En la última década del siglo XV, el orbe cristiano fue repartido por el Papa entre España y Portugal. En contrapartida, ambos soberanos asumieron su evangelización. Roma les convirtió en vicarios de la Iglesia católica, otorgándoles diversos derechos, deberes y privilegios para que pudieran ejercer su función de patronos, es decir, protectores de la fe. El patronato concedía a dichos monarcas facultades necesarias para proveer de misioneros y de infraestructura eclesiástica a sus respectivas zonas de influencia: tramitaban los visados de salida hacia aquella tierras; nombraban obispos, canónigos y abades; determinaban los límites de las diócesis…
El prelado describía el triste caso de la provincia de Japón. En la década de 1620, este país se componía de 66 reinos, y en ellos no se contaban más de 30 jesuitas. La Compañía dividió la provincia en parroquias, pero no permitía predicar en ellas a ningún sacerdote que no fuese jesuita.
Así pues, los jesuitas formaron “ una clase separada de ministros evangélicos”. Los lograron con “mil artes”: arrogándose duduosas facultades, impetrando breves bajo falsos supuestos, suscitando “contiendas y divisiones” entre los fieles y los misioneros de otras órdenes…
Estas circumstancias derivaron en el “detrimento de la religión y ruina de tantas almas”. Los nuevos fieles, observando las discordias que reinaban entre los que predicaban el amor a Dios y al prójimo, “se entiviaban en la devoción, tituveaban en la fe”. Decían que había dos dioses: el de los jesuitas, rico y poderoso, y el de los más religiosos, pobre y humillado, y que el primero se burlaba del humilde.