a Isabel; esta última, recuperándose, expresa su desesperación.

Este cuarteto fue revisado por Verdi en 1883.

Las dos mujeres se quedan solas. Un dúo, “J’ai tout compris”, fue cortado antes del estreno. Éboli confiesa no sólo que ella robó el cofre porque ella ama a Carlos y este la ha rechaxado, sino que, aún peor, ella ha sido la amante del rey. Isabel le dice que debe irse al exilio o entrar en un convento, y sale. Éboli, a solas, maldice el fatal orgullo que su belleza le ha causado, elige el convento antes que el exilio, y decide intentar salvar a Carlos de la Inquisición (Aria: “O don fatal” / “O don fatale”).

Escena 2: Una prisión

Don Carlos ha sido aprisionado. Posa llega para decirle que será salvado, pero que él mismo tendrá que morir, incriminado por los documentos políticamente sensibles que Carlos le ha confiado (Aria, part 1: “C’est mon jour suprème” / “Per me giunto è il di supreme”). Una figura sombría dispara a Posa en el pecho. Al morir, Posa le dice a Carlos que Isabel lo encontrará en Saint-Just al día siguiente, y le dice que está feliz de morir si su amigo puede salvar Flandes y gobernar sobre una España más feliz (Aria, parte 2: “Ah, je meurs, l’âme joyeuse” / “Io morrò, ma lieto in core”). Después de su muerte, entra Felipe, ofreciendo la libertad a su hijo. Carlos lo rechaza por haber matado a Posa. El rey ve que han matado a Posa, y expresa a gritos su dolor.

Un dúo incluído en este punto para Carlos y el rey, cortado antes del estreno, se usó más adelante por Verdi para el Lacrimosa en su Réquiem.

Suenan las campanas, e Isabel, Éboli y el Gran Inquisidor llegan, mientras el pueblo exige la liberación de Carlos y amenaza al rey. En la confusión, Éboli se escapa con Carlos. El pueblo es suficientemente valiente para amenazar al rey, pero quedan aterrorizados por el Gran Inquisidor, y al instante obedecen su enojada orden de calmarse y hacer una reverencia al rey.

Tras el estreno, algunas producciones acabaron este Acto con la muerte de Posa; sin embargo, en 1883 Verdi proporcionó una versión acortada de la insurrección, pues sentía que de otra forma no quedaría claro cómo Éboli había cumplido su promesa de rescatar a Carlos.
 

Acto V

Este Acto es el IV en la versión de 1883.

El monasterio iluminado por la Luna de Saint-Just

Isabel se arrodilla ante la tumba de Carlos V. Se compromete a ayudar a Carlos en su vía a cumplir su destino en Flandes, pero ella misma sólo desea la muerte (Aria: “Toi qui sus le néant” / “Tu che le vanità”). Carlos aparece y tienen una despedida final, prometiendo encontrarse de nuevo en el Cielo (Dúo: “Au revoir dans un monde où la vie est meilleure” / “Ma lassù ci vedremo in un mondo migliore”).

Este dúo fue revisado dos veces por Verdi.

Felipe y el Gran Inquisidor entran: el rey declara que habrá un doble sacrificio, y el Inquisidor confirma que cumplirá con su deber. Sigue un breve juicio sumario.

El juicio se omitió en 1883.

Carlos, llamando a Dios, saca su espada para defenderse de los guardias del Inquisidor, cuando de repente, el Monje emerge de la tumba de Carlos V. Agarra a Carlos por el hombro, y en alto proclama que la turbulencia del mundo persistirá incluso en la Iglesia; no podemos descansar sino en el Cielo. Felipe y el Inquisidor reconocen la voz del Monje como la del padre del rey, el anterior emperador Carlos V (“Carlo Quinto”). Todo el mundo grita horrorizado, y el Monje/anterior Emperador arrastra a Carlos a la fuerza a la tumba y sella la salida. Cae el telón.