La atracción del Imperio chino
Francisco Javier murió el 3 de diciembre de 1552 en la isla de ShangChuan, frente a Macao. Su próximo destino habría sido la nación de los mandarines, de la que había oído contar maravillas. La propagación del Evangelio en el cerrado Imperio chino representaba un desafío para el jesuita, convencido sin embargo, de que la empresa no era imposible. En efecto, así había interpretado ciertas actitudes que observaba en los habitantes de aquel país que había conocido en Japón: “estamos muy determinados a ir a China. Todos los chinos que nos ven, digo hombres honrados mercaderes, muestran holgar y desear que vayamos a China, pareciéndoles que llevamos alguna ley escrita en los libros que será mejor que la que ellos tienen, o por ser amigos de novedades. Todos muestran grande placer, aunque ninguno nos quiere llevar, por los peligros en que se pueden ver.”
El jesuita sabía que China vivía en paz en aquellos a ños, y las noticias que hasta él habían llegado le inducían a recrearse mentalmente con un país cuyos habitantes eran aún más instruidos y ávidos de saber que los japoneses, lo que hacía concebir esperanzas de que aceptarían y conservarían más fácilmente la fe cristiana que los naturales de la India. Lacouture se ñala que Francisco Javier ya no estaba “inmerso en el espíritu de conquista o de cosecha de almas de su época india, sino que plantea la cuestión, en la que se expresa su respeto para con el Otro, a propósito de la ‘disposición que hay’ en dicho país…”
El imperio del Centro era visto como un pacífico paraíso, un hervidero de maestro y sabios, un universo de paz, orden y razón. Se consideraba a los chinos unos devoradores de libros, dotados de una curiosidad insaciable, lo que habría de influir en la feliz introducción del cristianismo. Matteo Ricci, que sucedería a Francisco Javier en este escenario geográfico haciendo realidad el sueño de éste, remitió a Europa una visión de China en la que ésta aparecía como un Estado confuciano de carácter monolítico e inmutable. China, como paradigma de estabilidad, aunque también de inmovilismo, ofrecía una positiva imagen a los europeos, que a finales del siglo XVI se hallaban hastiados de tanta disputa y lucha religiosa entre cristianos. Lacouture reflexiona sobre esta admiración que expresaban los extranjeros por el Imperio, por su organización cívica, por su, en apariencia, armonía social, por el mantenimiento de la paz…: “¿qué punto de vista, qué prejuicio más humanista animó jamás empresa “misionera” alguna?”